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féministes/ estudos feministas El papel del movimiento feminista en la consideración social de la violencia de contra las mujeres: el caso de España. Victoria A. Ferrer Pérez y Esperanza Bosch Fiol. Resumen. Aunque la violencia contra las mujeres no es un fenómeno nuevo, en los últimos años se ha desarrollado un proceso de denuncia, discusión, visibilización y toma de conciencia sobre este problema, pasando de considerarlo como cuestión privada a entenderlo como problema social. En este proceso ha tenido mucho que ver el movimiento feminista y los grupos de mujeres. En este trabajo revisamos las características y acontecimientos que han dado lugar a este proceso en el caso de España donde la situación en relación a la violencia contra las mujeres, como en relación a otras muchas cuestiones, ha sido sensiblemente diferente a la de otros países europeos dadas las características de nuestra historia reciente que han hecho que este proceso fuera ligado, además de al movimiento feminista y sus actuaciones, a la propia conquista de la democracia. Palabras-clave: violencia, movimiento feminista, democracia Introducción. Aunque la violencia contra las mujeres no es un fenómeno nuevo, en los últimos años se ha desarrollado un proceso de denuncia, discusión, visibilización y toma de conciencia sobre este problema, pasando de considerarlo como cuestión privada a entenderlo como problema social, y en este proceso han tenido mucho que ver el movimiento feminista y los grupos de mujeres. En un trabajo anterior (Bosch y Ferrer, 2000) analizamos las fases iniciales de este proceso en España. En este caso, nos centraremos en el análisis del papel que el movimiento feminista (en general y en el estado español en particular) ha tenido en hacer visible este grave problema social. Para iniciar estas reflexiones es importante recordar que la consideración de la violencia contra las mujeres (y particularmente de aquella ocurrida en el marco de la pareja) como fenómeno privado ha propiciado que fuera entendida como un derecho del varón, como algo normal e incluso legítimo, para pasar, posteriormente, a ser vista como algo inadecuado o inconveniente pero que formaba parte de la vida íntima y en lo que, por tanto, no había que intervenir. Todo ello ha contribuido a que las víctimas no denuncien tanto por miedo como por vergüenza y desconfianza hacia las posibles ayudas a recibir, y a que éste haya continuado siendo, en gran medida, un grave problema “oculto”, donde las cifras oficiales posiblemente sólo son la punta del iceberg. Por otra parte, para comprender en toda su dimensión lo que implica la transición hacia la consideración de la violencia contra las mujeres como problema social se hace necesaria una revisión más en profundidad del fenómeno a tratar. Como ya señaló Miguel Clemente (1997), una de las definiciones más completas y rigurosas de problema social es la que ofrecen Thomas Sullivan y cols. (1980) según la cual “existe un problema social cuando un grupo de influencia es consciente de una condición social que afecta sus valores, y que puede ser remediada mediante una acción colectiva” (p. 10). Estos mismos autores especifican los elementos que incorporan a su definición del modo siguiente: a) Para que una condición sea definida como problema social debe ser considerada como injusta por un grupo con influencia social, es decir, debe tener un impacto significativo dentro del debate público o en la política social dentro de un colectivo mayoritario. Así pues, para poder hablar de problema social debería generarse un amplio consenso entre los miembros de una sociedad sobre la determinación de cuáles son los problemas sociales y en este proceso los medios de comunicación juegan un papel determinante. Por otra parte, se debe poder identificar a los grupos sociales que definen la existencia de un problema social, ya que ellos son los mas interesados en su solución, y también cuáles son los auténticos fines que persigue el grupo que denuncia y que, en ocasiones, pueden estar más o menos encubiertos. b) Sólo se considera la existencia de un problema social si existe conciencia de que la condición indeseable que se denuncia es efectivamente un problema. c) Esa condición debe afectar negativamente los valores. Los valores sociales son imprescindibles para determinar la razón por la cual se define un problema como social. Como nos recuerda Clemente (1997), los valores hacen referencia a las preferencias personales y a las prioridades de grupos sociales y estas prioridades son frecuentemente distintas para cada grupo social por lo que, a menudo, se plantea un conflicto de valores. La solución de este conflicto dependerá de la adecuada priorización de estos valores. d) Para considerar el problema como social debe darse la posibilidad de que sea remediado por la acción colectiva y, en este sentido, cabe decir que los problemas sociales son, por definición, cuestiones públicas y no personales o privadas. Vemos, por tanto, que el reconocimiento de una situación o circunstancia como problema social está ligado a su reconocimiento por parte de una comunidad o de personas de influencia y prestigio. Esto supone que la manera en que algo queda definido como problema social está estrechamente ligada a la intervención del poder, la representación y también la manipulación. Tras revisar estos aspectos que nos permiten entender qué es un problema social, cabe analizar cuáles son las fases en su desarrollo que, de acuerdo con la formulación de Kitsuse y Spector (1973), serían las siguientes: En la primera fase, o fase de agitación, se detecta la presencia de un grupo de personas descontentas cuya actividad se dirige fundamentalmente hacia dos fines que son convencer a otros grupos sociales, y comenzar a preparar acciones encaminadas a tratar las causas del problema planteado. Las personas que inician estas acciones suelen ser las víctimas aunque no necesariamente es así. En esta fase suelen dedicarse una parte importante de los esfuerzos a reconvertir los problemas privados en públicos y es común que se cometan una serie de errores que hacen que no siempre se tenga mucho éxito (como, por ejemplo, la vaguedad de las reclamaciones del grupo, la escasa significación pública del grupo y por tanto su escaso alcance social, o la adopción de estrategias equivocadas o no efectivas). En la segunda fase, llamada de legitimación y co-actuación, la situación cambia radicalmente cuando los principales agentes sociales, que habitualmente son oficiales, reconocen al grupo de presión y empiezan a atender a sus deseos. De esta manera el grupo recibe legitimación, produciéndose también un cambio en la percepción de las personas que pertenecen al grupo de presión al extenderse a ellas el prestigio y pasar a ser consideradas como críticas al sistema y ya no tanto como agitadoras. Es decir, la co-actuación se produce en cuanto una serie de organismos oficiales empiezan a actuar sobre el problema, controlar su definición y elegir a sus interlocutores legales. Así los intereses de los grupos pasan a depender de la estructura general de la organización, consiguiéndose una estabilidad nueva. En la tercera, o fase de burocratización y reacción, el problema, que ha pasado a estar en manos de una agencia gubernamental, se minimiza en parte, pasando de ser importante a ser uno más entre otros. Finalmente, la fase descrita como de reemergencia del movimiento se refiere a que, llegados a este punto, lo más probable es que las políticas oficiales hayan generado un fuerte descontento y desilusión. Si es así suele darse una de las siguientes alternativas: a) Que el grupo de presión inicial rechace la forma de actuación de las instituciones oficiales; b) Que quienes promovieron el movimiento sean sustituidos por las personas afectadas, al no considerar éstas atendidas sus peticiones; c) Que las soluciones y acciones planteadas desde los organismos oficiales entren en contradicción con los valores o intereses de otros grupos sociales creándose nuevos conflictos; d) Que, o bien se desarrollen grupos más reducidos, que buscarán soluciones reales para las personas afectadas, o bien se creen pequeños grupos que afronten la búsqueda de soluciones parciales al problema inicial. Tras estas consideraciones iniciales puede decirse que, si para que una condición sea definida como problema social debe ser considerada injusta por un grupo que tenga una cierta influencia social, para entender el paso de la violencia contra las mujeres de cuestión privada a problema social es imprescindible analizar el papel desempeñado por el movimiento feminista en este tránsito. El movimiento feminista y la violencia contra las mujeres. Las primeras denuncias que señalan al matrimonio como un espacio peligroso para las mujeres surgen en el siglo XIX (De Miguel, 2005). En 1825 los cooperativistas William Thompson y Anna Wheeler publican una obra titulada La demanda de la mitad de la raza humana en la que se compara la situación de las mujeres con la esclavitud, considerando que viven aisladas en un estado de absoluta indefensión y doblegadas a los deseos y voluntad de sus esposos. De hecho, la propia Wheeler sufrió 12 años de malos tratos hasta que logró huir a Francia con sus hijas. También Flora Tristán, una de las precursoras del feminismo socialista, sufrió malos tatos y sobrevivió al intento de asesinato por parte de su marido. En su obra Unión Obrera de 1843 esta autora describió las condiciones de vida del proletariado francés de la época y argumentó que la desigualdad sexual siempre genera violencia en el hogar. En la década de 1850 se realizaron en Gran Bretaña varias reformas sociales que, junto con el aumento de oportunidades en la educación, señalaron los inicios de una nueva actitud hacia las mujeres que iba a otorgarles mayor libertad de la que habían tenido anteriormente. Así, por ejemplo, en 1852 una ley del parlamento puso fin al derecho del marido a obligar a su mujer a cohabitar con él al dictar auto de habeas corpus contra cualquiera que le diera refugio y en 1857 fue promulgada una primera ley de divorcio (antes éste sólo era posible a través del costoso proceso de obtener un acta privada del Parlamento). Sin embargo, esta ley que permitía al marido divorciarse de su mujer por adulterio, le exigía a ella probar que él era culpable de violación, sodomía o bestialidad, o de adulterio juntamente con incesto, bigamia, crueldad o abandono y un marido todavía tenía derecho a secuestrar y encerrar a su mujer (hasta una nueva modificación legal en 1891). En este estado de cosas, en 1860 la feminista de origen anglo-irlandés Frances Power Cobbe y sus colaboradoras, que trabajaban en escuelas dirigidas por feministas y destinadas a niñas y niños de clase trabajadora y delincuentes juveniles en Bristol, adquirieron una cantidad importante de conocimientos y de experiencias sobre los hombres violentos, sobre la manera de enfrentarse a ellos, y sobre el trato que éstos daban a sus mujeres e hijos. En la década de 1870 Cobbe tomó conciencia de lo extendido que estaba el problema de la violencia masculina y de la escasa protección que tenían las mujeres casadas y, junto con otras mujeres, se dedicó a recoger información, escribir artículos y discursos y consiguió publicar algunos de ellos en periódicos influyentes. Gracias a ello, una pequeña comunidad de personas informadas y conscientes comenzó a trabajar para modificar la situación, redactando y publicando un proyecto de ley que instituía mandatos de separación para las esposas de maridos violentos. Finalmente, encontraron un patrocinador interesado en la Cámara de los Comunes y se presentó un proyecto de ley al respecto. Sin embargo, no fue hasta 1923 cuando en Gran Bretaña se logró la igualdad en las causas de divorcio para ambos sexos y hasta 1925 no se logró el reconocimiento del derecho de las madres a la custodia de sus hijos/as. Así pues, las feministas del s. XIX y la denominada “primera ola del feminismo” (1850-1950) ya consideraban la “brutalidad masculina” como una cuestión candente e iniciaron la lucha por el reconocimiento de este problema, por la instauración de reformas legales, incluyendo la legalización de la separación y el divorcio, y por el establecimiento de medidas de apoyo para la víctimas (De Miguel, 2005; Vives, Martín y Frau, 2005). Sin embargo, sus reivindicaciones se centraron básicamente en luchar por mejorar otros aspectos de la condición femenina (como los derechos civiles, y muy particularmente el derecho al voto, o a la educación) y sus acciones, más o menos puntuales, en relación con la violencia constituyen tan sólo ejemplos excepcionales que, aunque suponen un precedente, no modificaron sustancialmente la consideración de este problema o su tratamiento. Las feministas del siglo XX y, especialmente, el movimiento de liberación de las mujeres, iniciado en la década de 1960, ampliaron su campo de denuncia centrándose en nuevos aspectos de la condición femenina y, entre ellos, en la violencia contra las mujeres, primero en la violencia de tipo sexual y después en la que ocurría en las parejas (Anderson y Zinsser, 1992, 2000; Heise, 1997; Kanuha, 1997). Como señala Ana de Miguel (2005), dos obras clásicas de esa época, Política sexual, de Kate Millet escrita en 1969, y Contra nuestra voluntad: hombres, mujeres y violación, de Susan Brownmiller escrita en 1975, contribuyen de modo decidido a cambiar la consideración de la violencia contra las mujeres de problema personal a problema social estructural cuyo origen está en el patriarcado y cuya finalidad es mantener la situación de manifiesta desigualdad. Entre los hitos importantes a destacar en esta nueva etapa está también la reunión denominada “Tribunal Internacional de Delitos Contra la Mujer” (inagurado el 8 de marzo de 1976 en Bruselas), concebida a imagen de grandes procesos (como el de Nuremberg) y como opuesta al Congreso de Naciones Unidas de 1975 en Ciudad de México. Este “Tribunal”, al que asistieron más de 2000 mujeres de 40 países, discutió múltiples temas y, entre ellos, la mutilación genital, el abuso infantil y la violación (Anderson y Zinsser, 1992, 2000). Se concluyó que, aunque la violación sea un acto individual de violencia masculina, supone una forma de perpetuar el poder de los hombres sobre las mujeres y se propusieron diferentes formas de acción, incluyendo manifestaciones masivas, discusiones en las que se animaba a hablar con toda claridad sobre los temas, creación de organismos de ayuda a las víctimas y cambios en la legislación sobre el tema. Durante los meses siguientes estas acciones comenzaron a desarrollarse en Italia, Alemania occidental, Gran Bretaña o Francia no sólo en lo relativo a los cambios legislativos, sino también en cuanto a la concienciación popular sobre la gravedad de la violencia contra las mujeres y de la impunidad de la que esos delitos habían disfrutado hasta el momento. En esta línea, cabe señalar que en la década de 1970 la violencia contra las mujeres en la pareja comenzó a denunciarse de forma específica como problema y nació en Inglaterra el denominado movimiento de mujeres maltratadas, con el establecimiento de una primera casa de acogida (en 1971), que fue seguida por la apertura de una segunda en Holanda (en 1974) y luego por muchas más en Estados Unidos (Jovaní et al., 1994; Pagelow, 1997). A partir de la segunda mitad de la década de 1980 la atención general comenzó a dirigirse hacia estas cuestiones cuando las feministas europeas comenzaron a presionar a sus gobiernos para que reformaran las leyes sobre violencia contra las mujeres y para que crearan o ampliaran las redes de casas de acogida y los mecanismos de atención a las víctimas (Anderson y Zinsser, 2000). En el caso del acoso sexual en el ámbito laboral, fueron las feministas estadounidenses quienes a mediados de la década de 1970 acuñaron el término (sexual harassment), denunciando la existencia de chantajes sexuales en el ámbito laboral que eran considerados comúnmente como conducta “normal” y logrando el establecimiento de la primera legislación contra el acoso sexual en el trabajo en la segunda mitad de esta década. Posteriormente, estas actuaciones se exportaron a otros países, primero a aquellos de sistema jurídico anglosajón, después a otros países industrializados, especialmente europeos, y en tercer lugar a otros países de cultura occidental, como los hispanoamericanos, abordando en cada caso el problema en consonancia con la tradición jurídica del país (De Vega, 1991; Lousada, 1996). Así, por ejemplo, en el caso de Gran Bretaña, y como señalan Sue Wise y Liz Stanley (1992), la aparición del acoso sexual como problema social puede datarse en 1986 y se debe a la actuación de un sindicato. Concretamente, en este país a finales de los años 70 habían aparecido en la literatura feminista algunos comentarios sobre acoso sexual, pero no se volvió a hacer mención explícita al tema hasta que el sindicato británico National Association of Local Government Officers (NALGO) comenzó a tratarlo como merecedor de la intervención sindical y publicó en 1981 un primer estudio propio sobre el tema. Inmediatamente se realizaron otras publicaciones incluyendo nuevos estudios, nuevas definiciones de qué comportamientos constituyen acoso sexual o nuevos consejos prácticos sobre lo que hacer para evitarlo / contrarrestarlo. Junto a la cobertura mediática de estas cuestiones y la actividad que continuaba desarrollando la NALGO, se desarrolló una “Campaña por la Igualdad de remuneraciones y oportunidades” que difundió consejos prácticos sobre las medidas que podían tomar las mujeres en relación a los hombres acosadores en sus trabajos, y que sostenía que las leyes relativas al empleo y a la discriminación sexual ya existentes podían ser el camino para dar respuesta jurídica a este tipo de conductas. De esta manera los tribunales comenzaron a sancionar las conductas de acoso sexual como conductas discriminatorias. Vemos pues que en el proceso de “visibilización” del acoso sexual tuvieron un papel relevante tanto las organizaciones de mujeres, primero, como los sindicatos y los medios de comunicación, después. En definitiva, en términos generales podemos pues decir que, desde el “redescubrimiento” de la violencia contra las mujeres como problema, en la década de 1960, hasta nuestros días, esta cuestión ha pasado de ser objeto de atención para una minoría (básicamente los propios grupos de mujeres) a estar en el punto de mira de las instituciones nacionales e internacionales con declaraciones y actuaciones múltiples como serían, entre otras, las siguientes (Vargas, 2005; Vives, Martín y Frau, 2005): el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966, que, junto con el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, prohibió la discriminación por razón de género; la Convención sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer de 1979, que es el instrumento internacional más extenso sobre los derechos de la mujer y en el que, aunque la violencia no se aborda de modo específico, muchas de sus cláusulas anti-discriminación suponen, de hecho, una protección ante esa violencia; el Consejo de Acción Europea para la Igualdad entre Hombres y Mujeres, que señaló en 1980 que la violencia física, tanto sexual (violación, incesto, acoso, …) como doméstica, debería ser motivo de acción legal para los estados miembros; la III Conferencia Internacional sobre las Mujeres, celebrada en Nairobi en 1985, en la que la violencia contra las mujeres emergió como un verdadero problema para la comunidad internacional; el Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer (CEDAW) (que vigila la ejecución de la Convención sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer), que incluyó formalmente la violencia de género como discriminación por razón de género en 1992; la Declaración de Naciones Unidas sobre la Eliminación de la Violencia contra la Mujer aprobada en diciembre de 1993 y promulgada en 1994, que proporciona una de las definiciones de violencia contra las mujeres más universalmente aceptadas y tomada como punto de referencia por la mayoría de organismos que analizan esta cuestión; la IV Conferencia Internacional sobre las Mujeres de Beijing de 1995, cuya Plataforma de Acción acordó eliminar todas las formas de discriminación contra las mujeres y las niñas y dedicó toda una sección a la violencia contra la mujer, definiéndola en términos similares a los empleados por Naciones Unidas y considerando que su eliminación es esencial para la igualdad, el desarrollo y la paz; el programa Desarrollo y Salud de la Mujer de la Organización Mundial de la Salud, que desde 1995 lleva a cabo trabajos sobre violencia, inicialmente centrados en violencia en el marco de la pareja y luego diversificados hacia otros ámbitos y que en 1996 estableció un grupo especial sobre violencia y salud y constató las graves consecuencias inmediatas y a largo plazo que, para el desarrollo psicológico y social de los individuos, las familias, las comunidades y los países, tiene la violencia, declarándola como prioridad de salud pública e instando a sus Estados Miembros a evaluar el problema y a tomar medidas para prevenirlo y resolverlo; los informe periódicos de la Comisión para la Igualdad de Oportunidades entre Hombres y Mujeres de la Unión Europea ante el Parlamento Europeo sobre el tema (de Marianne Eriksson en 1997, de Olga Keltosova 2002, de Maria Carlshmare en 2005), que analizan el estado de la cuestión en el ámbito europeo y proponen medidas de acción; la Declaración de 1999 como Año Europeo de lucha contra la violencia contra las mujeres; o la aprobación del Programa Europeo de acción comunitaria 2004-2008 para prevenir y combatir la violencia ejercida contra niños /as, jóvenes y mujeres y proteger a las víctimas y grupos de riesgo. De hecho, en este momento desde los diferentes organismos internacionales (como la United Nations Development Fund for Women (UNIFEM), dependiente de la ONU, el Women Health Department de la OMS, la Comisión para la Igualdad de Oportunidades de la Comisión Europea, etc.) se reconoce de modo claro que esta violencia, en sus diferentes formas, constituye una violación de los derechos humanos de las mujeres y un problema de salud pública de primera magnitud y se insta a los países de sus respectivas órbitas de influencia a tomar medidas para prevenirla y erradicarla. El caso de España. Los antecedentes. En España la situación en relación a la violencia contra las mujeres, como en relación a otras muchas cuestiones, ha sido sensiblemente diferente a la de la mayoría de países europeos. Para entender esas particularidades es necesario recordar algunos aspectos de nuestra historia reciente ya que en nuestro caso el tránsito de la violencia contra las mujeres de cuestión privada a problema social va ligado tanto al papel protagonista de los grupos de mujeres guiados por los principios feministas, ya comentado, como a la conquista de la democracia. Así, en primer lugar, es importante recordar que la Segunda República española (1931-1936) supuso un importante avance legislativo para nuestro país en muchas cuestiones empezando por una nueva Constitución que en su artículo 25 decía: «No podrán ser fundamento de privilegio jurídico la naturaleza, la filiación, el sexo, la clase social, la riqueza, las ideas políticas ni las creencias religiosas». En esta misma línea, el artículo 36 reconocía el derecho al voto a todos los ciudadanos y ciudadanas mayores de 23 años; el artículo 40 trataba de la admisión de todos los ciudadanos sin distinción de sexos en los cargos públicos; el artículo 46 señalaba la obligación del estado de proteger el trabajo de las mujeres y la maternidad; y el artículo 43 establecía la igualdad de derechos entre los dos sexos en el matrimonio (siendo el fundamento para la elaboración de la Ley del Divorcio que se aprobó en 1932). Sin embargo, este período fue lamentablemente muy breve con lo que fue difícil que estas propuestas y cambios se pudieran desarrollar suficientemente o llegaran a cuajar realmente modificando la condiciones de las mujeres españolas de la época, en general poco activas políticamente y ancestralmente contaminadas por una fuerte tradición católica. Tras la Guerra Civil (1936-1939) el triunfo de la tropas del general Franco acabó bruscamente con esta etapa de cambios y modernización, abocando al país a un retroceso importante en la situación social en general y también en de las mujeres (por no hablar de las dolorosas consecuencias humanas de la guerra y la posguerra o de la situación social, cultural y económica de aislamiento y penuria de esa etapa). En materia legislativa, las leyes civiles que habían sido reformadas durante la República se abolieron y se volvió al código napoleónico de 1889 y a la legislación laboral anterior a 1931. Quedó, así, abolido el matrimonio civil, el divorcio, el uso de anticonceptivos y el aborto; la esposa quedó totalmente sometida al marido, anulada su independencia económica y sujeta a su permiso para realizar transacciones económicas, trabajar o viajar; se prohibió por ley el trabajo de las mujeres en ciertos ámbitos, … Es decir, se pasó a considerar a las mujeres como inferiores y dependientes de sus maridos por ley y todo ello acompañado por un férreo control ideológico que reducía su papel social al de madres y esposas, cristianas, dóciles, obedientes, pasivas, abnegadas, sacrificadas, centradas en la vida privada y alejadas totalmente de la vida pública … (Bosch y Ferrer, 1997). Y así, con apenas variaciones, se siguió durante los 40 años que duró la dictadura franquista, ignorando los cambios que se producían en el resto del mundo occidental, y manteniendo a las mujeres españolas, al menos oficialmente, sujetas al control ideológico de la Sección Femenina de Falange y de las JONS (que no se disolvió hasta abril de 1977, dos años después de la muerte de Franco). Cuando en 1958 se cambió el Código Civil, reformando 56 de sus artículos, las mujeres sólo obtuvieron el derecho a la patria potestad de los hijos en el caso de las viudas que volvieran a casarse y el derecho a ser testigos en los juicios, pero no se abolió la potestad marital que autorizaba al marido a corregir a la esposa y obligaba a ésta a obedecerle y que, por tanto, consagraba tanto la prevalencia del hombre como el derecho de corrección por parte de éste (que estuvo vigente hasta 1975), ni la obligatoriedad de seguirle a donde él quisiera fijar su residencia, ni que el marido fuera el único representante legal de su esposa (Larrauri, 1994). Por poner un ejemplo comparativo, téngase en cuenta que en la mayoría de los estados de EE.UU. las agresiones a las mujeres ya se consideraban como causa de divorcio en 1910. En el ámbito laboral, el Fuero del Trabajo de 1938, pieza básica de la legislación laboral del régimen franquista, declaraba "El estado en especial prohibirá el trabajo nocturno de las mujeres, regulará el trabajo a domicilio y libertará a la mujer casada del taller y de las fábricas". También en 1938 se reguló que en ciertos trabajos las mujeres cobraran menos por el mismo trabajo que los varones; a principios de 1940 se prohibió a las mujeres alcanzar ciertos puestos (como abogada del estado, agente de cambio y bolsa, diplomática, jueza, técnica de aduanas, inspectora técnica de trabajo, registradora de la propiedad, notaria, etc.); y partir de 1942 todas las reglamentaciones de trabajo comenzaron a disponer que las mujeres, al casarse, debían abandonar sus puestos de trabajo (Bosch, Ferrer y Gili, 1999). Cuando el desarrollismo de la década de 1960 requirió más mano de obra para cubrir los nuevos puestos de trabajo que se iban generando, se introdujeron algunas modificaciones legislativas que afectaban al trabajo de las mujeres. Así, en 1961 se promulgó una ley de Derechos Políticos, Profesionales y de Trabajo de la Mujer, donde se seguía insistiendo en la idea de que el lugar de la mujer era el hogar, pero se intentaba garantizar “que la mujer empujada al trabajo por necesidad lo haga en las mejores condiciones posibles”. En esta misma línea, un decreto de 1962 rectificó la prohibición de trabajar a las mujeres casadas, señalando que el cambio de estado civil no rompía la relación laboral, aunque en la práctica se continuó dando a las mujeres que se casaban alternativas para favorecer su vuelta al hogar; y, no fue hasta la ley de 20 de agosto de 1970 cuando se permitió definitivamente a las mujeres mantener su trabajo al casarse. La Ley de 28 de diciembre de 1966 permitió el acceso de las mujeres a la carrera judicial, pero no fue hasta 1971 cuando una mujer llegó por primera vez al puesto de jueza y lo hizo como miembro del Tribunal Tutelar de Menores. Y en 1967 se reconoció el derecho a igual salario igual por igual trabajo, aunque a día de hoy esta igualdad aún es inexistente. Sin embargo, y como ya hemos comentado, a pesar de estos avances, que apuntan la posibilidad de 'emancipación' para un colectivo de mujeres, a lo largo de todo este período se mantuvo intacta la consideración oficial de que el papel fundamental de la mujer no soltera era ser esposa y madre y hacia ello se orientaron los esfuerzos del régimen (Bosch y Ferrer, 1997). Valga como ejemplo de ello que la tasa de actividad femenina en nuestro país se situaba en torno al 18% en 1970 (y ha llegado a alcanzar casi el 60% a finales de 2005). Como es fácil suponer, en este contexto la violencia contra las mujeres tal y como hoy día la entendemos ni se planteaba. Como ya se ha dicho, en el matrimonio se partía de la base de la obediencia debida de la mujer hacia su marido; en el ámbito laboral la presencia femenina era escasa y se daba por sentado que en inferiores condiciones a las del varón, generando una dependencia económica casi total de la mujer hacia su marido lo que dificultaba cualquier posible intento de emancipación, por otra parte, legalmente imposible para las mujeres casadas al no existir la posibilidad de divorciarse; y la violencia sexual era considerada como un delito contra el honor (de los varones de la familia, no de la mujer agredida). Será a partir de la década de 1960 cuando el movimiento feminista español comience a articularse, aunque inicialmente muy centrado (al igual que los diferentes colectivos sociales y políticos opuestos al régimen) en restaurar los derechos civiles perdidos y en lograr el fin de la dictadura. Así, por ejemplo, en 1965 mujeres del Partido Comunista de España e independientes crearon el Movimiento Democrático de la Mujer (que en 1974 pasará a llamarse Movimiento para la Liberación de la Mujer), buscando la cobertura legal que les ofrecían diversos grupos de amas de casa. En 1970 se celebró el Primer Congreso Internacional de la Mujer, organizado por la Sección Femenina, que sirvió para que los incipientes grupos feministas se conocieran entre sí y trabaran contacto con mujeres que estaban trabajando en otros países. En 1973 se fundó la Asociación para la Promoción y la Evolución Cultural proponiendo una revolución cultural que modificase el concepto de mujer. En 1974 se creó la Plataforma de Organizaciones y Grupos de Mujeres de Madrid que trabajó en la preparación del Año Internacional de la Mujer y la I Conferencia Mundial sobre las Mujeres a celebrar en Méjico al año siguiente. En 1975 se celebraron las I Jornadas de Liberación de la Mujer donde mujeres de diversas provincias, con puntos de vista diversos sobre el feminismo y con ideologías dispares discutieron sobre la problemática de la mujer. En estas jornadas se perfiló lo que llegará a convertirse en dos formas claramente diferenciadas de entender el feminismo y su relación con la militancia política tras la llegada de la democracia. En 1976 se celebraron las Jornades Catalanes de la Dona donde se produjo la escisión definitiva entre los grupos de mujeres católicas y el resto de grupos. En este período, ya en los inicios de la transición política hacia la democracia, los grupos de mujeres españolas centraban sus reivindicaciones en reclamar el derecho a decidir sobre sus propias vidas y sus propios cuerpos, reivindicando la legalización del divorcio, el aborto o los anticonceptivos. Esta última fue una de las primeras conquistas del movimiento feminista español, lograda a finales de 1977. En 1978, tres años después de la muerte de Franco y ya en pleno proceso de transición, la Constitución Española consagró el principio de igualdad ante la ley sin discriminación en razón de sexo, raza, religión, ... y abrió el camino hacia una nueva situación y hacia nuevas leyes que se ajustaran a ella. En este proceso, uno de los primeros derechos civiles que los hombres y las mujeres españolas recuperamos fue el del divorcio, que volvió a ser legal en España en 1981, casi cincuenta años después de su abolición. Algún tiempo después, en 1986, y no son sin una fuerte batalla por parte del movimiento feminista y una radical oposición por parte de los sectores más conservadores de la sociedad española (como ya había pasado en el caso del divorcio) se legalizó el aborto en ciertos supuestos. Mientras tanto, con la llegada de la democracia, ocurrió en el movimiento feminista algo similar a lo que estaba ocurriendo en la vida política española en su conjunto: Inicialmente surgieron una gran cantidad de grupos pequeños (atomización del movimiento feminista) y, con el paso del tiempo y la normalización de la vida democrática, se fueron diferenciando claramente dos vertientes, dos formas de entender el feminismo y su relación con la militancia política que dará lugar al debate sobre la autonomía o la doble militancia de las mujeres (Folguera, 1997a, 1997b): entenderlo como un movimiento global autosuficiente y liberador de las mujeres, que desembocará en los grupos y/o partidos feministas independientes; o considerarlo como una acción paralela y complementaria a la acción política general, que desembocará en los grupos de mujeres dentro de los partidos y organizaciones sindicales. Durante la década de 1980 el movimiento feminista español perdió su carácter unitario y se caracterizó por la aparición de grupos especializados en diferentes temáticas (la salud de las mujeres, la reivindicación de la participación de las mujeres en profesiones hasta entonces masculinas, la lucha contra la violencia de género, etc.) así como por la eclosión del llamado “feminismo académico” en las universidades (Ferrer y Bosch, 2004). La violencia contra las mujeres en la sociedad española actual. En 1983 el primer gobierno socialista de la democracia creó el Instituto de la Mujer, que junto con las voces provenientes del movimiento feminista y, particularmente, de los grupos de mujeres especializados en esta temática, tuvo un papel relevante en la sensibilización social y en la presión para que la violencia contra las mujeres entrara decididamente en la agenda política española (Valiente, 2006). Evidentemente, el Instituto de la Mujer, como organismo gubernamental que es, tiene un papel acorde con el posicionamiento político del gobierno de cada momento, acercándose a veces a los planteamientos del movimiento feminista y alejándose radicalmente otras. Sin embargo, y aún a pesar de ello, las acciones de este organismo y muy especialmente, sus campañas divulgativas, la edición de documentos, la recopilación de estadísticas y la financiación de estudios, han desempeñado un papel en los cambios acaecidos en nuestra sociedad en cuanto a la situación de las mujeres en general y en cuanto a la violencia contra ellas en particular. A lo largo de los años siguientes van a producirse una serie de hechos con una repercusión diversa pero que, a la larga conforman el caldo de cultivo que nos lleva hasta la consideración actual de la violencia contra las mujeres en nuestro entorno. Vamos pues a revisar algunos de estos acontecimientos, aunque sea, necesariamente, de forma breve y no exhaustiva. En primer lugar es importante señalar que la sensibilización de la sociedad española hacia la violencia contra las mujeres ha sido un proceso lento en sus inicios pero constante. Durante la década de 1980, y como señala Concha Fagoaga (1999), la violencia contra las mujeres comenzó a aparecer de forma diferente a raíz de la cobertura mediática de las primeras reivindicaciones de los grupos feministas en torno a la violación, y algunos casos concretos (como el denominado “de las niñas de Alcàsser” en 1995) elevaron el interés informativo por estas cuestiones. La celebración de la IV Conferencia Mundial sobre las Mujeres en Beijing en 1995, aunque tuvo cobertura en los medios de comunicación españoles y no pasó desapercibida para las personas interesadas, no constituyó un acontecimiento mediático particularmente relevante. Se habló de la conferencia, se habló de la plataforma de acción, aparecieron noticias en los medios de comunicación, los grupos feministas se hicieron eco de los avances alcanzados y de las dificultades encontradas, pero sin calar de modo particular en nuestro entorno social. Uno de los elementos clave para la visibilización de la violencia contra las mujeres la pareja en nuestro país vino de la mano del caso de Ana Orantes quien a finales de 1997, y pocos días después de hacer pública a través de una televisión autonómica su dramática historia, murió a manos de su ex – pareja con quien una sentencia judicial la había llevado a compartir vivienda. Este caso supuso un importante punto de inflexión cuantitativa y cualitativa en el abordaje periodístico del tema (Bermúdez y Rosal, 1999; Vives, Martín y Frau, 2005), y a partir de aquel momento la violencia contra las mujeres pasó a ocupar espacios más relevantes tanto en cuanto a su presencia y ubicación en los medios de comunicación como en las agendas de los/as políticos/as de nuestro país. Por otra parte, a partir 1999 el 25 de noviembre fue designado por la Asamblea General de Naciones Unidas como “Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres” a propuesta del gobierno de la República Dominicana, con el apoyo de más de 60 gobiernos de otros países, y coincidiendo con el aniversario del día de 1960 en que fueron asesinadas las hermanas Mirabal. A partir del año 2000 en España se celebra esta fecha con actos institucionales, manifestaciones públicas y también, coincidiendo con ella, es habitual que los medios de comunicación hagan despliegues informativos recordando el estado de la cuestión. Es evidente que la solución de la violencia contra las mujeres no pasa por la celebración de un día especial, pero sí puede decirse que esta conmemoración ha contribuido en nuestro país a la sensibilización social sobre la existencia y magnitud de este problema. Por supuesto, el movimiento feminista ha tenido un papel relevante en este proceso de sensibilización. Las publicaciones de carácter decididamente feminista como la revista Vindicación Feminista, editada durante la década de 1970, y otras publicaciones de editoriales especializadas han tenido en nuestro país una difusión claramente minoritaria. La presencia del movimiento feminista en los medios de comunicación convencionales ha sido a lo largo de estas décadas más o menos profusa en función de los temas que se iban tratando y la cobertura mediática que se les proporcionaba, pero sin llegar a tener un amplio eco o espacio propio hasta los últimos tiempos. Ha sido, en cambio, la irrupción de Internet y, particularmente, de páginas como Mujeres en Red (creada en 1997) o de sitios como los de la Fundación Mujeres (creada en 1994), la Coordinadora Española para el Lobby Europeo de Mujeres (creada en 1995) o la Red Estatal de Organizaciones Feministas contra la Violencia de Género (creada en 2002) los que han proporcionado al movimiento de mujeres un altavoz para difundir y hacer llegar tanto sus campañas reivindicativas como sus informaciones (sobre temas diversos, pero, muy especialmente, sobre violencia) a un número cada vez más amplio de personas. La relevancia social que el tema de la violencia contra las mujeres ha adquirido en España hace que pueda hablarse de la existencia de un verdadero movimiento social contra los malos tratos (Bermúdez y Rosal, 1999), con unos niveles de sensibilización y acción particularmente elevados en comparación a otros países de nuestro entorno. Esta situación tiene un claro reflejo en las encuestas. Así, por ejemplo, en la encuesta sobre violencia contra las mujeres en la pareja realizada en 1999 por la Comisión Europea sobre una muestra representativa de ciudadanos/as residentes en los entonces 15 países de la Unión Europea (UE), (en torno a unas 1.000 personas en cada uno de ellos) se observó que, tanto en el conjunto de la UE como en España, menos del 1% de las personas entrevistadas consideraba esta violencia como aceptable en todas las circunstancias y un 2% en el conjunto de la UE pero menos del 0’5% en España la consideraban como aceptable en ciertas circunstancias. En este mismo sentido, los datos de una encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS, 2001) mostraron que el 96% de la población española consideraba el esta forma de violencia como totalmente inaceptable, el 2% como aceptable en algunas circunstancias y menos del 1% como totalmente aceptable. Por su parte, la encuesta sobre violencia doméstica llevada a cabo por el CIS en 2004 mostró, además de otras cuestiones relevantes en relación a este tema, que éste era considerado como el quinto problema en importancia por la población española (detrás del terrorismo, el paro, la vivienda y la inseguridad ciudadana). Por lo que se refiere a la respuesta de la instituciones, en 1984 España ratificó la Convención sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer y en 1989 la Comisión de Derechos Humanos del Senado emitió un informe donde reconocía que la violencia contra las mujeres en la pareja es interclasista, se ejerce sobre mujeres e infancia, los hombres que la cometen lo hacen como una forma de demostrar su autoridad en el seno de la familia y su dominio sobre las mujeres, y se basa pues en la desigualdad y en concepciones ideológicas patriarcales. A instancias de un grupo feminista, el Lobby de Dones de Mallorca, la oficina del Defensor del Pueblo elaboró y publicó en 1998 un exhaustivo informe sobre la violencia contra las mujeres en la pareja, su incidencia, sus causas, las herramientas disponibles para hacerle frente y las carencias existentes. En este informe se detectó no sólo la magnitud del problema si no también las graves carencias asistenciales y de prevención y se incluyeron una serie de recomendaciones a las instituciones estatales, autonómicas y locales indicando en cada caso cuáles eran las posibles medidas a adoptar para paliar el problema. Por otra parte, en 1997 la violencia contra las mujeres fue introducida como área específica en el III Plan de Igualdad entre Hombres y Mujeres del Instituto de la Mujer, como un nuevo ámbito de actuación que no aparecía en los dos planes anteriores. En 1998 se puso en marcha el I Plan de Acción contra la Violencia Doméstica que abarcaba el período 1998-2000 y establecía seis áreas de actuación (sensibilización y prevención; educación y formación; recursos sociales; sanidad; legislación y práctica jurídica e investigación). Además del Instituto de la Mujer, implicaba a diferentes ministerios y tenía como objetivos erradicar los actos de violencia contra las mujeres en el ámbito doméstico y ayudar a paliar las consecuencias ocasionadas en las mujeres víctimas por estos actos de violencia (Instituto de la Mujer, 1999). El informe de ejecución de este plan (Instituto de la Mujer, 2002a), ofrecía datos sobre las actuaciones llevadas a cabo en el marco del mismo, incluyendo la realización de más de 800 actividades formativas para aumentar la sensibilización social y prevenir el problema; la creación de más de 200 programas destinados a mujeres víctimas de violencia y sus hijos e hijas; la creación de 130 servicios de atención especializada de la policía (SAM) y la guardia civil (EMUME); la habilitación de 125 centros de acogida y también centros de información y oficinas de asistencia a víctimas en juzgados y fiscalías; o la realización de una encuesta a la que hemos nos referiremos posteriormente. Sin embargo, y a pesar de los avances que supuso, este plan no logró ni mucho menos los ambiciosos objetivos que se había propuesto. El II Plan Integral contra la Violencia Doméstica abarcó el período 2001-2004 y pretendía lograr cuatro objetivos principales más concretos: fomentar una educación asentada en el diálogo, respeto y tolerancia para evitar la reproducción de comportamientos violentos basados en estereotipos sobre géneros; mejorar la legislación y el procedimiento legal para conseguir una mayor eficacia en los procesos, una mejor protección de la víctima y una penalización más contundente del agresor; mejorar los recursos sociales y servicios de atención a las mujeres víctimas; y potenciar la coordinación de los diferentes organismos y organizaciones sociales implicadas (Instituto de la Mujer, 2002b). Las actuaciones comprendidas en este plan incluían medidas preventivas y de sensibilización, medidas legislativas y procedimentales, medidas asistenciales y de intervención social, investigación. En el marco de este plan continuaron las actuaciones tendentes a mejorar la asistencia a mujeres víctimas de violencia de género, incluyendo, entre otras cosas, cambios y medidas legislativas como la orden de protección a las victimas de 2003. Cabe señalar que estos dos planes fueron auspiciados por gobiernos conservadores y suscitaron fuertes críticas desde el movimiento feminista por el abordaje parcial del problema que proponían y también por considerarlos insuficientes, tanto en cuanto a las medidas que planteaban como en cuanto a la dotación económica para su puesta en práctica. En este contexto político conservador, en enero de 2002 se constituyó la Red Estatal de Organizaciones Feministas contra la Violencia de Género con objeto de presionar a las administraciones para que realizaran acciones tendentes a la erradicación de esta violencia. Esta Red, además de numerosas actuaciones públicas, con mayor o menor repercusión en los medios de comunicación según los casos, tiene, como ya se ha comentado anteriormente, una importante presencia en Internet, convirtiendo así a las nuevas tecnologías en vehículo para la denuncia directa, la transmisión de información y el acceso a amplios sectores de población. Por otra parte, y volviendo al ámbito institucional, en septiembre de 2002 y por convenio entre el Consejo General del Poder Judicial y los Ministerios de Justicia y Trabajo y Asuntos Sociales del gobierno español se creó el Observatorio de Violencia Doméstica (llamado a partir de julio de 2003 Observatorio contra la Violencia Doméstica y de Género). Tal y como se refleja en su memoria de funcionamiento, este organismo se creó como una iniciativa para contribuir a la erradicación de esta violencia. Su ámbito de actuación tiene que ver con el tratamiento de esta violencia en la administración de justicia y su principal objetivo es hacer un seguimiento de las sentencias y demás resoluciones judiciales dictadas con objeto de plantear pautas de actuación en el seno del Poder Judicial y sugerir aquellas modificaciones legislativas que se consideren necesarias para conseguir una mayor eficacia y contundencia en la respuesta judicial. Por lo que se refiere a la atención, en 1984 se abrieron en España las primeras casas de acogida para mujeres maltratadas (en Madrid y Pamplona) que fueron después seguidas por otras muchas. Tal y como años después constataron los informes del Defensor del Pueblo (1998), al que nos hemos referido anteriormente, o de Amnistía Internacional (2002), estos recursos atencionales han sido durante mucho tiempo altamente insuficientes para las necesidades existentes y con una intencionalidad más asistencial que de recuperación. En este sentido, la excepción la constituyó la Federación de Mujeres Separadas y Divorciadas, una ONG de clara adscripción feminista, que inaguró en 1991 en la Comunidad de Madrid el primer Centro de Recuperación Integral para mujeres y niños/as víctimas de la violencia de género, que luego pasó a denominarse Centro de Atención, Recuperación y Reinserción de Mujeres Maltratadas (CARRMM), donde se ha venido desarrollando una intervención integral, proporcionando, además del acogimiento, un extenso programa destinado a las mujeres estructurado en cinco áreas de trabajo (jurídica, psicológica, formativa, trabajo social y convivencia) y apoyo a sus hijos/as. Este fue un centro pionero y, aunque posteriormente se desarrollaron algunas otras experiencias en las que se realizaba un abordaje más o menos amplio del problema, su abordaje integral (y no sólo la existencia de casas de acogida o de programas de atención parciales) ha sido una clara reivindicación del movimiento feminista a lo largo de los años siguientes (y hasta la llegada de la Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género a la que nos referiremos posteriormente). En relación a la atención, inicialmente a las víctimas y posteriormente a los agresores, cabe también remarcar el trabajo pionero impulsado desde el Instituto Vasco de la Mujer (EMAKUNDE) y la Universidad del País Vasco con una serie de programas de atención para casos de agresiones sexuales y violencia contra las mujeres en la pareja (Fernández-Montalvo y Echeburúa, 1997; Echeburúa y Fernández-Montalvo, 1998). El trabajo con agresores ha sido después desarrollado también desde otras muchas instancias (como Instituciones Penitenciarias, algunos Ayuntamientos, etc.) dando lugar en los últimos tiempos a una serie de reflexiones sobre el tema. En este sentido, por ejemplo, se enmarca el trabajo del denominado Grupo 25, un colectivo de hombres y mujeres que trabajan desde diferentes ámbitos profesionales en aspectos relacionados con la prevención, la seguridad y la reparación del daño frente a la violencia de género, y que recientemente (marzo de 2006) ha editado el primer número de sus Cuadernos de Reflexión[1] en el que aportan las claves básicas sobre las que deben diseñarse y aplicarse los programas específicos de reeducación y resocialización de los hombres que ejercen violencia en la pareja. Entre estas claves se incluyen una serie de criterios de calidad para este tipo de intervenciones. En cuanto a la recogida de datos, la Dirección General de la Policía comenzó a llevar una estadística sobre las denuncias de las mujeres hacia sus parejas varones por violencia a partir de 1984; en 1990 comenzaron a aparecer datos estadísticos sobre el tema en las Memorias Anuales del Ministerio del Interior; y, en 1992 se comenzaron a analizar sistemáticamente estos datos (Acale, 1999). El Instituto de la Mujer ha ido dando cuenta de todas estas cifras, primero en ediciones en papel de su publicación “Mujeres en cifras” (Instituto de la Mujer, 1994, 1997) y, posteriormente en su página web[2] con la versión digital de este documento. Sin embargo, dados los diferentes modos en los que esta forma de violencia se ha tipificado en el ordenamiento jurídico español, ha sido frecuente, como ya señaló Blanca Vázquez (1993), que este tipo de delito se hallara en las estadísticas judiciales disperso entre los delitos de malos tratos, propiamente dicho, y otros apartados (otros delitos, faltas, delitos y faltas contra las personas, etc.) y también que las cifras oficiales no incluyeran las denuncias presentadas ante las policías autonómicas o en ciertos ámbitos geográficos. Además, el criterio con el que se recogían los datos ha ido variando a lo largo del tiempo de modo que los datos disponibles hasta 1996 (inclusive) se refieren a denuncias de las esposas debido a los malos tratos recibidos de sus maridos; entre 1997 y 2001 (ambos inclusive) se refieren a denuncias de las mujeres debido a los malos tratos recibidos de sus cónyuges o análogos (incluyendo parejas de hecho); y a partir de 2002 se refieren a denuncias de las mujeres debido a los malos tratos recibidos de sus cónyuges o análogos (incluyendo ex cónyuges, compañero sentimental, ex compañero sentimental, novio o ex novio). Por tanto, ha habido importantes cambios a la hora de recoger esta información, pasando de un criterio muy excluyente hasta llegar a otro más inclusivo. Los grupos feministas han criticado reiteradamente esta situación recordando, por una parte, que los datos sobre denuncias constituyen tan sólo un porcentaje de los reales al tratarse de un delito oculto, y, por otra, la enorme variabilidad a lo largo del tiempo de los criterios empleados, motivos ambos que dificultan no sólo conocer la magnitud del problema sino hacer una valoración ajustada de los recursos necesarios para luchar contra él. En un intento de profundizar en el conocimiento del problema, en 1999 el Instituto de la Mujer realizó una encuesta sobre ocurrencia de maltrato a más de 20.000 mujeres españolas mayores de edad (Alberdi y Matas, 2002; Instituto de la Mujer, 2000) donde se les preguntaba directamente si se sentían maltratadas en su relación de pareja, y, además, se obtenían datos sobre los comportamientos vividos en dicha relación que permitían establecer la existencia de “situaciones objetivas de violencia” (situaciones en las que, aunque las mujeres no tuvieran conciencia de ello, estaban en una posición de inferioridad con respecto de su marido o pareja, que se permitía tratarlas despreciativamente y que consideraba que podía imponerles su conducta y restringirles sus libertades. En estos casos se hablaba de mujeres “técnicamente maltratadas”). Los datos obtenidos han sido de gran utilidad para dimensionar el problema de la violencia contra las mujeres en la pareja en nuestro país. En cuanto a las mujeres muertas a manos de sus parejas, en el estado español los datos oficiales los ha venido recogiendo el Instituto de la Mujer, a partir de las informaciones proporcionadas por el Ministerio del Interior. Estos datos tenían las siguientes características (Alberdi y Matas, 2002): a) Hasta 2002 sólo se incluía la información relativa a parejas que tuvieran un vínculo formal; b) La policía llevaba un registro diario de los delitos cometidos y el Ministerio del Interior se basaba en ese registro, incluyendo en sus estadísticas la identidad del acusado sólo cuando la policía lo hubiera identificado desde el primer momento; c) Igualmente, la policía lleva un registro diario de los fallecimientos derivados de la comisión de un delito y el Ministerio del Interior se basaba en ese registro, incluyendo en sus estadísticas sólo a aquellas mujeres víctimas de violencia que fallecían inmediatamente (o en las primeras horas) tras la agresión; d) El Ministerio del Interior recogía aquellos sucesos atendidos por la Policía o la Guardia Civil, pero no por las policías autonómicas. Por ello acceder a datos procedentes de ciertos lugares era más difícil; e) Policía y Guardia Civil tienen métodos de registro propios y no unificados, lo cual podía hacer que los datos no siempre fueran estrictamente comparables; f) En algunos casos el Ministerio del Interior consideraba ciertos homicidios en el marco de la pareja como consecuencia de problemas económicos o similares, y no del maltrato. Ante esta situación, diversas organizaciones feministas y en particular la Federación de Mujeres Separadas y Divorciadas comenzó en 1998 a llevar en su página de Internet[3] un seguimiento con perspectiva de género del número de femicidios en la pareja a partir de la información aparecida en los medios de comunicación que no sólo se limitaba al día en que ocurría la agresión y que abarcaba todo el territorio nacional. Evidentemente, estos datos superaban ampliamente las cifras oficiales y dieron origen a agrias polémicas. Dadas estas disparidades, que suscitaron una fuerte crítica social, especialmente por parte de la asociaciones de mujeres que acusaban a los organismos oficiales de propiciar una “guerra de cifras”, el Instituto de la Mujer ha decidido en la presente legislatura (en la que el gobierno conservador ha sido sustituido por un gobierno socialista) atender a las reivindicaciones feministas, modificar sus criterios y “realizar su propia cuantificación, basada en un sistema mixto y unificado, en el que, partiendo de las noticias aparecidas en los medios de comunicación, que son utilizados como “sistema de alerta”, cada uno de los casos, es, posteriormente, contrastado con los datos provenientes del Ministerio del Interior y, en un futuro, del ámbito judicial”[4]. Así pues, actualmente encontramos en la página web del Instituto de la Mujer datos sobre las mujeres muertas a manos de sus parejas o ex – parejas sentimentales reelaborados a partir de 1999 que corrigen y, en muchos casos, amplían los que hasta fechas recientes proporcionaba este mismo organismo. En el caso del acoso sexual, los datos disponibles son menos, entre otras cosas porque al no ser considerado como delito hasta 1996 no hay datos anteriores y porque, incluso desde entonces, el número de denuncias es pequeño y no siempre llegan a término. A título orientativo se dispone de encuestas sobre el tema, realizadas inicialmente a instancias de los dos grandes sindicatos españoles (y concretamente, de sus respectivas Secretarías de la Mujer) y más recientemente por el Instituto de la Mujer. De ellos, el pionero es el desarrollado por UGT en 1986 (Calle, González y Núñez, 1986) con una encuesta realizada dentro del municipio de Madrid. En 1999 desde CC.OO. (Pernas, Olza y Román, 2000) se realizó una amplia encuesta telefónica a una muestra representativa de personas en edad de trabajar. Recientemente (2006) el Instituto de la Mujer ha presentado los datos de una encuesta realizada a más de 2.000 trabajadoras en activo[5]. Los datos de todas estas encuestas son muy variables indicando de modo claro que las diferentes formas de conceptualizar el acoso y el hecho de realizar preguntas directas o evaluaciones indirectas del mismo modifican sustancialmente los datos obtenidos. Actuaciones como la reciente creación (RD253/2006 de 3 de marzo, BOE núm. 62 de 14-03-2006) del Observatorio Estatal de Violencia sobre la Mujer, entre cuyas funciones están “Actuar como órgano de recogida, análisis y difusión de información periódica, homogénea y sistemática, relativa a la violencia de género (…). A tal efecto, se creará una base de datos de referencia y se normalizará un sistema de indicadores mediante el establecimiento de criterios de coordinación para homogeneizar la recogida y difusión de datos”, van encaminadas a paliar todas o algunas de las dificultades existentes para cuantificar la violencia contra las mujeres, unificando criterios y metodologías en la recogida de los datos sobre este problema. Las reformas legales constituyen un elemento clave en el proceso que nos ocupa ya que no sólo consagran la existencia de un problema social sino que al definirlo permiten cuantificar su importancia y determinan las penas por la trasgresión realizada. En este sentido, por ejemplo, el Código Penal, en 1989 comenzó a contemplar como delito los malos tratos reiterados en la familia, aún en caso de que la lesión física fuera leve. La reforma del Código Penal aprobada en noviembre de 1995, y que entró en vigor en mayo de 1996, incrementó las penas para el delito de malos tratos y añadió, además, la pena correspondiente a la magnitud de las lesiones causadas. Por lo que se refiere al acoso sexual, cabe remarcar que, aunque la reforma del estatuto de los Trabajadores de 1989 introdujo algunas previsiones al respecto, éste no fue considerado como delito hasta la reforma de 1995 a la que nos acabamos de referir. El acoso sexual, junto con las agresiones sexuales, los abusos sexuales, los delitos de exhibicionismo y provocación sexual y delitos relativos a la prostitución, quedaron incluido en un capítulo denominado “Delitos contra la libertad sexual” que sustituía a los hasta entonces denominados delitos contra el honor (de los miembros masculinos de la familia). Posteriormente se han ido introduciendo en el Código penal nuevas modificaciones. Así, por ejemplo en cuanto a la violencia contra las mujeres en la pareja se ha introducido la consideración de la violencia psicológica como delito, al concepto de habitualidad, la posibilidad de que quien la perpetre sea un ex – cónyuge o ex conviviente, etc. Y en cuanto al acoso sexual se ha ampliado su consideración para incluir no sólo a aquellos casos en los que la persona acosadora sea un superior sino también a los iguales y endureciendo las penas en aquellos casos en los que la víctima sea especialmente vulnerable, por razón de su edad, enfermedad o situación. Trabajos como el María Luisa Balaguer (2005) recogen detalladamente la evolución de estas modificaciones. Pero si hay una reforma particularmente importante en nuestro país en materia de violencia contra las mujeres, y en la que el movimiento feminista español ha estado particularmente empeñado e involucrado (y que venía demandando desde 1991) esta es Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género (LO 1/2004 de 28 de diciembre), que tras múltiples resistencias y diversos avatares sociales y políticos, se aprobó a finales de 2004 y entró en vigor en enero de 2005. Aunque aún es demasiado pronto para realizar valoraciones en profundidad sobre su funcionamiento y cumplimiento de objetivos, sí puede decirse que se trató de un proyecto de Ley originalmente propuesto por los socialistas (entonces en la oposición) en 2002 a la vista de la magnitud del problema y con el apoyo del movimiento feminista español y frontalmente rechazado por el gobierno conservador de entonces. Hubo que esperar a que las siguientes elecciones propiciaran un cambio de gobierno para ver esta Ley hecha realidad, evidentemente, no sin oposición, tanto por parte del partido antes en el gobierno como de alguna instituciones del estado que continuaban insistiendo en la idea de problema individual y que se resistían a la denominación de violencia de género por sus implicaciones. A pesar de todo ello, la ley finalmente aprobada mantiene el espíritu inicial y en su exposición de motivos señala: “La violencia de género no es un problema que afecte al ámbito privado. Al contrario, se manifiesta como el símbolo más brutal de la desigualdad existente en nuestra sociedad. Se trata de una violencia que se dirige sobre las mujeres por el hecho mismo de serlo, por ser consideradas, por sus agresores, carentes de los derechos mínimos de libertad, respecto y capacidad de decisión. (…) La violencia sobre la mujer se presenta como un auténtico síndrome, en su sentido de conjunto de fenómenos que caracterizan una situación, que incluye todas aquellas agresiones sufridas por las mujeres como consecuencia de los condicionamientos socioculturales que actúan sobre hombres y mujeres, y que se manifiestan en los distintos ámbitos de relación de la persona. En la realidad española, las agresiones sobre las mujeres tienen una especial incidencia, existiendo hoy una mayor conciencia que en épocas anteriores sobre ésta. Ya no es un delito “invisible”, sino que produce un rechazo colectivo y una evidente alarma social”. Si bien no es este el contexto para comentar ampliamente los contenidos de esta ley, valga decir que se trata de la primera en Europa que abarca de modo integral los diferentes aspectos de este problema, desde como garantizar los derechos de las víctimas (a la atención integral, esto es jurídica, psicológica, sanitaria, social, en materia laboral o de vivienda, etc.) hasta el trabajo sobre aspectos preventivos en educación, publicidad, etc. Las perspectivas son buenas, pero el trabajo aún por hacer es mucho. Conclusiones. En definitiva, nuestra intención a lo largo de este artículo ha sido mostrar cómo, y fundamentalmente a instancias de los colectivos más sensibilizados, es decir los grupos feministas, se ha desarrollado un proceso de denuncia, discusión y toma de conciencia social sobre la violencia contra las mujeres. O, dicho en palabras de Luisa Posada, como “la respuesta fundamental del feminismo a la violencia doméstica ha sido, además de la denuncia, provocar el paso de la privacidad a la agenda política, a la agenda pública, llevar a la calle y a los medios de comunicación aquello que sucedía entre las cuatro paredes de las casas y exigir soluciones” (2001, p. 31). Cabe, además remarcar que, en el caso de la violencia contra las mujeres, su consideración como problema social implica no sólo una visibilización del problema sino también una nueva forma de abordar su explicación. Así, si desde un falso análisis como problema individual se entendía esta violencia como consecuencia de alguna situación o circunstancia particular (situación socioeconómica, psicopatología del agresor, etc.), desde su consideración como un problema social pasa a entenderse que tiene su origen último en unas relaciones sociales basadas en la desigualdad, en un contrato social entre hombres y mujeres que implica la dominación de un género (el femenino) por parte del otro (el masculino), base de la estructura patriarcal. En definitiva, como ya señaló Valli Kanuha (1997), el análisis feminista de la violencia contra las mujeres aplicó el constructivismo social, es decir, su consideración como un problema de construcción social, implicando un importante cambio de perspectiva en el análisis de las causas y consecuencias de este problema y en las acciones a aplicar para resolverlo. Y, desde esta nueva consideración, son necesarias actuaciones profundas a nivel social que impliquen un nuevo contrato social, con nuevas medidas legislativas, modificaciones los programas educativos, etc., para afrontar el problema y superar sus consecuencias. En definitiva, como señala Ana de Miguel (2005), el feminismo ha sido el impulsor de un doble proceso que incluye, por una parte, la deslegitimación de la violencia contra las mujeres y, por otra, la elaboración de un nuevo marco de interpretación para este grave problema social. Y este proceso ha sido particularmente importante en nuestro país, lográndose unas elevadas tasas de sensibilización social y de preocupación por este problema que, si bien, aún no han logrado su erradicación, nos han llevado a un salto cualitativo importante en un espacio de tiempo realmente corto de tiempo, como se ha ido comentando en este texto. Bibliografia Acale, María. 1999. El delito de malos tratos físicos y psíquicos en el ámbito familiar. 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Barcelona: Editorial Paidós. Nota biográfica Victoria A. Ferrer es doctora en psicología, profesora de Psicología social de la Facultad de Psicología de la Universitat de les Illes Balears (UIB) y miembro fundador del grupo de investigación “Estudios de género” de esta universidad. Es responsable de género del Observatorio para la Igualdad de la UIB. Co-dirige la “Universitat d’Estiu d’Estudis de Gènere” (Universidad de Verano de Estudios de género) que viene celebrándose anualmente desde 1997 en el marco de los cursos de verano de la UIB. Ha sido coordinadora e investigadora de diversos proyectos de investigación financiados de ámbito nacional sobre psicología de género y, particularmente, sobre violencia de género. Entre sus publicaciones destacan El laberinto patriarcal. Reflexiones teórico-prácticas sobre violencia contra las mujeres (Antrophos, en prensa), “La voz de las invisibles. Las víctimas de un mal amor que mata (Cátedra, Colección Feminismos, 2002) o Historia de la misoginia (Antrophos, 1998) así como artículos sobre violencia de género publicados en diversas revistas científicas de difusión nacional e internacional. Esperanza Bosch es doctora en psicología, profesora de Psicología básica de la Facultad de Psicología de la Universitat de les Illes Balears (UIB) y miembro fundador y directora del grupo de investigación “Estudios de género” de esta universidad. Así mismo, dirige el Observatorio para la Igualdad de la UIB. Es co-directora de la “Universitat d’Estiu d’Estudis de Gènere” (Universidad de Verano de Estudios de género) que viene celebrándose anualmente desde 1997 en el marco de los cursos de verano de la UIB. Ha sido coordinadora e investigadora de diversos proyectos de investigación financiados de ámbito nacional sobre psicología de género y, particularmente, sobre violencia de género. Entre sus publicaciones destacan El laberinto patriarcal. Reflexiones teórico-prácticas sobre violencia contra las mujeres (Antrophos, en prensa), “La voz de las invisibles. Las víctimas de un mal amor que mata (Cátedra, Colección Feminismos, 2002) o Historia de la misoginia (Antrophos, 1998) así como numerosos artículos sobre violencia de género publicados en diversas revistas científicas de difusión nacional e internacional. [1] Información disponible en: http://www.mujeresenred.net/news/article.php3?id_article=519 [2] Dirección de internet: http://www.mtas.es/mujer/mujeres/mcifras/principal.htm [3] Dirección de internet: http://www.separadasydivorciadas.org/ [4] Dirección de internet: http://www.mtas.es/mujer/mujeres/cifras/violencia/muertes.htm [5] Información disponible en: http://www.mtas.es/mujer
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