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julho/ 2016- junho 2017 /juillet 2016-juin 2017

Usos patriarcales y resistencias de la feminidad:

Un acercamiento a las construcciones y transformaciones en la identidad femenina

Estela Santos Díaz

Resumen

Este artículo propone una revisión teórica a los conceptos identitarios asociados al género y de la relación de éstos con los cambios en la estructura social. La identidad de género es una identidad social, en la que la feminidad y la masculinidad son autoexcluyentes y se construyen a partir de una escala dicotómica, su diferenciación  radica en el valor otorgado del rol social en la identidad misma. De esta manera, la identidad masculina correspondería a una identidad individualizada asociada a sociedades altamente especializadas e individualistas, mientras que la femenina concordaría con una identidad relacional típica de las sociedades anteriores a la modernidad. Constituyendo una identidad basada en la percepción mítica y cimentada en el estatismo.

La reivindicación del paso de las mujeres como una identidad que las situaba como individuos relacionales a sujetos con agencia propia es una de las principales en el pensamiento feminista desde el origen de éste. Sin embargo, deriven base a las ideas feministas ha habido un fenómeno actual que plantea una propuesta que no incide en la raíz de la estructura social de poder para disminuir el nivel de conflictividad entre la identidad relacional y la identidad individualizada. Es la corriente denominada commodity feminism que reconstruye los lazos entre los valores de la identidad individualizada para la inclusión en una sociedad altamente especializada desde el neoliberalismo; y a su vez, intensifica la percepción mítica de la identificación estática propia de la identidad relacional.

Palabras clave: Identidad de género, feminidad, individualismo social, teoría feminista, commodity feminism. 

 

Introducción

La feminidad es considerada desde la mirada de las ciencias sociales una identidad colectiva inherente a las personas socialmente definidas como mujeres. Esta identificación responde a la necesidad de todas las sociedades de crear una estructura de organización social, cuya primera diferenciación entre miembros de una sociedad es la sexual. Las identidades generadas a partir de esta diferenciación sexual son las consideradas identidades de género, que señalan los roles que adquieren ambos sexos en el marco cultural de una sociedad. Las identidades de género atraviesan a las personas pertenecientes a un sistema social desde su nacimiento, concibiendo cierta parte de la trayectoria de sus vidas y marcando su potencialidad dentro de los marcos de comprensión de la estructura cultural involucrada.

Sobre esta premisa teórica, el objetivo de éste artículo es iniciar una breve reflexión sobre la variación de la feminidad como gran indicador de los cambios sociales en la comprensión colectiva de las estructuras de poder subyacentes entre los géneros  en las sociedades occidentales. Para abordar este propósito se realizará un acercamiento teórico al estudio de la formación estructural de la identidad de género femenina tradicionalmente asumida, así como una aproximación a la respuesta generada hacia ese entendimiento de la feminidad, que suscitan nuevas propuestas para una feminidad que equilibre la desigualdad de poder entre los géneros que camine hacia una sociedad más igualitaria.

Identidad de género: la construcción de identidad colectiva sobre la división sexual de las sociedades.

Para afrontar el planteamiento presentado nos hemos de aproximar al proceso de formación de identidades sociales y, a su vez, los debates que se han generado. La identidad es un concepto introducido en las ciencias sociales para conceptualizar las delimitaciones que un individuo adquiere de sí mismo y de su entorno cercano, posicionándose frente a él. Así podemos interpretar la identidad como un medio sofisticado de categorización y tipificación de la realidad que ayuda a los individuos y grupos sociales a comprender el mundo social y culturar que les rodea (Hernando, 2000).

Una de las principales y más relevantes divisiones existentes para la categorización social en prácticamente todas las sociedades estudiadas a lo largo de la historia es el dimorfismo sexual, que divide las sociedades en dos grandes grupos: hombres y mujeres. Esta división marca unas pautas de comportamiento y unos roles asignados en base a ese reconocimiento sexual, lo que, desde las autoras del feminismo de la segunda ola a mediados de los setenta fue definido como género. Estas interpretaciones culturales de los cuerpos distinguían a los individuos de forma dicotómica en las sociedades occidentales, así el cuerpo de un individuo podía ser leído como hombre o mujer, y su rol en la sociedad como masculino o femenino. Construyendo así lo que las sociedades adhieren y advierten a cada morfismo sexual (Leiva, 2005).

Sin embargo, esta dicotomía existente entre lo considerado masculino y lo femenino no ha sido históricamente interpretada como una diferenciación horizontal, como en un continuum de comprensión de los géneros, sino que está sistematizado dualmente en base a una organización de poder que se ha denominado desde la teoría crítica y la teoría feminista como organización patriarcal o patriarcado. Existen múltiples y diversas definiciones de patriarcado, siendo la de Kate Millet (1995) una de las primeras en ser adaptadas tanto por el mundo académico como por el movimiento feminista. Millet (1995) consideraba el patriarcado como un conglomerado de diversas estructuras sociales y una institución política que se articulaban alrededor de la comprensión política de la relación entre los sexos, donde lo masculino preponderaba en la escala de poder.

En la estructura definida, la capacidad de interiorizar el género como una etiqueta de nuestra identidad es una herramienta que refuerza a la estructura de poder patriarcal, y como consecuencia, la continuación con los arquetipos sociales que permiten su perpetuidad. Así podemos entender la identidad de género, tal como define Marcela Lagarde (1998), como la asociación de un individuo por si mismo y por su entorno con uno de los dos géneros frutos del dimorfismo sexual, integrando los elementos conductuales y psicosociales que ese sexo tiene adscrito, sin tener vinculación biológica originariamente.

Dada esta escueta explicación sobre el origen social de la identidad de género creo importante desarrollar algunas conclusiones que se han obtenido en torno a la formación y características de las identidades sociales para esclarecer ciertos elementos relevantes a la hora de interpretar la identidad de género, y sobre todo la feminidad, desde las perspectivas señaladas. Bajo la comprensión de los estudios sociales de la identidad, ésta suele ser formulada en contraposición a otras identidades. Es decir, no sólo señala lo que un individuo es, sino lo que no es, lo que le separa del resto. Sin embargo, la identificación no sólo se realiza desde el individuo hacia los otros sociales, sino que parte desde los contextos de socialización hacia los individuos, ya que estos son identificados por los otros en cualquier tipo de interacción social directa o indirecta (Jenkins, 1996).

 Habitualmente en las ciencias del comportamiento social se divide categóricamente entre los modelos teóricos que describen la identificación individual a los modelos que versan sobre la identificación social. Se entiende que la identidad individual responde a condiciones y constructos psicológicos completamente distintos a los que se basa la identidad social, pero ambas identidades confluyen en la creación de una individualidad social que sería una unidad identitaria propia y autónoma.

Bajo la premisa mostrada existen dos teorías desarrolladas entre el final de los años 60 y el principio de la década de los 80, la teoría de la identidad y la teoría de la identidad social, que parten de unas consideraciones extraordinariamente parecidas sobre la construcción social del yo, así como de su relación con el comportamiento individual y la construcción social, aunque a su vez plantean diferencias sustanciales (Hogg et all., 1995).

La llamada “Identity Theory” se forma en base a la concepción del individuo como un conjunto de roles sociales que va representando a lo largo de su vida, que son los que marcan su comportamiento y que confluyen en una identidad compleja. Por su parte “The Social Identity Theory” o La teoría de la identidad social, cuyos exponentes más significativos son Henri Tajfel y John Turner, entiende la identidad social como una entidad propia y llena de significado que trasciende las identificaciones individuales creando categorizaciones que únicamente tienen significado completo siendo colectivas (Tajfel, 1984).

“Las significaciones sociales que constituyen la identidad colectiva son significados aceptados e incuestionables por una sociedad, más aún son la “matriz” de esos significados. (…) Las significaciones sociales son, a la vez, el espacio y el modelo en el que y según el cual se conciben y alimentan nuevas significaciones y simbolizaciones” (Cabrera, 2004, 3).

La identidad individual apela a aspectos que configuran una cara personal que distingue cada individuo de los otros, mientras la identidad social reúne características que nos hacen semejantes a otros individuos con los que conformamos un grupo, y a su vez nos distingue de otros grupos (Tajfel y Turner, 1979).

 Para estos autores las identidades sociales no sólo tienen un carácter descriptivo o sistemático, sino que también son identidades evaluativas. La adscripción a un grupo social dota de autoestima al individuo si éstos interpretan esta adscripción como positiva, es una forma de autosignificarse como parte de un elemento estimable dentro de sociedades altamente complejas (Peris y Agut, 2007), creando así diferentes estructuras de creencias subjetivas que influirán los comportamientos que los individuos adoptarán para mejorar la valoración subjetiva dentro de su grupo social, e incluso podrá darse la posibilidad de movilidad social o de cambio social (Hogg et all., 1995).

Según las interpretaciones señaladas se entiende la identidad de género como una estructuración social excluyente, así inferimos ésta dentro del paradigma reconocido por la teoría de la identidad social en la que la feminidad y la masculinidad son autoexcluyentes y se construyen a partir de una escala dicotómica, su diferenciación radica en el valor otorgado del estatus social que posee la identidad misma dentro de la macro estructura social. Como se ha señalado anteriormente, la identidad de género se basa en la división sexual de las sociedades, pero, ¿cuándo fue el origen de la desigualdad de poderes en esta distinción?

La historiadora Almudena Hernando (2000) defiende la idea de que la diferenciación entre las dos identidades de género radica en el valor consustancial del rol social en la identidad y, por tanto, del entendimiento interno de las sociedades que se le otorga a un género y a otro. Según esta autora, en las sociedades premodernas la diferenciación sexual no estaba ligada a una distinción del poder ya que la especialización social entre las personas que conformaban un grupo social era muy reducida. En estos grupos la mayor distancia de poder existía entre el grupo de humanos y la divinidad a la que rendían culto, que simbolizaba la naturaleza que les rodeaba pero sobre las que no tenían ningún control.

 Hernando (2012) propone una lectura sobre este tipo de identidad que ella denomina identidad relacional. La identidad relacional constituye una identidad basada en la percepción mítica, y por tanto mucho más cercana a los afectos. Se basa en la relación existente con otros pares semejantes a ti, es decir, está asentada en el conocimiento de lo que se es y no cambia. Es una identidad cimentada en el estatismo, donde no cabe la duda, ni la posibilidad de cambio. Esta cualidad conlleva una baja capacidad de agencia, es decir, la invariabilidad genera una impotencia que sólo puede compensarse con la percepción mítica de que algo superior establece el sentido a las vivencias. A partir del comienzo de unas formas de organización social más complejas y grandes en número, había una mayor necesidad de especialización social. Los hombres fueron tomando lugares de mayor especialización, y mayor concentración de poder, que les distinguían de los otros relacionales, construyendo así unas identidades individualizadas (Hernando, 2012).

 La individualización depende de la conciencia en la capacidad de cambio que se tiene del entorno. Así como la identidad relacional se basa en la idea de que sin el grupo, y la estabilidad que este representa, se corre un gran riesgo hacia las personas; la identidad individualizada se basa en lo contrario, la creencia de que se puede controlar el entorno y que la especialización de tu conocimiento te distingue del resto del grupo (Hernando, 2012). Es decir, la identidad relacional se fue perdiendo según avanzaba el proceso de individualización social.

El sociólogo de origen alemán Norbert Elías postuló en sus estudios sobre el proceso de individualización (1990) que los conceptos de individuo y sociedad deben ser pensados como interrelaciones entre el significante y el contexto socio-histórico.

“El término <<individuo>> tiene hoy en día, sobre todo, la función de expresar que cada ser humano del universo es o debe ser una criatura autónoma, gobernada por sí misma, y, al mismo tiempo, que cada ser humano es, o quizá también debe ser, distinto a todos los demás en determinados aspectos […]Es característico de la estructura de la cultura de las sociedades más desarrolladas de nuestros días que el ser humano particular conceda más valor a aquello que le diferencia de otros, a su identidad como yo, que a aquello que tiene en común con otros, a su identidad como nosotros. […] En anteriores niveles de desarrollo (civilizatorio) la identidad como nosotros muchas veces ha predominado sobre la identidad como yo” (Elías, 1990, 180).

A raíz de esta cita podemos interpretar cómo realmente el contexto histórico-social ha ido variando el eje de la identidad según la especialización social ha ido aumentando en la organización social. Como consideración de este proceso Almudena Hernando (2015) defiende el supuesto de que en este cambio de paradigma social únicamente la identidad masculina recorrió este camino hacia la individualización, mientras que la identidad femenina quedó detenida en la forma relacional de entender la identidad, basada en los aprendizajes sociales, los afectos y cuidados, la necesidad de aprobación, la oposición pasiva al cambio y a ser conceptualizada como objeto y no sujeto de las acciones, dificultando la posibilidad de generar deseos para sí.

El orden de poder entre géneros ha necesitado del mantenimiento de los cuidados y afectos mantenidos por las mujeres, generando la necesidad interna a partir de la disposición identitaria que supone la identidad femenina. Sin embargo, esta posición de la identidad femenina ha creado un conflicto en las mujeres. La identidad femenina trasmite unos valores que extirpan a las mujeres la capacidad de agencia desde la raíz, conceptualizándolas socialmente como “seres-para-otros” (Lagarde, 2008, 4), mientras el proceso de individualización lanza mensajes constantes de la necesidad de interpretarse como un individuo con capacidad de cambio, dinamismo y proyección de potencialidad. Estas dos estructuras contrapuestas delinean un conflicto sin solución situando a las mujeres en una encrucijada tanto individual como social, que ha generado y genera gran malestar personal y colectivo.

 

Respuestas a la vivencia de una feminidad contradictoria: feminismo como motor de propuestas para la elaboración de otra identidad femenina

A pesar del carácter estructural y sistémico que tiene la identidad femenina relacional, durante el transcurso de la historia ha habido diferentes tipos de réplicas a este orden social que individualiza la identidad masculina pero mantiene la identidad relacional de las mujeres. La disconformidad de la interpretación de feminidad desde este sistema de estructuras sociales ha sido manifestada por el paradigma de la teoría feminista, que desde sus inicios ha señalado la existencia del sistema patriarcal que afecta negativamente al desarrollo de la vida de las mujeres.

La teoría feminista se ha construido durante tres siglos cimentándose en las vindicaciones que las mujeres entendían necesarias para su liberación de una estructura de poder desigual, como es el patriarcado (Amorós & De Miguel, 2007), y su inclusión completa en la estructura social a nivel jurídico, moral y social como personas iguales a los hombres. Desde éstas se ha construido una red de paradigmas diversos que conforman una teoría crítica y compleja con muchas comprensiones existentes que pensadoras y pensadores han nutrido desde su comienzo hasta nuestros días.

Dentro de éstas líneas teóricas la reivindicación del paso de las mujeres de una identidad que las situaba como individuos relacionales a otra que las comprenda como sujetos sociales con agencia propia (Butler, 2001) es una de las principales en el pensamiento feminista desde el origen de éste. El feminismo expone la necesidad radical de transición hacia una identidad asentada en la autoproyección como sujeto social e histórico, dotada de agencia y revalorizada dentro de la estructura social, proponiendo una utopía de cambio identitario frente al cambio de los hombres y del orden patriarcal. Cambio que es tanto individual como colectivo (Lagarde, 2008). Sin embargo, existen numerosas interpretaciones de cómo entender la identidad femenina y qué tipo de trasformación debe de sufrir para convertirse en un elemento emancipatorio.

Desde la llamada segunda ola del feminismo, construida durante el transcurso de los años 50 y cuyas ideas se extienden hasta hoy en día, se entiende la identidad femenina tradicional como una herramienta del patriarcado para hacer perdurable el orden patriarcal de poder. A raíz de esta comprensión de la identidad femenina tradicional autoras como Celia Amorós (1997) proponen la resignificación de la identidad femenina a una que permita a las mujeres ser sujeto con capacidad de agencia y potencialidad dentro de las sociedades, sin concordar con las lógicas del individualismo. Para ello, se debe liberar el sujeto mujer de todos los mandatos de género impuestos por el patriarcado, sin renunciar a las estructuras de explicación estructural. Esta idea se defiende a pesar de que sean estructuras utilizadas por el orden de poder patriarcal, ya que son las que permitirán tejer un sujeto colectivo, un “nosotras” que libere las cargas de la desigualdad de poder a cada mujer desde la previa familiaridad colectiva de las estructuras sociales.

Por su parte, la línea del feminismo cultural, o feminismo de la diferencia, ha rechazado desde su inicio todo lo que se ha definido como mujer o femenino hasta ahora, ya que entiende que se ha hecho desde lo que denominan como el imperialismo cultural de los hombres. A partir de este planteamiento se defiende la idea de que toda definición de mujer o feminidad que provenga de las mujeres está desprovista de mandatos de poder y, por tanto, será beneficiosa para el reparto equitativo del poder social y político entre hombres y mujeres (Alcoff, 2002). De esta forma, promoviendo una feminidad proveniente de lo que las mujeres pacten como valores positivos de ser mujer se construirá una identidad femenina que no someta a las mujeres, ensalzando los valores positivos que éstas tienen en esencia.

Las dos teorías anteriormente mencionadas son plenamente opuestas, sin embargo tienen un elemento común. Aunque difieren en la identificación de un componente esencial en el ser mujer, ambas teorías comparten en su visión la aceptación del modelo de división identitaria planteada sistémicamente hasta ahora.  Frente a estas teorías se sitúan las interpretaciones feministas que nacen del post-estructuralismo y cuestionan la existencia única de dos géneros. Esta forma de pensar el género se caracteriza por la contraposición a la creencia binarista y excluyente del género, proponiendo un mapa genérico mucho más flexible y adaptado a las subjetividades individuales de cada vivencia e historia de vida (Bonder, 1998).

De la mano de este razonamiento surgen las voces que hablan de la crisis del sujeto “mujeres”, incitadas por las teorías expuestas por Judith Butler en Género en disputa (2007). Estas voces defienden que el sujeto “mujeres”, gran centro neurálgico de la teoría feminista desde el principio de su formación, resulta esencialista en exceso. Por lo que apuestan por lo que Butler (2007) denomina identidad performativa, en la cual son los roles que se adopten los que marcan la adscripción identitaria, formulando la identidad como algo inconstante e inestable en continuo cambio y transformación (Reververet, 2009). Según esta forma de entender la identidad de género el sujeto está intrínsecamente relacionado con el posicionamiento que se tome frente a la constitución del poder, por lo que la identidad que dota de subjetivación individual puede trasformarse a través de la posición que ese individuo tome hacia las estructuras sociales. Vinculada a estas formas de entender la identidad femenina que se han mencionado, también surge la crítica al planteamiento de la existencia de un proceso de subjetivación personal anterior o independiente al género. Esta corriente teórica entiende la identidad de género como un factor troncal en la formación del sujeto individual (Bonder, 1998). Un cambio radical en el modo de construir la identidad de género supondría una transformación sustancial en la forma de entender el sujeto, y por ende, la estructura de poder quedaría fracturada tal y cómo la conocemos.

Después de este breve recorrido por las múltiples interpretaciones de la identidad femenina de las diferentes corrientes feministas, creo que se debe destacar que a pesar de sus diferencias todas las teorías comparten la idea de que la feminidad ha de ser cambiada desde su planteamiento de raíz para combatir el orden patriarcal desde su base conceptual y no únicamente en sus formas más superficiales. El objetivo de comprender y cambiar la base de las estructuras sociales que generan la desigualdad de poder en la división sexual y de género es lo que realmente une a todas las interpretaciones anteriormente mencionadas, y lo que distingue a la teoría feminista de otras teorías explicativas sobre la diferenciación sexual.

 

Réplica a la respuesta feminista: reinvención de la identidad femenina desde el sistema patriarcal para proteger su perpetuidad

Como se ha aclarado en las páginas anteriores la teoría feminista, así como el movimiento feminista, han reclamado el papel que debe tener la transformación de la feminidad en el proceso de liberación de las mujeres. Sin embargo, derivada de las premisas feministas ha habido otra corriente que plantea una propuesta que no incide en la raíz de la estructura social de poder para disminuir el nivel de conflictividad entre los roles que tradicionalmente se exige a las mujeres y los roles que en las sociedades capitalistas occidentales se demandan a los individuos. Es la corriente denominada commodity feminism que hace uso de los metamensajes utilizados desde el feminismo para promover la emancipación femenina, sin el cariz transformador de ésta (McRobbie, 2007). Esta nueva corriente reconstruye los lazos entre la identidad femenina actual y valores del capitalismo haciendo uso de mensajes sobre el poder femenino, y el papel devaluado de las mujeres en nuestra sociedad (McRobbie, 2004). La conceptualización del commodity feminism viene de la mano de autoras feministas inquietas por la apropiación neoliberal de ideas que en origen fueron concebidas como herramientas para el cambio social. Según la autora Michelle M. Lazar (2006) la apropiación nace de la idea del feminismo como una teoría anticuada, entendiendo que la desigualdad definida por la teoría feminista no existe en las sociedades occidentales actuales y, así, las mujeres actuales pueden “tener todo” incluyendo aspectos característicos de la identidad femenina tradicional poniendo énfasis en el deseo de alcanzar los cánones de belleza. Bajo esta premisa los valores de la identidad femenina tradicional no son analizados, sino celebrados como parte de una diversidad identitaria infinita en la que, sobre todo las mujeres, pueden elegir libremente incorporar en sus vidas o no.

Esta interpretación neoliberal de los conceptos feministas no ha sido demasiado expuesta en el ámbito académico, sino que ha proliferado sobre todo en la publicidad y en medios de comunicación. Las autoras que han visibilizado la existencia del commodity feminism centraron sus estudios en desenmarañar el entramado de este fenómeno basándose en dos elementos cuyos ejemplos se pueden encontrar en la realidad cotidiana de las personas con el objetivo de visibilizarlos. Estos son:

1) La creación de una belleza empoderadora. Desde distintas marcas de productos de belleza y cuidado del cuerpo se ha popularizado el uso de las palabras “poder” y “empoderamiento” para generar más ventas. Esto refleja la asociación subyacente de dos conceptos que desde el ideario feminista nunca han tenido dicha relación, son los conceptos de belleza y poder, es decir, se usa el desequilibrio de poder entre hombres y mujeres para crear la idea de que el empoderamiento se puede consumir. Esta lógica defiende la idea de que a través del consumo de productos concretos  las mujeres podemos adquirir más poder social, ya que la imagen corporal es la que conseguirá guiar la libertad de las mujeres (Lazar, 2006). Por otro lado, esta idea se asienta en la comprensión de la ruptura del orden de poder patriarcal como un acto individual que cada mujer debe realizar por separado.

2) El denominado “Girl Power”. Siguiendo el hilo de las ideas expuestas en el apartado anterior, las autoras que hablan sobre la apropiación de las ideas feministas desde las lógicas de consumo también señalan  como problemático el vínculo entre los conceptos “chica” o “niña” y “poder” en la cultura pop dirigida hacia la infancia. El concepto “Girl Power” nace del movimiento post-punk Riot Grrrls desarrollado en Estados Unidos en la década de los 90, que utilizaban esa consigna como emblema transgresor en ambientes musicales y de cultura underground en el que hasta el momento había habido poca representación femenina (McDonnell, 2005).

De ese uso propio de la contracultura comenzó a usarse como reclamos de publicidad y televisivos, sobre todo dirigido hacia un público infantil y adolescente que son el target que más se siente interpelado por la etiqueta “girl”. Estos reclamos tenían como objetivo atraer la audiencia o el consumo por medio de la idea de que ese contenido salvaguardaba el papel poderoso de las mujeres en la sociedad, aunque estudios como el de la autora Sara Banet-Weiser (2004) a los contenidos de la cadena americana de contenido infantil Nickelodeon no indican una asociación real de contenidos feministas y ese uso de mensajes feministas para su promoción. Como consecuencia de ello, como pasa en el caso de la publicidad en los productos de belleza, se desasocia la capacidad de equilibrar la desigualdad de poder entre géneros que existe en las sociedades occidentales con un cambio social significativo que mejore la vida de las personas identificadas como mujeres, como realmente defiende la teoría feminista.

A través de los mecanismos descritos el commodity feminism produce discursos gráficos y llamativos promoviendo conceptos que dotan a las mujeres de la agencia y la subjetividad necesarias para la inclusión en una sociedad altamente especializada; y a su vez, intensifica la percepción mítica de la necesidad del mantenimiento de los roles tradicionales. Tras ésta exposición creo relevante destacar la idea de que esta manera de integrar los valores de la identidad femenina tradicional se consigue a partir de las pautas de consumo, ya que se potencia la adscripción a roles tradicionales basado en la esencialización de la concepción mujer-objeto, haciendo uso de mensajes que apelan a la libertad de elección de consumir unos productos y no otros. De esta forma se regenera la percepción tradicional de la identidad femenina desde una apariencia menos arcaica y más adaptada a la especialización social actual.

Consideraciones finales

A través de la explicación expuesta se ha visualizado escuetamente la influencia que el sistema estructural del poder tiene sobre las identidades sociales, sobre todo en la identidad de género, y la importancia que tiene su interpretación en las historias de vida de los individuos que conforman una sociedad. La identidad femenina es un constructo social altamente complejo, que responde a la necesidad sistémica de crear soportes de perpetuidad  a sus lógicas y estructuras de poder. La complejización de la organización social ha llevado a un refinamiento del reparto de roles a raíz del sexo, y por tanto, también a una desigualdad de poder entre ambos que ha afectado a la proyección de las historias de vida individuales y colectivas de los individuos identificados como mujeres, a los cuales se les asocia una identidad de género femenina.

Sin embargo, creo fundamental destacar que la determinación de unos roles desiguales desde una estructura de poder inherente a la comprensión social no delimita la capacidad de generar disconformidad hacia éstos. La posición de la teoría feminista hacia la identidad femenina tradicional es diversa pero coincide en la consideración de ésta como opresiva hacia las mujeres, así como en la propuesta de cambios tangibles para generar un cambio en el orden de poder entre géneros con repercusión macrosocial. Creando una respuesta colectiva a la asimilación global de una identidad femenina creada para el sostenimiento del sistema patriarcal

Para concluir esta pequeña reflexión iniciada en este artículo creo importante insistir en que la teoría feminista es la única teoría que ha cuestionado las bases sociales de la desigualdad de género, y esta particularidad ha obtenido un efecto renovador en la comprensión de la identidad femenina tradicional. Con la necesidad de despojar el análisis radical de las causas y consecuencias del sistema de poder patriarcal que efectúa la teoría feminista, desde el orden de poder social se ha generado una forma de incluir las ideas más llamativas de la teoría feminista en el discurso de consumo neoliberal. A pesar de esto la respuesta de la teoría feminista, y del movimiento feminista en consecuencia, sigue siendo la de resignificar la feminidad y abrir el debate sobre cómo generar una comprensión del género que sea emancipatoria y camine hacia una sociedad igualitaria.

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Nota biográfica

Estela Santos Díaz, graduada en Sociología por la Universidad Complutense de Madrid y especializada en comunicación social desde el master de Comunicación y Problemas Socioculturales de la Universidad Rey Juan Carlos. Actualmente realizando una tesis doctoral sobre identidad femenina digital tutorizada por la profesora Sonia Núñez Puente (URJC) dentro del programa de doctorado de Estudios Interdisciplinares de Género en la Universidad Rey Juan Carlos

 

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