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Una lingüística desde el feminismo radical de la diferencia Andrea Soledad Franulic Depix
Resumen: En este texto, propongo la necesidad de esbozar una lingüística desde el feminismo radical, cuya perspectiva se bifurcaría de la lingüística feminista establecida, especialmente en el mundo anglosajón. Con este fin, presento el pensamiento de Patrizia Violi (1991) y Adrienne Rich (1978, 1983, 1986) en relación a la lengua, a partir de algunas de sus obras. No por casualidad, el concepto de silencio de las mujeres se configura como eje de las reflexiones que aquí desarrollo. No solo eso, es de suponer también que esta sistematización entrega elementos teóricos que sacuden los cimientos androcéntricos de la ciencia del lenguaje. Y siempre constante, me persigue el propósito de reunir teóricas del feminismo radical e hilar sus propuestas para no ser nunca más hijas huérfanas de la igualdad, como dice mi amiga Tatiana Rodríguez. Palabras clave: lengua androcéntrica, silencio de las mujeres, fuentes de significados, diferencia sexual, lingüística feminista.
Introducción Las autoras que a continuación presento, en un apartado cada una, se diferencian, teórica y políticamente, la una de la otra. Sin embargo, comparten el común denominador necesario para agruparlas en una corriente de pensamiento que denomino feminismo radical de la diferencia, nombre que surge cuando leo, en María Milagros Rivera (1994), el concepto de feminismo heterosexual de la diferencia. Esta concepción heterosexual es la que prevalece, por ejemplo, en el discurso feminista académico local (discusión para otro texto). El feminismo radical piensa sobre la diferencia sexual con otro prisma, que abandona el orden simbólico masculino (y su universal) como punto unilateral de referencia. Descubre que el hilo fino, pero firme, que entreteje y cruza todo el orden hegemónico patriarcal es la representación de lo femenino como límite negativo y complementario de lo masculino, es decir, lo femenino como lo (no) masculino, de tal forma que, en la cultura, predomina una única mirada (la subjetividad masculina), disfrazada de un pseudo-genérico que borra la diferencia sexual de la historia con la fatal consecuencia de que ser sujeto es igual a ser hombre. Ante este escenario, el feminismo radical invita a las mujeres a la autonomía y libertad de resignificarse y resignificar el mundo, darle sentido libre a la propia existencia. Por eso, cuestiona profundamente el ideario de la igualdad entre los sexos y las prácticas políticas que de este se desprenden, como reivindicaciones legislativas, políticas públicas o cambios formales en el idioma. En la segunda parte de este trabajo (reflexiones finales), doy cuenta de la necesidad de esbozar una lingüística desde el feminismo radical, tomando en consideración los desarrollos teóricos e investigativos de las autoras aquí presentadas. Estudiar la lengua conlleva un vasto potencial político para nosotras. Sin embargo, hasta ahora, la lingüística feminista establecida ha demostrado tener un limitado alcance analítico y epistemológico, porque fundamenta sus análisis en la teoría de los géneros. En cambio, pienso que mirar la lengua con la categoría de la diferencia sexual, desde el feminismo radical, abre paradigmáticamente la disciplina lingüística. Patrizia Violi Para la lingüista y semióloga italiana Patrizia Violi (1991), la diferencia sexual está inscrita en las lenguas, en la estructura de prácticamente todas las lenguas que se hablan en el planeta. En la estructura profunda que, para la autora, es de naturaleza simbólica. La diferencia sexual está inscrita de manera negativa, a partir de la estructura básica de la significación en las lenguas; es decir, a partir de un nivel profundo de organización semántica, lo femenino se configura como lo no masculino: “Es en este nivel [profundo] en donde lo masculino se coloca como término fundador, como sujeto, y lo femenino como su negación, su límite, y al mismo tiempo como su condición para existir. Si efectivamente es cierto que un término no puede definirse nunca por sí mismo, sino sólo por su relación de oposición con otro término, lo masculino puede existir únicamente en cuanto contrapone a lo femenino y lo construye como algo suyo, como su negación. Lo femenino se sitúa así con la doble postura de ser límite de lo masculino y a la vez su condición para existir.” (Violi, 1991: 68). Esto se expresa visiblemente en los niveles superficiales de las lenguas: el léxico, la morfosintaxis y las metáforas conceptuales, donde femenino y masculino se oponen en el sistema de oposiciones que es la lengua (concepción saussureana), pero lo femenino nunca abandona como punto de referencia lo masculino, que es el término positivo del binomio jerárquico e incluyente. Es así como podemos observar la expresión de la diferencia sexual en el paradigma de los géneros gramaticales. La ciencia lingüística le ha prestado muy poca importancia a la construcción gramatical de los géneros, casi nula, situándolos como un hecho mecánico de concordancia morfosintáctica. Violi (1991:41) pone en cuestión la teoría lingüística al revisar las distintas explicaciones elaboradas por los lingüistas, para los cuales “…el género carece de motivación semántica y es totalmente arbitrario a la vez que desprovisto de cualquier significado que sea verificable objetivamente”. Esto quiere decir que, en la lingüística, así como en todas las ciencias androcéntricas, la diferencia sexual ha sido un concepto relegado al olvido, desprovisto de valor. Para Violi (1991: 36), la categoría de género “…es una categoría semántica que manifiesta dentro de la lengua un simbolismo profundo ligado al cuerpo: su sentido es precisamente la simbolización de la diferencia sexual”. La autora analiza la expresión de este paradigma no solo en las lenguas romances, sino también, en las lenguas germánicas, eslavas y africanas. En todas, se evidencia la huella de la diferencia sexual: “Un dato común a todos, los idiomas de género que se conocen, es la absorción de lo femenino por parte de lo masculino; el término genérico no marcado, y por lo tanto, la base, siempre es lo masculino y lo femenino se coloca como término derivado de éste a través de determinadas transformaciones morfológicas.” (Violi, 1991: 68). La lengua determina lo social. Para la semióloga italiana, es el sistema de la lengua el que determina el uso lingüístico. La lengua construye efectos de sentido, de realidad; y determina los modos de ver, percibir y concebir la realidad, de actuar en ella, así como de configurar la experiencia. Al mismo tiempo, la lengua tiene un anclaje en lo corpóreo. Los elementos de la lengua se han estructurado a partir de configuraciones previas pre-lingüísticas, de carácter simbólico, emocional, perceptual y pulsional. Este es “el semantismo profundo” o “el nivel profundo pre-semiótico del sentido” del cual la autora habla: “En la base misma de la significación se encontraría por tanto una primera atribución de valores que no son sólo significados, sino también emociones y sensaciones conectadas con los niveles más elementales y profundos de nuestra organización perceptiva, lo corporal y lo biológico.” (Violi, 1991: 115-116). Las lenguas poseen una estructuración arcaica de la diferencia sexual que se manifiesta con más fuerza en el paradigma de los géneros gramaticales. La base material de los procesos de simbolización ha sido el cuerpo, pero el cuerpo es sexuado y no neutro, por lo tanto, es el cuerpo masculino el que se ha configurado en medida y norma de los procesos de simbolización y significación en la longeva cultura patriarcal. Sospechamos que son los largos procesos de dominación y violencia los que han dejado mudo el cuerpo femenino y su representación en la lengua. Lo que sucede en la estructura de la lengua sucede en la estructura social; al estudiar la estructura de la lengua androcéntrica, logramos un conocimiento más claro y exhaustivo de la estructura social patriarcal. No obstante, Violi (1991) revisa concienzudamente el sujeto teórico del estructuralismo, el generativismo, la teoría de la enunciación y la teoría semiótica. En todos los paradigmas, el sujeto lingüístico no da cabida a la diferencia sexual: “Cuando no está expresamente excluido del lenguaje en cuanto sistema (Saussure), el sujeto se introduce sólo o en cuanto función lógica racional (mentalismo chomskiano), o expresión de la consciencia transcendental (Benveniste) o está totalmente determinado por los códigos y los procesos culturales de la significación (Eco).” (idem:143). Es decir, en el estructuralismo, el sujeto no aparece y, en los otros enfoques, se trata de un sujeto fundado en la trascendentalidad y en la universalidad, “…que coloca radicalmente fuera de sus confines las manifestaciones del inconsciente, de lo corporal, de lo sensible, que precisamente son las cosas a las que va ligada la diferencia” (143). Por lo tanto, la construcción de lo femenino como negatividad está presente tanto en el discurso teórico de la disciplina androcéntrica como en los sistemas de representación simbólica. De esta manera, las mujeres somos presas de una contradicción fatal: el femenino está inscrito en la lengua en el papel de no sujeto; por lo tanto, la posibilidad que tenemos para identificarnos con la posición de sujeto “[…]sólo es posible a condición de negar la especificidad de [nuestro] género y convertir [nos] en ‘ser humano’, que precisamente se dice ‘hombre’.” (Violi, 1991: 120). En relación a la palabra hombre, el término camufla la subjetividad masculina que se ha impuesto como norma universal. Reflexiones similares encontramos en otras lingüistas feministas como Nadia Rosso (2011) y Giulia Colaizzi (1990). Por ejemplo, esta última plantea que “Al enfrentar este Sujeto como sexualmente marcado, es decir, al mostrar cómo el Hombre ha coincidido de hecho con los ‘hombres’, sujetos biológicamente masculinos, la teoría crítica feminista ha puesto en cuestión la voluntad de universalidad y totalidad implícita en dicha concepción” (Colaizzi, 1990: 3). Por su parte, Rosso (2011: 142) señala: “En este punto podemos empezar a develar que el supuesto masculino universal genérico es en realidad la huella lingüística de la exclusión de las mujeres y lo femenino, de todo acto humano en la historia. La historia es, literalmente, la historia de el hombre”. Entonces, ¿cómo podemos interpretar el silencio de las mujeres? Las mujeres vivimos una experiencia singular, una escisión vital, existencial, que los hombres no experimentan: “Mientras para el hombre la identificación con la posición de sujeto es inmediata y ya inscrita en el discurso, para la mujer está obstaculizada y sólo puede alcanzarla a cambio de negar su propia especificidad sexuada.” (Violi, 1991: 154). El silencio de las mujeres, por lo tanto, no consiste en una carencia lingüística nuestra, no debe ser interpretado como un problema nuestro, sino como una deficiencia del lenguaje en sí mismo. Nuestro silencio muchas veces se debe a la imposibilidad de decirnos que porta la lengua androcéntrica desde los niveles más profundos de la organización del sentido: “[…]también podría interpretarse como la dificultad de expresar los significados y contenidos propios en una lengua en la que éstos no pueden manifestarse; una dificultad que también es resistencia y distancia hacia palabras y conceptos que se consideran extraños.” (idem:99). Como vemos, el silencio también puede ser resistencia. Es la respuesta frente a tener que expresarnos en una lengua donde el masculino “…es al mismo tiempo específico y genérico: es el término respecto al cual el femenino sobra, pero a la vez es el término que lo subsume.” (idem:150). Es un rechazo a tener que usar una lengua donde lo femenino ocupa un espacio semántico negativo, donde la diferencia sexual se niega, se oculta. ¿Cómo hablar de nosotras mismas, de nuestras vivencias más íntimas y peregrinas, en una lengua donde ser sujeto es igual a ser hombre?; ¿cómo se supone que debe esto ocurrir si la lengua no puede separarse de la sujeto que la habla, si la lengua es siempre encarnada, si está anclada a la realidad psico-física de las personas? El silencio muchas veces se ha transformado en opción antes de sufrir este desgarramiento. Sin embargo, las mujeres hemos sido culpabilizadas y castigadas por nuestros silencios. De todos modos, el silencio puede llegar a ser verdaderamente fatal para nosotras: “Es un callejón sin salida donde se olvida que a menudo la autodestrucción de la mujer se desarrolla precisamente dentro de las formas del rechazo de la palabra.” (idem:109). Cada mujer se quiere libre y descubre esta libertad por el hecho de decirse y decir el mundo a partir de sí (Rivera, 2001). Entonces tiene que buscar, encontrar y pronunciar las palabras que mejor representen su emoción, percepción y sensación sobre sí misma y el mundo. Palabras encarnadas, corpóreas. El punto de partida es el sistema de representaciones ya dado, dice Violi (1991), donde la construcción de lo femenino constituye el límite de la palabra. Debemos partir de esta contradicción y abrir “…un espacio de expresiones en el interior del sistema de representaciones dadas.” (idem:156). En la historia feminista, los grupos de autoconciencia, desde mediados de los años sesenta, marcan un hito, porque las mujeres comienzan a tomar la palabra para hablar sobre ellas mismas en primera persona. En este momento histórico, surge el concepto de la diferencia sexual a partir de la constatación de la experiencia de que “más allá de los diferentes destinos y de las distintas vidas de las mujeres, se puede encontrar algo en común, una forma común…” (Violi, 1991: 155). Entendiendo que la experiencia de la diferencia sexual no es un dato empírico material, sino, el proceso que relaciona lo no decible de cada existencia con la forma general de representaciones. Con otras palabras, la diferencia sexual, inscrita en la lengua, ya es una realidad semiotizada y, por lo mismo, la singularidad específica de las mujeres “…puede hacerse palabra, discurso, lenguaje.” (idem:156). De esta manera, las mujeres podemos ir imprimiendo en la lengua una subjetividad autónoma y no complementaria del masculino, ni reducibles una a otra. Por esta razón, Violi afirma que es necesario salir del enunciado y dar paso a la enunciación, pues esta da cuenta de la presencia de (la) sujeto en la lengua. En efecto, las mujeres han inventado nuevas formas de expresión que Violi (1991: 158) caracteriza de la siguiente manera: “[…]en la frontera entre escritura ‘personal’ y escritura ‘científica’, pero no reducible ni a una ni a otra, en una mezcla de géneros y lenguajes que se sustrae a cualquier distinción rígida. Hay en estos casos […] un enlace entre dimensión subjetiva y objetiva que se traduce a menudo en una nueva modalidad expresiva, ni intimista ni fingidamente neutra y objetiva.”(Violi ,1991: 158) A mí se me vienen a la mente escrituras como las de Virginia Woolf, Simone de Beauvoir, Audre Lorde o Adrienne Rich. Escrituras que fácilmente podrían reunirse bajo el rótulo de género ensayístico. Pero esto sucedería solo a simple vista. Los textos de estas pensadoras son también tratados filosóficos, teorías literarias, estudios historiográficos, teorías lingüísticas, teoría política, etc. Lo que me importa decir es que estas escritoras, con sus textos, están construyendo conocimientos nuevos de una manera holística, integrada, y necesitan nuevas modalidades expresivas o géneros discursivos, porque detrás hay un yo que está dejando de estar separada de sí; un yo que ya no se despedaza entre cuerpo y palabra, entre el sentir y el pensar. Estas escrituras comparten el tener, todas, una vertiente autobiográfica. A propósito de esto, Mary Daly (1978) llama ‘metaethics’ a este género propio surgido desde la pluma feminista. Estudiar la lengua nos da muchas luces para comprender la realidad, porque la lengua no puede escapar a su relación con el mundo y el cuerpo (sexuado): es la bisagra que los une. Por eso, no deja de ser una propuesta interesante plantear una lingüística desde el feminismo radical. Violi (1991) se acerca al propósito de una nueva lingüística feminista y, con este fin, considera necesario re-definir una teoría del sujeto (sexuado) y un cuadro teórico consecuente. La autora formula dos consideraciones teóricas para la investigación lingüística. La primera consiste en estudiar el nivel más profundo de la generación de sentido, la sustancia del contenido (Hjelmslev, 1954, citado en Violi, 1991), “…en los límites de lo que ha sido definido como ‘la frontera inferior’ de lo semiótico, elemento de paso del plano de las pulsiones al plano de la significación.” (159). Justamente, porque es allí donde se inscribe la diferencia sexual en la estructura lingüística. La mayoría de las investigaciones trabajan en el nivel léxico que, para la autora, es la manifestación superficial de la organización semántica profunda. En este nivel, buscan “…la presencia de señales connotativas o de estructuraciones metafóricas relativas a la esfera de lo femenino y a las formas de denominación para las mujeres” (idem:159), lo cual obstaculiza el estudio de las estructuras elementales de la significación. La segunda consideración teórica se relaciona con el sujeto de la enunciación. Pese a que la autora es crítica del sujeto lingüístico de la teoría de la enunciación, considera que, por lo menos, este paradigma plantea las bases de una lingüística del sujeto. En efecto, la naturaleza epistemológica de este sujeto en la teoría lingüística no incorpora la diferencia sexual, pues se presenta como un sujeto trascendente, universal y abstracto. Por esta razón, a Violi le interesa proponer un sujeto diferenciado sexualmente, pero sin caer en un determinismo empírico, naturalizante y esencialista. Se trata de una manifestación que no es pura forma lingüística ni pura materia extrasemiótica. Como se dijo, la diferencia sexual es una realidad ya semiotizada; o sea, es resultado de un proceso de producción de sentido, social y cultural, cuyo soporte material es la realidad psicofísica de las personas (Violi, 1991). En el caso de las mujeres, este hecho deviene como una contradicción y conflicto, sin embargo, se transforma en el punto de partida para la construcción de una subjetividad diferenciada, siempre y cuando “[…]empiece a realizarse el anclaje con [la] sujeto que habla, con su experiencia, con su realidad psicofísica.” (idem:162). A este yo, en proceso de transformación, lo podemos mirar, conocer e interrogar en la enunciación. La sujeto de enunciación de las escrituras de Rich, Lorde, Woolf o de Beauvoir se configura autónoma y libre, y construye, de esta manera, orden simbólico desde la diferencia. El estudio del nivel profundo de la significación nos podría ayudar a responder si acaso estas escrituras políticas logran abrirse paso en la lengua, alcanzan a abrir una brecha en ella.
Adrienne Rich En lugar de abrir espacios de expresión en las representaciones existentes, Rich (1978, 1983, 1986) propone hablar una lengua común, esto es, que las mujeres construyamos una lengua propia. Rich no es lingüista; es una activista feminista y lesbiana, pensadora, poeta y ensayista estadounidense. En su obra se despliega una interesante reflexión metalingüística. Quien extrapola del trabajo de Rich (1978, 1983, 1986) una teoría lingüística, es Mercedes Bengoechea (1993) en un libro que titula Adrienne Rich: génesis y esbozo de su teoría lingüística. La lingüista española bautiza la teoría lingüística de Adrienne Rich de la siguiente manera: El sueño de una lengua común: una teoría radical sobre el lenguaje. Y revela tres tipos de fuentes bibliográficas que la nutren, correspondientes a los tres principios básicos de su teoría. El primer tipo de fuentes se relaciona con el determinismo lingüístico, y destacan las investigaciones de Benjamin Whorf (1971) y Edward Sapir (1975). El segundo tipo de fuentes versa sobre al control masculino del lenguaje, donde se relevan los estudios de la antropóloga Shirley Ardener (1975, 1978), los trabajos de Juliet Mitchell (1971, 1976) y de Louis Althusser (1971). La tercera fuente respecta sobre la base biológica de los significados femeninos, y se sustenta en los planteos teóricos de Luce Irigaray (1980, 1985). De estas fuentes se desprenden tres principios básicos interrelacionados de la teoría de Rich. El primero versa sobre el determinismo lingüístico en el sentido de que quienes controlan la realidad, también controlan el lenguaje; quienes definen los límites de la lengua, nos hacen ver las cosas a su manera. El segundo principio incorpora la categoría de patriarcado. De esta manera, el patriarcado controla el lenguaje así como otros recursos materiales. Los hombres han decidido el significado de las palabras y quiénes tienen derecho a usarlas. Por lo tanto, todo el sistema verbal está filtrado de androcentrismo y, mientras no cambie la lengua, no podrán cambiar las condiciones de vida de las mujeres. El tercer principio, en consecuencia, se refiere a la desventaja en que estamos las mujeres como hablantes y escritoras. Ante esta situación, las mujeres contamos con dos alternativas: la alienación o el silencio. Es decir, usamos un lenguaje controlado por el varón que falsifica nuestras experiencias y percepciones, o bien, si intentamos hablar en femenino, descubrimos la falta de un lenguaje adecuado y callamos (Bengoechea, 1993). Lengua común y silencio son las ideas que atraen la atención de Rich (1978, 1983, 1986) cuando esta reflexiona sobre las mujeres y el lenguaje. ¿Cómo podemos las mujeres construir y hablar una lengua común? Bengoechea (1993), nuestra mediadora, nos dice que, en este punto, Rich se ve influenciada por el pensamiento Whorf (1971), Sapir (1975): los hablantes de una misma lengua comparten una parecida concepción del mundo. Este concepto de lengua incluye las dimensiones sensoriales y perceptuales: los esquimales ven los matices de blancos que su lengua nombra, y son muchos. Vemos lo que nombramos o, con palabras de Ludwig Wittgenstein (1999), los límites de la lengua son los límites del mundo. Las lenguas colocan límites a la realidad, la clasifican y organizan. A esta lengua se referiría, Rich, con lengua común. Si las mujeres vemos lo que nombramos, pensemos en el prolífero conjunto de metáforas que existe en la lengua para nombrar nuestros cuerpos. La mayoría de las injurias e insultos se construye teniendo como base metafórica el cuerpo sexuado mujer. Si vemos lo que nombramos, pensemos en cuántas veces en la gramática el femenino queda contenido en el masculino, absorbido por él. Cuántas otras, aparece como término marcado, en negativo, en menos, en condición de complemento de un absoluto y positivo masculino. En los diferentes campos léxicos, las palabras en masculino se traducen negativamente en femenino (hombre público, mujer pública). Si vemos lo que nombramos, pensemos en todo lo que los hombres han dicho de nosotras en las religiones, la filosofía, la literatura, la historia, las ciencias, etc. Y cuánto, entonces, dejamos de ver, porque carece de nombre propio: “Todo lo que no es nombrado, no descrito en imágenes, todo lo que se omite en las biografías, lo censurado en las colecciones de cartas, todo lo que se disfraza con un nombre falso, lo que se ha hecho de difícil alcance y todo cuanto está enterrado en la memoria por haberse desvirtuado su significado con un lenguaje inadecuado o mentiroso, se convertirá no solamente en lo no dicho sino en lo inefable.” (Rich, 1983: 235). Frente a las condiciones auténticas de nuestra dominación lingüística, surge la necesidad de construir una lengua común, autónoma y no complementaria de la lengua androcéntrica. Una lengua que comunique nuevos sentidos sobre nosotras mismas, que permita ampliar los campos perceptuales de nuestros cuerpos e integre vastas parcelas de realidad antes olvidadas. Los destellos de percepción se deben transformar en nuevos nombres y significados; se hace imperioso renombrar la realidad. Los hombres han tenido la prerrogativa de nombrar e influir en la realidad. Por eso, la mayoría de los nombres que definen la experiencia de las mujeres se caracterizan por su falsedad y fragmentación o parcialidad. Más aún, no solo encontramos nombres falsos, sino también, vacíos léxicos, es decir, “[…]la ausencia total de término para un aspecto concreto de la experiencia.” (Bengoechea, 1993: 95). Por ejemplo, la siguiente cita grafica el poder patriarcal de nombrar el mundo: “En los intersticios del lenguaje descansan los poderosos secretos de la cultura. A lo largo de este libro he vuelto a términos como mujer “sin hijos” o “libre de hijos”; no poseemos ningún nombre que designe a una mujer que se defina, por elección, como apartada de las relaciones con hijos o con hombres, que se identifique consigo misma, que se haya elegido. El concepto “sin hijos” la define sólo en términos de carencia, y “libre de hijos” sugiere que ha rechazado la maternidad. Sobre la noción de “mujer libre” gravitan fuertemente las ideas de promiscuidad sexual, “amor libre” y no pertenecer a un hombre. El antiguo significado de la palabra “virgen” (la que está en sí misma) se oscurece con las connotaciones del himen intacto, no desflorado…” (Rich, 1987: 246, in Bengoechea, 1993: 97). A diferencia de Violi, Rich le otorga mucha importancia al nivel léxico para la construcción de una lengua común: dotar de nuevos contenidos al lenguaje, “des-colonizar su léxico, desmitificar sus significados”, dirá Bengoechea (1993: 97). Los nuevos nombres son para iluminar nuestra existencia, esta vez sin la connotación del desprecio y sin la marca misógina que llevan en la cultura patriarcal. Nombrar es abrir una parcela de realidad. ¿Cómo encontrar estos nuevos nombres, dónde hallarlos? En este punto, la poeta propone que las mujeres atendamos profundamente a las señales de nuestros cuerpos. Estas constituyen la primera fuente u origen desde donde extraer los significados femeninos: “Desde el cerebro hasta el clítoris a través de la vagina y el útero; de la lengua a los pezones y al clítoris; de las puntas de los dedos al clítoris y al cerebro; de los pezones al cerebro y al útero […] Somos receptivas a los mensajes invisibles con una urgencia e inquietud que no pueden ser aplacadas y una potencialidad cognoscitiva que apenas comenzamos a sospechar” (Rich, 1987: 277-279, citada en Bengoechea, 1993: 105). Para Rich, el cuerpo sexuado es base material para los procesos de simbolización y significación. También para Violi (1991), quien no aterriza tan directamente en la biología, pues se queda en lo pre-semiótico, lo pulsional, y roza lo perceptual y sensorial. Pero ambas autoras unen, fuertemente, cuerpo y palabra. Si las mujeres hemos quedado mudas de palabras es porque, al mismo tiempo, la cultura patriarcal nos ha enmudecido el cuerpo. Otra fuente de significados donde indagar es en la relación primaria con la madre concreta. Para las de la diferencia italiana (Muraro, 1994), la madre es quien enseña a hablar –la lengua materna– al mismo tiempo que enseña a respirar, acto fundamental para la fonación. La lengua materna no separa el cuerpo de la palabra: cuerpo y palabra mantienen un equilibrio recíproco. En muchos momentos de nuestras vidas, usamos la lengua materna, cada vez que las palabras conectan a un fino puente con el cerebro, útero y clítoris. Tampoco, en la lengua materna, vivimos la escisión entre la palabra y la cosa (la madre enseña a hablar, nombrando y mostrando). Por eso, también usamos la lengua materna cada vez que nombramos la realidad desde nosotras. Las italianas proponen que nos reconciliemos con nuestras madres concretas para recuperar los significados de libertad femenina, y no llegar a decir lo que, dolorosamente, pronuncia Rich: “[…]me siento analfabeta en tu lengua materna…” (1989: 5, en Bengoechea, 1993: 20). El vínculo madre e hija carece de relato en la cultura patriarcal, porque, en su orden simbólico, el cordón umbilical ha sido desplazado por el falo (Irigaray, 1985). La relación madre e hija ha sido mediada (cortada) por el orden patriarcal para impedir que las mujeres tengamos genealogía y desconfiemos unas de otras, dejándonos vulnerables al silencio y la dominación. Tanto control se debe, justamente, a la potencia del vínculo. Por eso, la poeta lo considera una fuente rica en significados de libertad para las mujeres: “Tal vez en la naturaleza humana no exista nada más vigoroso que la corriente de energías entre dos cuerpos semejantes, uno de los cuales ha descansado en la bienaventuranza amniótica del otro; uno de los cuales ha sufrido por dar a luz al otro. Estos son los elementos de la reciprocidad más profunda y la separación más dolorosa”. (Rich, 1987: 223-232, citada en Bengoechea, 1993: 107). El matricidio, que es un mito fundante de la cultura patriarcal, se hace necesario para imponer la institución política de la heterosexualidad obligatoria (Rich, 1986). Para las mujeres, la relación amorosa arcaica y primaria es homosexual, con otro cuerpo de mujer, dice Irigaray (1985). De ahí que el vínculo madre e hija encierre la potencialidad de otras formas de amor que deben ser aplacadas. Es así, entonces, como una tercera fuente de significados la hallamos en las relaciones entre mujeres. Rich (1986) propone el concepto de ‘continuum lesbiano’ para explicar los lazos históricos entre las mujeres y el poder creador que de ellos emana: “Si consideramos la posibilidad de que todas las mujeres –desde la recién nacida amamantada por los pechos de su madre, hasta la mujer adulta que experimenta sensaciones orgásmicas al amamantar a su niña, quizá recordando el olor de la leche materna que ella tomó, o hasta dos mujeres que comparten un laboratorio, como Chloe y Olivia, descritas por Virginia Woolf, o hasta la moribunda de noventa años mientras la acarician y confortan otras mujeres– existen en un continuum lesbiano, nos podemos ver a nosotras entrando y saliendo de este continuum, reconociéndonos como lesbianas, o no.” (54). Lo más importante que Rich descubre, en este continuum, es que los sólidos lazos entre mujeres se basan en la rebeldía de no elegir el destino de una heterosexualidad obligatoria: “Empezamos a observar un comportamiento, tanto en la historia como en las biografías individuales, que hasta ahora quedaba invisible o al que se le daba un nombre falso […] y que constituye a menudo una rebelión radical.” (57). La rebeldía ante el dominio patriarcal se ha expresado de diversas formas: las amistades impúdicas e íntimas de las niñas de ocho o nueve años, las beguinas de los siglos XII y XV, la escuela de mujeres en torno a Safo en el siglo VII a.c., las sororidades secretas y las redes económicas entre mujeres de África, las sororidades chinas de resistencia al matrimonio, entre otras. Estas asociaciones trascienden la sensualidad lesbiana, no obstante, la pensadora señala que los vínculos sexuales y amorosos entre las mujeres han sido los más perseguidos y eliminados de la historia. El silencio de las mujeres (el otro tema clave de la teoría lingüística de Adrienne Rich) se debe, entonces, a que estas fuentes de significados, donde podemos encontrar nuevos nombres para darle sentido a nuestra experiencia y hablar con lengua propia, han sido silenciadas, deformadas y fragmentadas por la cultura patriarcal. En efecto, son tres las operaciones lingüísticas que el patriarcado realiza para silenciar a las mujeres. La primera es la que invisibiliza, borra, deja un vacío o una ausencia. La segunda es la que tergiversa: tuerce la versión sobre nuestras vidas. Rich no es la única feminista radical que alude a la mala interpretación que de nosotras se hace. También Lorde (2003) elige hablar, a pesar de que la tergiversen: “Cada vez estoy más convencida de que es necesario expresar aquello que para mí es más importante, es necesario verbalizarlo y compartirlo, aun a riesgo de que se interprete mal o se tergiverse. Creo que, por encima de todo, hablar me beneficia.” (19). Y Gloria Anzaldúa (1988) escribe para escribir nuevamente los cuentos malescritos acerca de ella y de todas. La tercera operación es la parcialización o fragmentación de la vida de las mujeres: sentimiento y trabajo, emoción y pensamiento, cuerpo y palabra, entre otras. Las mujeres callamos, porque la lengua es limitada para dar cuenta de nuestras vivencias; peor aún, en los diferentes niveles lingüísticos estructurales que la constituyen, niega y desprecia lo femenino. Cuando buscamos significados para nombrar nuestra existencia, nos encontramos con la cultura patriarcal que ha silenciado, tergiversado y parcializado los espacios ricos en significados: nuestro cuerpo, nuestra historia, la relación entre mujeres, la relación con la madre. Cada tipo de silenciamiento tiene su mecanismo, por ejemplo, para silenciar la historia de las mujeres que, en Rich (1983), significa la historia de los lazos de rebeldía entre las mujeres, el patriarcado se ha valido de operaciones como la siguiente: “Tenemos una larga tradición feminista, tanto oral como escrita, una tradición que se ha construido sobre sí misma una y otra vez, recabando elementos esenciales aun cuando aquellas mujeres hubieran sido ahorcadas o exterminadas. Una mujer como Mary Wollstonecraft […] es presentada sin hacer referencia a sus antecesoras, es decir, sin mencionar a las mujeres panfletistas del siglo XVI, tampoco a las magas, hechiceras y brujas que fueron objeto de persecuciones y masacres al por mayor durante tres siglos. Así también Simone de Beauvoir ha sido leída sin hacer referencia a la destrucción de los clubes políticos de mujeres surgidos de la revolución Francesa, o a los escritos de Olympe des Gouges y Flora Tristán (…) Asimismo cada feminista teórica contemporánea es atacada o descartada ad feminam como si su posición política no fuera más que un estallido personal de amargura y rabia.” (19-20). La estrategia de dejarnos sin continuidad, sin hilar genealógico, es una manifestación de la parcialización y, por ende, la tergiversación que la cultura patriarcal opera sobre nuestras vidas. Lo femenino en la lengua androcéntrica funciona lo mismo que lo femenino en la cultura patriarcal. Es un No o un menos: no hombre, menos masculino. En este sentido, Dale Spender (1980) dice que la cultura no se divide en dos, es una: más masculino y menos masculino. Esto dice la morfología de la lengua: que lo femenino no es por sí mismo y que lo masculino lo necesita como límite negativo para existir todopoderoso. Por eso también lo absorbe y lo representa en un pseudo-genérico. Lo femenino no es, o es vacío; y cuando pretende ser, solo puede ser hombre. El silencio de las mujeres es también la resistencia de las mujeres, o atrozmente la impotencia, a tener que usar una lengua que produce como orden simbólico la feminidad patriarcal, que contiene los significados que los hombres han construido sobre qué y cómo debemos ser las mujeres. El hilo fino que cruza este conjunto de significados está descrito en la lengua: femenino (no) es masculino, a esto lo llamamos lógica unilateral de pensamiento o el masculino (universal), que impregna todas las prácticas discursivas y sociales. ¿Cómo hablar de mí misma en una lengua que dice que no soy? Pese a todo, las mujeres han resignificado nombres y renombrado significados. Han creado intertextualidad, es decir, han escrito historia y teoría acerca de nosotras, nuestras relaciones y el mundo. Han anclado la enunciación al cuerpo para hablar en primera persona: el yo y el nosotras. Han roto las convenciones en torno a las formas del decir, creando géneros discursivos y rompiendo con los registros de habla impuestos. Han gestado condiciones de producción del discurso, generando espacios autónomos de publicación y de intercambio de ideas, entre otras acciones. Para Rich (1978, 1983, 1986), existe tanto silenciamiento como potencialidad que debe salir a la luz. Nosotras contamos como punto de partida con una contradicción fundante: femenino (no) es masculino, así lo plantea Violi (1991). En nuestra búsqueda de nuevos nombres y significados, nos cierra el paso la enorme lápida de silencio que cubre nuestras fuentes de sentido, nos dice Rich (1978, 1983, 1986). Sin embargo, estos espacios de significados existen y las mujeres podemos abrir nuevos espacios de expresión en la lengua. Las autoras afirman nuestra potencialidad de construir una lengua común para nombrar el mundo a partir de sí. Rich le otorga una importancia crucial al acto de nombrar; Violi se situará en la enunciación para configurar una sujeto autónoma y en nada complementaria del masculino ni reducida a este, una subjetividad que puede ir quedando inscrita en la lengua. El separatismo político, que es propio del feminismo radical, se expresa, en relación a la lengua, en separatismo lingüístico, en el sentido que las autoras proponen y que no debe ser interpretado como un apartarse del mundo o un corte en la comunicación con quienes lo integran. Reflexiones finales Para abordar el androcentrismo lingüístico, las investigaciones reconocidas en lingüística feminista, en especial en el ámbito anglosajón (Lakoff, 1973; Cameron, 1997; Lazar, 2005; Wodak, 2008), utilizan la categoría de género. Sin embargo, el concepto de género no ha podido desprenderse de su origen, esto es, el género nace en el centro del pensamiento masculino (la academia) y, por lo mismo, es incapaz de desbordar “los límites del patriarcado y sus reglas, con su dialéctica de lucha –una lucha interminable– entre masculino y femenina incluida.” (Rivera 1994: 177). La palabra género, señala Scott (1986, citada en Rivera 1994: 173), vino a reemplazar a los conceptos mujer y feminismo para ser aceptado su estudio “en el mundo académico conservador”. Esto ha sucedido principalmente en el mundo anglosajón, donde teoría de los géneros se ha confundido con teoría feminista. Como hemos dicho, la teoría de género no rompe con el modelo relacional del patriarcado masculino/femenina, por eso, es funcional a su orden simbólico y a la institución académica. Por la misma razón, deja “fuera del análisis a las mujeres, los fragmentos de vida femenina y los grupos de mujeres que, a lo largo de los siglos, se han buscado la vida desde fuera de la política sexual del patriarcado” (Rivera 1994: 176) y olvida “el hacer y el pensamiento extrasistemático de las mujeres, (…) la diferencia sexual y (…) la libertad femeninas vividas y nombradas fuera del sistema neutro-masculino.” (Rivera 1994: 177). Según Rivera (1994), no deben ser ignoradas las limitaciones epistemológicas y políticas de la teoría de género. De esta manera, la lingüística feminista establecida desarrolla trabajos en sociolingüística, sin discutir el sujeto teórico de esta interdisciplina; incide en cambios formales y arbitrarios, por ejemplo, en los diccionarios de lengua, develando el sexismo que impregna sus páginas. También formula investigaciones en el área del análisis crítico del discurso para develar el sexismo sutil e indirecto (Mills, 2003). Las corrientes feministas que sustentan estos trabajos son la igualdad y el postfeminismo. Las transformaciones sociales y lingüísticas que propone la lingüística feminista van de la mano de estas ideologías. Por ejemplo, las pautas para un uso de un lenguaje que no promueva la discriminación, como plantea Ruth Wodak (2008), son una salida formal cuestionable, pues no se puede “cambiar voluntariamente la estructura lingüística.” (Violi 1991: 74). La forma sexuada del lenguaje es resultado de una organización semántica profunda que se manifiesta solo superficialmente en las categorías léxicas y gramaticales (Violi 1991). Michelle Lazar (2005), por su parte, sugiere un cambio radical, el cual se funda en la búsqueda de la justicia social que iguala a hombres y mujeres. Tras la concepción de Lazar, subyace la idea de un sujeto universal que es un sujeto masculino. Por lo tanto, la autora propone una igualdad en referencia a los hombres. Una lingüística desde el feminismo radical utilizaría la categoría de la diferencia sexual (en Violi esto es explícito, no así en Rich). A diferencia del género, esta categoría cuenta con potencia analítica. Por esta razón, la lingüística, que de estas autoras desprendemos, permite un consistente análisis teórico sobre la estructura de la lengua, postulando hipótesis explicativas para comprender los fenómenos de la alienación lingüística y el silencio de las mujeres (Violi, 1991; Rich, 1978, 1983, 1986). Además, el pensamiento de la diferencia abre la posibilidad de deconstruir la ciencia del lenguaje, en cuanto nos entrega elementos de análisis para poner en cuestión el sujeto teórico de los diferentes paradigmas científicos, así como denunciar su indiferencia frente a la problemática de los géneros gramaticales que, según Violi (1991), constituyen la manifestación más evidente de la inscripción de la diferencia sexual en las lenguas. De lo anterior, podemos suponer la posibilidad de delinear dos corrientes de lingüística feminista. Si bien hemos reconocido la influencia de tres tendencias feministas: la de la igualdad, el postfeminismo y el feminismo radical de la diferencia, consideramos que, en el ámbito lingüístico, la corriente de la igualdad y el postfeminismo se complementan, y este último se articula como continuidad de la primera tendencia, incluso, en varios casos, son las mismas investigadoras quienes se sitúan en uno u otro lado. Por lo tanto, podemos plantear que una primera corriente de lingüística feminista es aquella que fundamenta sus investigaciones en la categoría analítica de la construcción sociocultural de género, y recibe influencias del feminismo de la igualdad y el postfeminismo (o feminismo de la post-igualdad). La segunda corriente, por cierto, es la que se fundamentaría en el feminismo radical de la diferencia y utilizaría como base analítica la categoría de la diferencia sexual. No obstante, es la primera corriente la que cuenta con un desarrollo disciplinar. Este hecho se condice con la trayectoria misma del movimiento feminista, dentro del cual, se han superpuesto discursos hegemónicos, justamente, los que se corresponden con el feminismo de la igualdad y el postfeminismo, y se han desplazado otros: aquellos que abogan por la autonomía política y existencial de las mujeres. Sin embargo, la corriente radical contiene la potencialidad de generar un nuevo paradigma lingüístico y, de manera más amplia, nos invita a reflexionar sobre el lenguaje en relación a la vida de las mujeres para proponer la construcción de una sociedad otra, sin dominio. Planteo esto, porque los trabajos de Rich y de Violi colocan la problemática del androcentrismo lingüístico en la estructura social y, al unísono, en la estructura misma de las lenguas. Si nos interesa construir orden simbólico, la lengua ocupa un lugar privilegiado para este propósito. Hemos visto que la diferencia sexual está inscrita, en la estructura profunda de las lenguas, de manera negativa, y lo que sucede en la lengua sucede en el orden social. Justamente, la lengua produce efectos de sentido y construye realidad. Además, nos permite percibir, concebir y actuar en el mundo, porque organiza la realidad, la clasifica y le coloca límites. Esto no es todo, la lengua es una bisagra entre mi cuerpo y el mundo. Por esta razón, si el feminismo radical estudia la lengua, lo hace en relación al mundo (que es hegemónicamente patriarcal) y nuestros cuerpos sexuados. Los planteamientos en torno a la lengua no pueden ser si no políticos y formular salidas radicales. La salida radical y separatista se justifica plenamente si advertimos de qué manera la lengua androcéntrica afecta nuestras vidas. La experiencia de habitar una contradicción para poder comunicarnos en el mundo no la poseen los hombres, ni siquiera la imaginan o sospechan. Para ellos, coincide el ser sujetos con su cuerpo y vivencias. Para nosotras, no. Este hecho aclara que la dominación de las mujeres es sui generis y no debe ser comprendida ni abordada por epistemologías masculinas ni comparada con otras expresiones de opresión. Nuestro trabajo consciente con el lenguaje es arduo y va de la mano de la búsqueda de nuestras fuentes de significados, marcadas por la diferencia sexual: las señales de nuestro cuerpo, la relación primaria con la madre, las relaciones entre mujeres y su genealogía (el continuum lesbiano). En ellas, podemos encontrar la salida al silencio que, según las autoras, no es una incapacidad de las mujeres, sino, una imposibilidad de la lengua misma que encierra la mirada miope e impotente del patriarcado frente a la diferencia sexual, que fragmenta, además, nuestro cuerpo de las palabras, nuestras emociones del pensamiento. Una lingüística desde el feminismo radical abriría canales de comprensión para abordar un fenómeno tan complejo como el del silencio de las mujeres. Este se convertiría en concepto clave en una lingüística de este tipo. En efecto, señalar que el silencio es una imposibilidad de la lengua, resultado también del silenciamiento que se ha llevado a cabo con nuestras fuentes de significados o consecuencia de la tergiversación y la parcialización que el orden patriarcal esgrime sobre nuestras vidas, posibilita dejar de culpabilizar y sancionar a las mujeres por sus silencios, abandonar la moral establecida que constriñe nuestras perspectivas de análisis y que, a veces, es heredada por ciertas morales militantes que se articulan en el feminismo. Por último, me parece importante seguir ahondando en las consideraciones teóricas que formula Violi (1991) para la investigación lingüística. Por un lado, en la teoría de una enunciación encarnada y, por otro, en el estudio del nivel de la organización elemental del significado. Asimismo, necesitamos articular el trabajo de las distintas autoras para configurar una lingüística desde el feminismo radical. En este sentido, las feministas radicales, que son escritoras, presentan importantes reflexiones metalingüísticas; por lo tanto, consideramos de sumo interés ahondar en sus trabajos, en especial en la problemática del silencio. Pienso en trabajos como los de Woolf (2003), Lorde (2003) y Anzaldúa (1988). Y también en otros, decididamente lingüísticos, como los de Spender (1980) y Cheris Kramarae (1991) quienes, según Bengoechea (1993), recibieron las influencias de los trabajos sobre lenguaje de Rich (1978, 1983, 1986). En Latinoamérica, encontramos a la feminista chilena Margarita Pisano (2012) con el concepto de ‘estar expresadas’, similar a la articulación teórica que realiza Lorde respecto de romper el silencio. Cabe aclarar que nuestras autoras, al formar parte de la corriente radical, si bien desarrollan propuestas que entretejen elementos propios del orden simbólico y la arena discursiva, no abandonan las bases materiales para comprender nuestra dominación ni la reflexión sobre el cuerpo sexuado a partir del cual construimos sentido: “Soy el espíritu vivo que no supiste describir en tu lengua muerta el nombre perdido, el verbo que sobrevive sólo en infinitivo las letras de mi nombre están escritas bajo los párpados de una recién nacida.” (Rich, 1987: 19, en Bengoechea, 1993: 84).
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Nota biográfica: Andrea Soledad Franulic Depix se formó en los talleres de la feminista radical chilena Margarita Pisano, con quien compartió una activa actuancia político-autónoma desde 1997 hasta 2013. En términos académicos, es profesora de castellano de la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación, magíster en lingüística de la Universidad de Chile y candidata a doctora en lingüística de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Su correo electrónico es: andreafranulic@gmail.com. labrys, études féministes/
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