labrys, études
féministes/ estudos feministas Igualdad, equidad de género y “bien común”
“Un diálogo entre diferentes es cosa distinta de un diálogo entre desiguales" (Eneida, II, 49) Angela Sierra
RESUMEN: La noción de “bien común”, como expresión de un bien universal que tiene que ser objetivo y su evolución, desde sus orígenes griegos y romanos, es examinada en este trabajo en relación a la equidad de género, en los dos sentidos de la palabra equidad: el de igualdad y el de proporcionalidad, tomando a un tiempo la matriz latina y griega del término (equitas y epieikeia). Sin pretender, agotar la cuestión se aborda la crítica liberal y “comunitarista” al concepto de “bien común” y sus implicaciones en los consensos normativos de las democracias constitucionales respecto de las condiciones de autonomía y libertad de las mujeres. Palabras claves: justicia, “bien común”, equidad, universalidad y particularidad. Últimamente, al abordar la cuestión de la equidad de género en las democracias constitucionales, suele ser inevitable referirse a las diferencias existentes entre hombres y mujeres en términos de representación política. Los fenómenos relativos a la infrarrepresentación de las mujeres han sido muy debatidos y suelen ser tratados, partiendo de un fuerte cuestionamiento de una realidad pertinaz, a saber, la diferencia sexual cobra universalmente dimensiones de desigualdad, a todos los niveles representativos. Durante la mayor parte de la existencia del estado moderno, la ciudadanía que se ha otorgado a las mujeres ha resultado incompleta y su capacidad para ejercitar sus derechos como ciudadanas se ha visto moldeada por las limitaciones de sus condiciones para obtener su autonomía. Esas condiciones son expresiones de determinados procesos de transigencia en el seno de la sociedad civil, pero particularmente de la transigencia de los poderes del Estado, que, como han señalado Lagan y Ostner (1991:142), que abrigan dudas sobre el alcance de ésta, la emancipación que otorga el Estado a las mujeres reside en el frágil y eventual consentimiento de aquéllos que hasta ahora han ostentado el poder del estado: los hombres. De manera que la igualdad de hombres y mujeres está en un equilibrio inestable, según se aprecia, en el hecho de que la ciudadanía, como estatus, tiene distintas implicaciones para hombres y mujeres. A partir, del reconocimiento de esta realidad, se abre paso la necesidad de incorporar la variable de género, como categoría analítica, a las investigaciones sociales y políticas, ya que introducir esta categoría puede posibilitar la transformación del concepto de sujeto histórico entendido tradicionalmente como sujeto masculino, y, engendrar, de paso, una nueva conceptualización de lo social y lo político. Por no decir del valor y el principio normativo de la igualdad. El hecho, de que últimamente haya habido tantas reflexiones –y desde tan variados puntos de vista- que han abordado la cuestión de la infrarrepresentación política e institucional de las mujeres ha llevado a algunos a hablar, insistentemente, de la feminización de la cultura y de la próxima feminización del poder, como si esto último fuera un peligro que hay que conjurar. Es una feminización ficticia, pero el mito es provechoso y ha servido y sirve para generar resistencias a la igualdad que se propugna como vía para acceder a la equidad de género. La particular focalización del tema de la infrarrepresentación ha provocado el olvido de otras cuestiones interdependientes con la desigualdad suscitadas por la diferencia sexual e, incluso, a dar la impresión, en algunos casos extremos, que la falta de equidad de género es sólo un problema de representación que se resuelve, particularmente, con una ampliación cuantitativa del acceso a la representación política e institucional de las mujeres, mediante la cual se reforzaría la legitimidad de las decisiones institucionales que se tomarían en nombre de toda la sociedad y se alcanzaría una suerte de justicia, entendida ésta en un sentido general, que sólo se podría explicar como una derivación de la participación igualitaria de todos. Así, acabar con la injusticia implicaría el desmantelamiento de los obstáculos institucionalizados que impiden que algunos, en este caso las mujeres, participen en pie de igualdad con el resto, como miembros plenos de la interacción social. Y, aunque, sea imposible hablar de la equidad de género sin pensar en un sistema de acceso igualitario a la representación política, evidentemente, no basta con eso, salvo que estemos hablando de una democracia radical. Hay razones para la insatisfacción, entre ellas cabe citar el hecho de que el mismo Estado es una institución patriarcal y lo sigue siendo en las democracias constitucionales. Es una forma de organización masculina hasta el punto de que hay quien lo caracteriza, como el “patriarca generalizado”. No vamos a examinar esa caracterización, que ha hecho fortuna, pero, si el hecho de que la jerarquización practicada desde las instancias del poder en las democracias constitucionales en relación a lo que se considera posible y deseable para el conjunto de la sociedad, es una jerarquización masculina y, por consiguiente, discriminatoria. Es imposible hacer políticas discriminatorias sin que esa cualidad se refleje en la idea de “bien común” del propio estado democrático constitucional. El descubrimiento de la práctica de discriminaciones por las instituciones no es una novedad. Es un hecho más que debatido por el pensamiento feminista, dado el dominio masculino de las estructuras de poder en las democracias constitucionales. Precisamente, la desigualdad de género es una expresión del diferencial de poder de los hombres respecto de las mujeres. Pero no está demás recordar que todas las formas institucionalizadas de representación justifican las correspondientes instituciones de poder, en un campo de juego, en el cual los mecanismos institucionales existentes sirven a la apropiación masculina de definición de los fines y los medios que a través de estos mecanismos se establecen. Y, por supuesto, también, de la elección de las prioridades que se deben de cumplir mediante acciones políticas. La acción del Estado crea situaciones de dependencia e independencia entre hombres y mujeres, puesto que se ha definido de forma diferente al hombre y a la mujer en la sociedad política en lo que se refiere a sus derechos económicos, políticos y personales[1]. Así, que los cambios en la naturaleza del estado son importantes para las mujeres tanto, en términos personales como políticos; pero, también, lo son la definición de qué acciones son necesarias para los intereses generales de la sociedad y demostrar la falsa universalidad de los intereses perseguidos, como fines deseables. Desde luego, tiene mucho interés para el tema que se aborda aquí la representación paritaria y las soluciones, incluso, en algunos casos constitucionales, que se han propuesto, sin llegar a concretarse, por otra parte, en enmiendas constitucionales aprobadas, hecho que por sí mismo da cuenta de las resistencias opuestas a acortar el diferencial de poder existente entre hombres y mujeres, pero cómo el problema de la equidad de género tiene tantas caras he pensado que podría tener interés reflexionar sobre el papel de las mujeres en relación al concepto de “bien común”. Es decir, sobre la falsa universalidad del bien político, representado en la noción de “bien común”, aunque éste sea un concepto desprestigiado, después de haber sido esgrimido, reiteradamente, en los grandes relatos emancipadores de la Modernidad. Pero, también, es una noción que forma parte de la historia del estado moderno y de sus justificaciones y tiene utilidad entender las razones históricas y políticas por las que todavía reaparece bajo otras máscaras. 2.- El bien común y la “particularización” de los intereses: Últimamente, cuando surge la necesidad de alcanzar una situación de equidad de género en las democracias constitucionales suele recurrirse a aplicar criterios políticos que se han usado en relación a la satisfacción de las demandas de las minorías, como grupos de “interés”, aunque la crítica feminista no es idéntica, y ni siquiera en ocasiones paralela, a la perspectiva que ofrece la polémica sobre las razas y las etnias, las culturas o las nacionalidades minoritarias en estados plurinacionales. Aún así, se han establecido paralelismos y se han tratado los intereses de las mujeres, como si fuesen “intereses particulares”. Ciertamente, la particularización de los intereses tiene su fundamento en las diferencias y en la necesidad de tener en cuenta éstas para poner fin a las desigualdades nacidas de la negación de las diferencias identitarias. Pero, también, la “particularización” tiene su razón de ser en la influencia del pensamiento político liberal que defiende el pluralismo y los derechos individuales, como “particulares”, en contra de cualquier idea posible de “bien común”. En el marco del pensamiento liberal clásico el individuo emerge autónomo y separado, es una figura universal cuya esencia se define en términos de “su” relación con la norma legal, y cuya igualdad resulta de la eliminación en esta relación de cualquier indicación de estatus social, posición socioeconómica, raza, o género. Así es como lo toma Rawls (1991:102), uno de los defensores de la prioridad de los derechos individuales, al considerar que la insistencia en una concepción sustantiva del “bien común”, de una comunidad participativa y unida, propicia el rechazo del pluralismo y de la prioridad de la justicia y supone un alejamiento de los principios liberales. Según Rawls, el Estado de derecho es todo lo que tenemos en común. La sociedad está integrada por individuos detentadores de derechos, y el objetivo de la comunidad sería el de defender dichos derechos. Los derechos fundamentales expresarían un criterio mínimo de las sociedades políticas bien ordenadas, guiadas por una concepción de la justicia como bien común y la sociedad se reduciría a un instrumento común por medio del cual los individuos reunidos pueden alcanzar ciertas metas que no habrían podido alcanzar aisladamente. Su noción de lo justo no está basada en principios de racionalidad universal, aunque pueda tener implicaciones universalistas. Pero, se entiende que esa pririoridad de los derechos individuales, que él propugna, se impone en el marco de una comunidad política que acepta los principios de igualdad y de libertad, sin exclusiones ni jerarquías, en la que los individuos son capaces de llegar acuerdos racionales sobre el principio de justicia. Por ello, no pone en cuestión la parcialidad del sujeto universalizado, ese individuo autónomo y separado, que es asumido, como sujeto “normal” o “normativo” de la relación de igualdad, idóneo para incluir a los demás sólo en cuanto homologados con él. En ese contexto, la diferencia femenina no sufre, en teoría, discriminación porque resulta oculta y enmascarada, bajo una presunta igualdad jurídica, configuradora del sistema de garantías, pero sí las sufre en la práctica, pues, Rawls apela a la idea de una posición originaria en el que están equitativamente representadas las partes. Las críticas formuladas a Rawls por los comunitaristas (2)representados por el republicanismo cívico de autores como Taylor (1993: 67), o McIntyre (3) , tiene que ver con el carácter democrático de la sociedad y con el carácter consensuado del “bien común”. Para que el primero, realmente, se cumpla, se requiere un concepto más complejo de bien, que incluya, además, de la detentación de derechos, la participación y el autogobierno. Respecto al carácter consensual del “bien común”, lo argumenta, particularmente, Taylor, afirmando que no es empíricamente cierto aquello que Rawls sostiene. A saber, que lo único común es el Estado de derecho, porque hay sociedades, que convergen en tres tipos de bienes, el consenso en mantener ciertas culturas tradicionales, el consenso en preservar una sociedad participativa y el fuerte sentido de solidaridad de la comunidad, que puede ir más allá de las demandas estrictas de justicia y motivar cierto grado de equidad (Ibid: 68). En relación a la equidad de género tiene cierto interés esta crítica al liberalismo, que convierte en interés “particular” el interés de las mujeres. De hecho, en la actualidad hay una demanda emergente de consensos normativos, no sólo políticos, para alcanzar un tipo de democracia inspirada en la reivindicación de espacios de participación directa de los ciudadanos y ciudadanas y de espacios de convergencia entre el bien particular y el general. Las corrientes revisionistas de las constituciones para incluir la paridad, como principio, son parte de esa demanda emergente y expresarían la voluntad de alcanzar un nuevo contrato político y social. Pero, establecer el papel que pueden jugar los consensos en la configuración de “bien común” no es nada sencillo, pues, en la realidad contemporánea existe un problema de definición del consenso y de su eficacia, pues, si los consensos nacen del reconocimiento del conflicto y de la confrontación, vivimos en un momento en que el concepto político de confrontación se reconduce a la noción económica de concurrencia y a la noción moral de debate, como si cada uno de ellos, el conflicto de creencias y el de acción tuvieran la posibilidad de regularse del mismo modo y pudieran crear condiciones análogas de legitimación de las posiciones contradictorias concernidas o de los sujetos implicados. Esas analogías generan ambigüedades, en la medida en que los consensos dirigidos a transformar las desigualdades nacidas de las diferencias no pretenden dar lugar a un simple modus vivendi, sino que pretenden una aproximación razonada de intereses que desemboque en reconocimiento de una norma, de una obligación, o de un concepto de “bien común”. Por otro lado, los consensos se construyen, partiendo de determinados valores, y el problema respecto de las mujeres consiste en que la vindicación de la equidad de género se suscita porque la diferencia sexual desemboca en desigualdad política y social y ésta desigualdad se construye en el seno de una comunidad de lenguajes, significados y sentidos, a resultas de los cuales se configuran las identidades individuales, sus intereses y el lugar que ocupan en la sociedad. Y, existe una identidad históricamente definida por la subordinación, la femenina, que sólo puede explicarse en el seno de una sociedad que ha hecho de la subalternidad de las mujeres una de las claves maestras de su orden interno. Un orden que ha hecho históricamente de la diferencia originaria, desigualdad paradigmática. Sobre ese extremo y el papel que juega en la conformación de la interacción social vale la pena recordar lo dicho por Luigi Ferrajoli, “las desigualdades no tienen nada que ver con las identidades de las personas sino únicamente con sus discriminaciones y/o con su disparidad de condiciones sociales” (4)A la pregunta sobre cuál es el orden justo, las democracias constitucionales han respondido con una formalidad: todos los ciudadanos son iguales ante la ley. Han funcionado como una estructura patriarcal al universalizar una idea de “bien común” o público configurado sobre una ficción de igualdad según la cual se produce una asimilación jurídica de las mujeres a los hombres. La igualdad ha sido, así, entendida no como un valor, sino como un hecho, no como un principio normativo, sino como un hecho descriptivo. “No como un deber ser, sino como ser” (Ferrajoli 2001:77). La igualdad al configurarse como un hecho ha resultado una mistificación y, de paso, también, lo ha resultado la idea de justicia, dado que no se ha tenido en cuenta la igualdad de acceso a los recursos ni el respeto necesario para que las mujeres pudieran participar en pie de igualdad con los hombres. Pero, también, en otro orden de cosas, la particularización de los intereses de las mujeres se debe el tratamiento de éstas como “grupo de interés”, a la denegación histórica del carácter universal de los intereses de las mujeres y, a la vez, la equidad de género mina el universalismo del esquema conceptual tradicional, según el cual los hombres reciben la consideración de representantes generales de la humanidad, como si la suya fuera una subjetividad universal desprovista de género. Sobre esa presunción de universalidad se construye la particularidad de los intereses de las mujeres, como distinta o antagónica del “bien común”, que resultaría sólo antagónica de una idea de “bien común”, la del sujeto histórico masculino, que actuando como una falsa universalidad. 3.- El bien común como paradigma de la justicia del otro: Volver sobre el viejo tema del “bien común” y relacionarlo con la equidad de género, no es gratuito. Las prioridades políticas se fijan, en las instancias de poder, sobre la base de una idea de “bien común”, por despojada que esté de su sentido tradicional. Se ha intentado superar este concepto o darle un nuevo significado. A la pregunta sobre qué es lo mejor y lo prioritario para el conjunto de la sociedad, en cada momento se supone que se responde en las agendas de los gobiernos democráticos marcando pririoridades. Y, aún en los casos en que estos gobiernos puedan tener ambiciones más modestas y no respondan en sus agendas a qué es lo mejor, sino sólo respondan a la pregunta qué es lo menos malo, lo menos malo está, igualmente, sujeto a pririoridad. En esas agendas los intereses de las mujeres resultan postergados en aras de otros intereses que se pretende tienen carácter más general y urgente. A los que se les asignan recursos que los hacen viables. Pero los intereses de las mujeres no han sido pririoritarios. No lo son tampoco ahora en los estados democráticos constitucionales. No se asignan recursos, o se le asigna recursos insuficientes que los hacen inviables. Por ejemplo, ceden lugares ante las políticas armamentistas, o de seguridad. Ningún gesto es neutro. El señalamiento de las prioridades de los gobiernos, menos aún, pues, el sistema patriarcal ha tenido y tiene su principal aliado en los poderes de cualquier tipo. Si, por ejemplo, se trata de historiar y concretar el concepto de “bien común” tendremos que examinar el terreno en que se ejercita en la actualidad. Este terreno incluye un conjunto de relaciones altamente complejas y diferenciadas, en las que se produce la intervención de una amplia gama de instituciones, pero a través de éstas las acciones del Estado se dirigen cada vez más a marcar la diferencia en oposición a la igualdad. Esta es una cuestión espinosa. Por una parte, se puede abrigar dudas sobre la voluntad de diferenciar y particularizar las decisiones políticas concerniente a los intereses de las mujeres, habida cuenta que la igualdad requiere, ciertamente, una similitud de condiciones en cuanto a derechos y deberes, como aquellas que se confieren a la ciudadanía, pero, sobre todo, requiere una similitud de oportunidades de participación. La igualdad ante la ley supone que ésta da un tratamiento uniforme a todo. Pero esto no es suficiente para que haya igualdad. Lo que hace falta es que todo el mundo goce de las mismas oportunidades para participar en los procesos que se desarrollan en la sociedad y si los intereses de las mujeres no forman parte del “bien común”, presuntamente, universal, por sus particularidades no hay problema alguno para que puedan ser postergados y no adquieran el valor de una pririoridad de las agendas de gobierno, en cuanto, éstos, supuestamente, no interesan al conjunto de la sociedad, sino a una parte de ella. Las diferencias resultan en este caso reconocidas, pero no necesariamente atendidas, mediante acciones políticas. En realidad, históricamente, los intereses de las mujeres han aparecido, unas veces como contradictorios con el “interés común” o universal, otras como lesivos para éste. Su sola reivindicación resultaba una provocación. No hay prueba más contundente de la falsa neutralidad del estado, pero, también, de la falsa universalidad del “bien común”, como expresión de la falsa universalización del sujeto masculino. Sistemáticamente, en el plano de los fines generales se ha excluido, desplazado o ignorado al sujeto femenino, discriminándolo en el goce de muchos de los derechos que se dicen universales y en sus posibilidades de autodeterminación, lo que evidencia la falta de aplicación del valor de la igualdad, pero, sobre todo, de los límites de la justicia, pues, las exclusiones y desplazamientos practicados con las mujeres suscitan preguntas sobre cuál es el sujeto adecuado para ostentar derechos y reconocimiento. Forzosamente estos interrogantes conducen a preguntar sobre el sentido de la justicia, pero, colocan en primer lugar la pregunta sobre quién la administra. Ciertamente, la particularización de los intereses de las mujeres han experimentado diversos momentos y no es exactamente lo mismo que esta “particularización” se inscriba en el marco de una corriente filosófica (5) que, en términos generales, pone en cuestión el sujeto histórico moderno, de la misma manera que cualquier tipo de autoridad o jerarquía, o que proceda esa “particularización” de la deslegitimación de la mujer, como sujeto histórico. Pero el resultado es casi el mismo. El interés de las mujeres, ha sido tratado, como todo interés de un grupo, como si fuese, simplemente, un “interés particular”. Que podríamos definir como aquel interés que no es bueno para todos, sino sólo bueno “para” algunos, pues, según el modelo universalista, diseñado por una tradición clásica del pensamiento político, que va de Platón, Aristóteles, Cicerón, Séneca, Tomás de Aquino, Erasmo, Suárez a Vitoria(6) la sociedad está conformada por un conjunto de individuos libres e iguales cada uno de los cuales persigue sus propios fines y destinos, y sólo la exigencia de vivir en sociedad, los lleva a renunciar a parte de esos derechos para crear un conjunto de intereses comunes: la res pública. Y, aunque hoy no pueda afirmarse una concepción definitiva y sustantiva del “bien común”, pues los principios de libertad y de igualdad siempre pueden ser reformulados, sigue teniendo interés, para comprender cómo la diferencia sexual ha acabado por desembocar en desigualdad, examinar las formas de “bien común” y los límites de éstas. Aunque, hay que admitir que el concepto de “bien común” de tanto pronunciarse - y tan en vano- está hoy desgastado, en la medida de que el “bien común” no parece, en la actualidad, tener estatuto y no parece depender de una estabilidad consagrada ni por ley ni por consenso. En todo caso, el “bien común” sería otro nombre para la experiencia de la justicia en tanto que dicha experiencia es siempre la experiencia de la idea de justicia de otro. 4.- Una reconstrucción de la génesis de la idea de “bien común” Visto lo dicho anteriormente, el primer acercamiento a hacer respecto del “bien común” es dudar de éste. Ante los datos que envía la realidad cabe preguntarse si el bien común existe. Esa duda se presenta como certeza razonable por el liberalismo que no se pregunta sobre un bien común universal, sino que, ante la afirmación de éste como categoría política universalista, afirma que, en la realidad social existen infinidad de concepciones de bien y vida buena, que, en muchos casos, resultan contradictorias entre sí. Tan contradictorias que, por momentos, parece imposible pensar en un “bien común” que realmente sea común. En esencia, los intereses y las formas de entender la realidad son diversos, así que habría que olvidarse de un bien general que conforme a todos. De manera que, la cuestión no sería establecer la defensa de un “bien común” generalizable, sino defender la posibilidad de elección entre varias posibilidades antagónicas de bien y que éstos puedan compatibilizarse, mediante consensos políticos. Frecuentemente, la idea de “bien común” se ha definido en la historia moderna contra alguien. Contra los particularismos y las minorías, si bien, se entiende que en el “bien común” establecido, como expresión de principios inspiradores de la convivencia, debía concernir a todos y todos debían de estar concernidos por él. Para explicar ese criterio se ha esgrimido que lo que caracteriza al concepto de “bien común” es que tal bien trasciende los bienes particulares (7) en tanto que la felicidad del Estado debe ser superior y hasta cierto punto independiente de la felicidad de los individuos .La capacidad de trascender lo particular y concreto es lo que caracteriza, según Platón, el “bien común”. Platón no aborda el problema de la participación de los miembros del estado en el “bien común”, siendo Aristóteles quien señala en la Política (III) que la sociedad organizada en estado tiene que proporcionar a cada uno de los miembros lo necesario para su bienestar y felicidad como ciudadanos. En correspondencia con esta concepción se afirma otra consistente en que la responsabilidad de edificar el “bien común” compete, además de las personas particulares, prioritariamente, al estado, porque el bien común es la razón de ser de la autoridad política. El estado, en efecto, se considera debe garantizar mediante la ley el bien común con la contribución de todos los ciudadanos, pues, presuntamente éste descansaría en la sociabilidad como exigencia y en el principio de solidaridad y auxilio mutuo: el bien común sería el bien del humanun genus (8) Evidentemente, a lo largo de la historia los intereses de las minorías, han aparecido como contrarios al bien común, garantizar la cohesión, unidad y organización a la sociedad civil era tarea del estado y, por consiguiente, a juicio de éste, los intereses de las minorías étnicas, culturales o lingüísticas podrían resultar dañosas para la cohesión y unidad de la sociedad civil y, por consiguiente, para el “bien común”, en aspectos significativos, pero parciales. Aunque esto no necesariamente implicaba que se pensara que iba contra los intereses de la humanun genus . Los intereses de las mujeres han recibido el mismo trato, que los de la minorías, pero a otra escala, pues, se han presentado como contradictorios contra el bien de la familia, del estado, de la jerarquía pacífica del orden social, contra la propia naturaleza y, en general, contra todo aquello sobre lo que se asienta la convivencia social, sobre la cual se extiende esta idea de “bien común” como un criterio superior integrador. Podría decirse, sin exagerar, que los intereses de la mujer aparecen contra las instituciones de la sociabilidad, siguiendo la tradición aristotélica, pero casi se ha considerado, tradicionalmente, que se contraponen a la humanun genus. Basta recordar en las situaciones de conflictos de intereses la eterna contraposición entre el derecho del hijo y el derecho de la madre, entre el derecho a la vida del hijo y el derecho a la vida de la madre, esgrimido como conflicto de intereses que jurídica – y, por supuesto, moralmente- debe resolverse a favor del hijo en interés del humanun genus, por ejemplo, en los casos de aborto terapéutico. Cierto, que fundamentalmente, son algunas tradiciones religiosas las que resuelven el conflicto en interés del hijo e, incluso, casi podría afirmarse que en sus argumentaciones se desconoce el derecho y el interés de la madre. Pero, tales argumentaciones se han asumido, tradicionalmente, sin cuestionamiento alguno, por los ordenamientos jurídicos y se asumen, todavía, en algunos vigentes en la sociedad contemporánea, incluso en Europa Occidental imposibilitando la autodeterminación de la maternidad. Si, algunos de los intereses de las minorías se han considerado lesivos para el “bien común”, como principio de sociabilidad integrador, casi siempre ha tenido una explicación política desde el poder constituido. En particular, suelen considerarse lesivos aquellos que afectan a la cohesión de la sociedad. En el caso de las mujeres, no se les ha considerado, como parcialmente atentatorios, como sucede con algunas minorías, sino universalmente atentatorios contra el “bien común”, porque, presuntamente existe una moral universal que a todos nos obliga y el principio regulador del “bien común” es el universal interés humano(9) y para que éste se garantice, no pueden las mujeres reclamar derechos, contra la institución de la familia menos aún contra el estado, que es el que establece los criterios de pertenencia social, el que determina quién y cómo es miembro de la comunidad . Y, cómo ostenta derechos. Al establecer las reglas de decisión dice quién tiene derecho a reivindicar y también, como se deben de enjuiciar sus reinvindicaciones. Fuera de todo esto se han encontrado las mujeres. No sólo no representan la universalidad humana, sino que, incluso, sus intereses, presuntamente, no forman parte de la universalidad humana y, por ello, el poder constituido les ha impedido históricamente el derecho de representación, puesto que la representación es una cuestión de pertenencia social. Y, la práctica de esta exclusión, nos obliga a interrogarnos sobre la posibilidad de otra, la de la exclusión de la dignidad humana. ¿En qué sentido participan las mujeres de esa dignidad reconocida a la humanidad, como universalidad abstracta? La idea de “bien común” y su materialización jurídica por Ulpiano (m.228), parte de la filosofía estoica y de la asunción de ésta del iusnaturalismo, que asume la idea de la existencia de una dignidad común. Para Cicerón y Séneca los hombres son iguales en dignidad y existe un vínculo de sociedad entre los hombres y aún entre los hombres y los dioses, pero ese vínculo de integradora dignificación no tiene una expresión femenina, aunque llega, en el caso de Séneca, incluso a engendrar una impugnación relativa de la esclavitud. El vínculo integrador se anudaba en la suposición de que, cada hombre, como ser racional, era capaz de virtud. Por ello propugnan un trato amistoso y compasivo entre el amo y el esclavo, pero ni Cicerón ni Séneca consideran la capacidad racional de las mujeres y menos aún su capacidad de ser virtuosas que las haría deudatarias de la dignidad universal, que ellos reconocen a todos los hombres, con independencia de su condición(10). Por el contrario, la libertad y la autonomía de las mujeres se presentan, como expresión de una sociedad decadente y corrompida, que ha perdido los valores y las tradiciones, en la que, a pesar de todo, hay que actuar con compasión(11) Sin embargo, desde el momento que la idea de “bien común” adquiere dimensiones jurídicas, aunque represente la idea de justicia del otro, históricamente, las minorías y las mujeres tienen la posibilidad de entrar en el juego invalidando las normas. Se puede cuestionar la razón jurídica en base a la reconstrucción de su propio objeto y en función de los valores y certezas que asume, pero no necesariamente se tiene que reconocer una relación de dependencia de las normas y el bien. La dimensión jurídico-política que adquiere la idea de “bien común” es romana(12) pero los juristas romanos le otorgaron una dimensión práctica: la utilidad. Y darán a la justicia una dirección, a saber, la justicia no es más que un instrumento orientado a la consecución de la utilidad común, mediante la aplicación de la ley. Esta idea de utilidad conferirá un ser y un deber ser , tanto formal como sustancial, a las normas, que están sujetas a la oportunidad de lo útil y de quién administra. Una prolongación de esa idea, que ha recorrido sinuosos caminos hasta el presente, se da en la época actual el constitucionalismo contemporáneo, pues, se considera que el “bien común” consiste principalmente en la defensa de los derechos y deberes de la persona humana y éstos están mediatizados por la suma de sus intereses; de aquí que la misión principal del estado deba tender a dos cosas: de un lado, reconocer, respetar, armonizar, tutelar y promover tales derechos; de otro, facilitar a cada ciudadano el cumplimiento de sus respectivos deberes y la consecución pacífica de sus intereses. Es obvio, que el criterio superior de convivencia, que representa la idea de “bien común” lleva implícito que exista una posibilidad real, no ficticia, expresada mediante el derecho, de que cada uno pueda alcanzar la propia plenitud en la medida de sus capacidades. Este criterio último, de raíces griegas, podría expresarse, con la vieja máxima de Píndaro: “llega a ser el que eres”. Pues, es posible entender el “bien común”, como un concepto referente a las condiciones de vida social que permiten a los integrantes de la sociedad alcanzar el mayor grado de desarrollo colectivo y, también, personal, así como, se ha tendido a entender ese criterio de convivencia superior, como una mayor vigencia de los valores democráticos, al menos después de la Revolución Francesa. En tal sentido, puede considerarse como un imperativo de “bien común” la organización de la vida social de forma que se fortalezca el funcionamiento de las instituciones democráticas y se preserve y promueva la plena realización de los derechos de la persona humana(13) 5.- Democracia y “bien común”: Los ideales ilustrados abrieron paso a la modernidad política y, en su evolución más reciente, abrieron paso al constitucionalismo, que obliga a distinguir, como hizo Stuart Mill, la tradición liberal de la tradición democrática y el interés particular del colectivo. En la representación moderna de la res pública el principio de igualdad, tal como resulta proclamado en la Declaración de Derechos de 1789, y, después de entonces, en todas las cartas constitucionales, no es una tesis descriptiva, sino, precisamente, un principio normativo. No se la trata como una aserción, sino como una prescripción. No como ser, sino como deber ser. En ese contexto histórico surge, también, un universalismo nuevo, un universalismo epistemológico, basado en la convicción de que el objeto de la ciencia es la búsqueda de afirmaciones universales dotadas de sentido y concernientes al mundo físico y social (Wallerstein 1985:66). Para el historiador Wallerstein esa voluntad universalizadota se expresa, igualmente, en las concepciones políticas y en las ideas sobre los fines generales de la política y de la acción de gobierno y del sujeto de esos procesos. El universalismo pretendía evitar el antagonismo. La idea de la existencia de un “bien común”, expresiva de la virtud política, ha tenido esa finalidad, pero eso no ha impedido que se haya engendrado la desigualdad y el antagonismo. No se resolvió el problema del otro. Y, la solución reconocer en el otro, lo que hay de común no necesariamente supone cambios en la desigualdad, pues, un reconocimiento semejante puede producirse por la fuerza y entre desiguales. Por otro lado, el constitucionalismo, parte de una idea de universalismo contradictoria: por una parte, está la caracterización de la sociedad, como una comunidad de iguales y de libres; pero, también, está la idea de la pluralidad, la sociedad de los diferentes. El sueño de una sociedad de libres e iguales, y de diferentes se hace insostenible si se observa que el sexismo y sus múltiples discriminaciones resulta complementario del universalismo, como, en muchos sentidos, resulta complementario, el racismo. En la definición del fin político perseguible, como bien, el sujeto universal fija sus límites y, por tanto, se halla en la contradicción irresoluble de tener que afirmarse por medio de la negación de su propia universalidad. Pero, hay un aspecto particular de la modernidad que tiene una considerable influencia en la definición sustancial de “bien común”, en relación a la equidad de género, la aparición de la separación del ámbito público en el que el individuo es titular de derechos y deberes, como ciudadano libre e igual a todos los demás, y su aspecto privado, íntimo, que corresponde a aquella dimensión que no está regida por el sistema jurídico. De este modo, al diferenciarse la esfera pública de la privada, se presuponía que no todos los aspectos de la persona entran en el bien común. Habría áreas que no estarían incluidas en ellas y, desde luego, los intereses de las mujeres, no entrarían a formar parte del mismo, habida cuenta que, éstos estarían situados en el área privada y, por consiguiente, en una esfera de la vida que debía ser excluida de la esfera público m (14)de manera que ni podían representar el bien común ni las mujeres estaban concernidas por éste, con independencia de que concluyamos que una concepción prevaleciente del “bien común” en una sociedad sólo puede entenderse como el producto de una hegemonía social, pero es relevante para esta reflexión que históricamente ninguna de las formas de hegemonía social ha considerado los intereses de las mujeres, como concernientes al “bien común”. La privacidad dejaba fuera de la realidad jurídico-política del “bien común” a las mujeres y de la igualdad, como principio normativo, aunque no como valor. Si la mujer no estaba fuera del derecho, sí lo estaba de los principios normativos que constituían lo general y público y, en muchos sentidos, del saber sobre el mundo. Esta división entre público y privado ha sufrido una mutación simbólica, mediante la cual lo privado ha pasado a ser público, lo personal a político, mutación producida por la revolución democrática que ha supuesto el final de un tipo jerárquico de sociedad organizada en torno a una sola concepción sustancial del “bien común”. Pero, aún estamos en una sociedad, en la que, debido a la globalización, se proclama una renovada universalidad de los derechos y propone una nueva fundamentación iusnaturalista de la libertad. En ese marco de actuación, la responsabilidad del “bien común” no es sólo del Estado sino de la sociedad civil, es decir, de los grupos y asociaciones intermedias, de las minorías y de los individuos particulares. Estas formas jurídicas “universales”, que hacen abstracción de la peculiaridad debilita el papel de los grupos intermedios y al reducir las mujeres a “grupo de interés” imposibilita la consecución de la equidad de género. La norma moderna es una norma que no decide, que regula el juego. Por otra parte, los grupos de interés por sí mismos y solos, cada uno por su lado, no pueden alcanzar los consensos y la estabilidad necesarias al “bien común” si el Estado no crea ese "conjunto de condiciones" éticas jurídicas, económicas, sociales y políticas, que permitan la pacífica y activa participación de la sociedad civil, según la vocación de cada grupo, y respetando la autonomía que le es indispensable para ser precisamente sociedad civil y no correa de transmisión del mismo Estado, como expresión de un grupo hegemónico o de una ideología hegemónica, o de un sujeto universal. La abstracción del derecho, la artificialidad del orden jurídico nos colocan ante una realidad, las relaciones de fuerza, que corroe desde dentro la teología de la igualdad, sobre la cual se asienta la legitimidad de las democracias constitucionales.
1.Todos los Estados son patriarcados, puesto que a través de sus miembros y de su organización “mantienen o apoyan de forma activa la opresión de la mujer” (Dahlerup 1987:103). 2 . Hay que recordar aquí, que tanto el neocontractualismo de J. Rawls como la ética discursiva de J. Habermas, se han acercado últimamente -pese a su reconocida y marcada herencia kantiana-, a planteamientos comunitaristas en ética y moral. 3. Estos autores recuerdan que el individuo y sus derechos sólo pueden existir dentro de una concreta comunidad política y que los derechos que reivindican deben ser tomados como expresión de ésta. 4 .Ferrajoli, L.: Derechos y garantías, la ley del más débil, Madrid, 2001, pág. 74. 5. Toda la corriente representada por Barthes, Foucault, Deleuze, Rorty, Vattimo, Lyotard, Derrida, que acaba en la caracterización de un sujeto débil. 6 .Aunque el origen de la idea de bien común es griega, fueron los juristas romanos los que le dieron un significado jurídico. Ulpiano afirma que el principio del bien común se traduce en la exigencia de que el ejercicio del poder se ajuste a Derecho.Tomás de Aquino seguirá la deriva juridicista, definiendo el bien común como la aplicación de la justicia en la cosa pública, señalando que la justicia implica una igualdad. El humanista Erasmo dirá que el bien común es el principio inspirador de lo humano y, en parecidos términos se manifiestan Vives y Thomas Moro. Ellos llegan incluso más lejos, pues, pretenden integrar los ordenamientos jurídicos particulares en un orden universal y Etienne la Boétie difunde la idea de un orden universal republicano basado en la igualdad natural de los hombres. 8 Así es como lo define Séneca en las Cartas a Lucillo. 9 En palabras de Cicerón, ese interés humano podría resumirse en la sentencia homo, res sacra homini. 10 Aún, se cuestionan el trato a los extranjeros, puesto, que pensaban, Cicerón lo manifiestan en De Officiis, que es una injusticia no dejar a los extranjeros vivir en las ciudades romanas. 11 Resulta curioso observar como tales reflexiones se reproducen en algunos Padres de la Iglesia del Siglo IV, tales como S. Juan Crisóstomo y S. Gregorio de Nisa. 12 Precisamente, la idea de “bien común” que más influjo tendrá en la filosofía medieval y posmedieval, e incluso, en la Modernidad, será la romana. 13 En los preámbulos de constituciones y de legislaciones, en los que se estructuran derechos subjetivos, suele hablarse en esos términos del “bien común”, como expresión de un criterio superior de convivencia y de desarrollo democrático, por ejemplo, tal hecho sucede en la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, que recoge la idea de que el interés general debe ser la expresión del “bien común” (art.32.2) concepto que ha de interpretarse como un elemento integrante del orden público del Estado democrático, cuyo fin principal es “la protección de los derechos esenciales del hombre y la creación de circunstancias que le permitan progresar espiritual y materialmente y alcanzar la felicidad”. 14 Este modelo político que ha hecho del sujeto histórico un sujeto masculino se fundaba en la presuposición de que los derechos políticos se aplicaban a la esfera pública, pero aquellos rasgos biológicos, tales como la raza, el sexo o la edad, no podían ser regulados por principios jurídicos ya que pertenecían al orden de lo personal o lo natural. 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Fue eurodiputada y miembro de la Comisión de Jurídica del Parlamento Europeo y de la Comisión de la Mujer. Autora de los libros, Las Utopías y los Orígenes de la ciencia de gobierno, además de un Informe sobre el Estado de los Derechos Humanos para el Parlamento Europeo. labrys, études
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