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juin/ décembre 2006/ junho/ dezembro 2006

 

Una mirada crítica sobre el cine español

Pilar Aguilar Carrasco

Resumen

Dada la importancia que tiene la ficción audiovisual en la formación de la subjetividad, resulta preocupante el androcentrismo del cine español. Los varones siguen acaparado el protagonismo. Aparecen, pues, como los seres dignos de encarnar el relato socialmente compartido. Los personajes femeninos, para acceder al significado, han de ser elegidas por ellos. Merecen la elección si poseen estas tres cualidades: docilidad, entrega y belleza. De ahí derivan otras sumisiones: representación cosificada y manipulada de las mujeres y de su mundo, utilización de la sexualidad como arma de agresión (como se comprueba al analizar la violación, la prostitución y, en general, el maltrato de las mujeres), sumisión de nuestro proyecto vital a una historia ajena.Para cambiar tan retrógradas representaciones hemos de confiar, ante todo, en las mujeres directoras.

Palabras-clave:ficción audiovisual ,subjetividad,personajes femeninos, representaciones

 

En nuestro país los avances de las mujeres han sido portentosos. Y así, por ejemplo, hemos conseguido, en pocos años, importantes desarrollos legislativos tales como la Ley integral contra la violencia de género y la nueva ley que se prepara sobre la paridad.

Ciertos indicadores nos dicen, sin embargo, que las mentalidades cambian mucho más lentamente de lo que sería de desear. Persisten poderosas estructuras ideológicas, simbólicas, imaginarias que son el núcleo duro del bastión patriarcal.

Y ya sabemos que el patriarcado - más aún que otras formas de dominación- necesita para mantenerse que su ideología esté firmemente interiorizada (Ana de Miguel, 2003).

Pues bien, los relatos audiovisuales son poderosos educadores sentimentales para la sumisión femenina y la prepotencia masculina.

Pueden resultar, además, muy peligrosos porque su eficacia no se asienta tanto en lo que explícitamente exponen (aunque también) sino en las emociones que suscitan. Y los humanos estamos mucho más inermes ante las emociones que ante los discursos vehiculados por la lógica o la razón. A éstos podemos detectarlos más fácilmente y, por lo tanto, oponerles resistencia; ante aquéllas estamos sumamente desprotegidos.

A ello hay que añadirle la potente seducción que sobre nosotros ejercen las imágenes en movimiento y más aún las que vehiculan relato  (cosa que en mayor o menor medida todas hacen).

Por si fuera poco, hay que considerar otros factores tales como el alto grado de verosimilitud que puede alcanzar la ficción audiovisual y lo extremadamente crédulos que somos ante ella pues la vista es nuestro sentido más potente y el más capaz de imponer sus percepciones como verdaderas a los demás.

Tampoco podemos obviar el hecho de que hoy en día la forma narrativa audiovisual es la que goza de mayor poder y predicamento. Ni debemos menospreciar la influencia que el relato socialmente compartido tiene en la construcción de la subjetividad, ya que, como dice Amelia Valcárcel “Ser individuo no es un asunto individual” (1991: 164).

Y así, hemos de tomarnos extraordinariamente en serio los discursos que difunden las pantallas (de cine, de televisión, de ordenador, de videoconsola) porque influyen poderosamente en nuestros mapas afectivos, en nuestro universo simbólico, en nuestra manera individual y colectiva de ser y estar en el mundo.

Por todo ello, resulta muy necesario -en este más que en otros campos- ejercitar la hermenéutica de las sospecha, por decirlo con palabras de Celia Amorós. Y buscar nuestra propia mirada. Para eso, hemos de luchar contra las imágenes que del mundo en general y de nosotras en particular ha creado el patriarcado. Hemos de hacer un esfuerzo por desmarcarnos y, como también Celia Amorós, irracionalizar lo que vemos, resignificarlo y crear así una nueva visión (Amorós, 1997).

Y, aplicando la línea maestra en la que se basa de la crítica feminista: “hacer visible lo invisible” (Annette Kuhn, 1991), hemos de pasar por un fino tamiz las prédicas que constantemente emiten las pantallas  y proyectar sobre ellas una mirada descarnada que las despoje de sus oropeles seductores.

Eso intentaré en las páginas que siguen al analizar algunos aspectos del cine español de los últimos 16 años.

El protagonismo viril, base de los demás sometimientos[1]

Más del 90% de las películas españolas siguen estando protagonizadas por hombres.

La cuestión de protagonismo es fundamental. El protagonista es el personaje que realiza el programa narrativo que el relato propone[2]. Es el eje y el centro de la constelación de relaciones que se establecen en un film. En torno suyo se organiza la lógica ficcional y el mundo diegético. Los demás personajes existen y se definen en subordinación con él. El protagonista ocupa, en términos funcionales y de manera privilegiada la posición de sujeto.

El acaparamiento del protagonismo por parte de los varones nos dice que ellos son los seres dignos de encarnar el relato socialmente compartido. Nos indica que en torno a ellos ha de moverse cualquier historia y armarse cualquier trama, que el espacio y el tiempo se segmentan y ordenan según sus necesidades. Que ellos saben, descubren, resuelven, hablan, actúan, se interrelacionan, etc. Y que, por el contrario, las mujeres carecen de proyecto e itinerario propios y sólo significan e importan en relación con los varones.

Y así se crean fuertes huellas mnémicas y mapas sentimentales que nos inducen a considerar las vidas de los varones como más importantes, más interesantes y dignas de respecto, y nos inducen igualmente a aceptar el rol vicario de las mujeres cuya existencia es narrada en función de una historia ajena (Lauretis, 1992).

Y ésta es la raíz de todos los demás sometimientos. Porque, como indiqué en otro lugar: “Al negársenos el protagonismo del relato social, se nos niega el espacio y la mirada. Se ejerce contra nosotras una terrible violencia simbólica. Así sometidas se nos unce al carro del sujeto que tiene la llave del significado y del sentido. Fuera de su senda sólo hay tinieblas. Esta violencia es la madre de todas las otras, la que las espolea, las argumenta, las prepara y las justifica” (Aguilar, 2002a: 78).

Porque, además, la ficción audiovisual, no se limita a fabricar un mundo sino que lo focaliza de una determinada manera, creando obligatoriamente un punto de vista sobre él y reclamando -con los poderosos mecanismos que le son propios- nuestro abandono en la focalización que construye. Los espectadores no elegimos, pues, nuestro lugar de visión. Ocupamos el que nos marca la instancia narradora y desde esa perspectiva hemos de ver y sentir el mundo ficcional.

Ahora bien, esa focalización, aunque puede ser más o menos compleja según la calidad del film, se acopla globalmente al punto de vista del protagonista. De modo que la mirada del espectador está orientada y controlada por él.

Es decir, mediante determinados procedimientos, el film fabrica nuestra proyección-identificación con el relato y para ello se sirve de una suerte de lazarillo, nuestro doble en la diégesis: el protagonista. Ello induce la proyección-identificación con ese alter ego, ese “yo ideal”.

Las espectadoras no podemos escapar fácilmente a la poderosa retórica de la ficción audiovisual porque sus discursos son extremadamente seductores. Y por eso, al ser los protagonistas hombres, nuestra identificación/proyección no se hace según nuestro género -desde luego no necesariamente- sino también -y a veces casi exclusivamente- según el punto de vista de la cámara o de la diégesis. Como dijo Annette Kuhn: “Yo me había estado colocando en el papel del hombre, del héroe, para disfrutar –quizá incluso para entender- las películas” (Kuhn, 1991: 9). Es decir que, aunque para nosotras, pueda ser un proceso más complicado, también quedamos "atrapadas" en las formas masculinas de interpretación y representación de la realidad que tan hábilmente fabrica la ficción audiovisual.

Y por eso al protagonista podemos perdonarle casi cualquier cosa. A él –y al margen de cuáles sean sus méritos y valores positivos o negativos- nos une un poderoso lazo creado por una relación estructural. El film nos sitúa en su lugar de visión del que resulta arduo desentenderse. Porque, como dice Barthes, yo soy el que ocupa la posición de yo y despegarse del propio yo es prácticamente imposible.

En consecuencia, no tenemos más remedio que seguir y secundar con cordialidad e interés los gustos, aficiones y debilidades del protagonista. Incluso nos parecerá justificado que maltrate a una mujer[3]. Y así se explica que chicas jóvenes que no aceptarían una formulación verbal que las humillara, encuentren “simpático”, por ejemplo, al personaje de Torrente, tan profunda, radical y agresivamente misógino.

El acaparamiento del protagonismo por parte de los varones supone, además, que todos sus asuntos y peculiaridades se magnifican. Y que, en cambio, los asuntos y peculiaridades de las mujeres se ignoran o se contemplan desde fuera, como algo extraño -en el mejor de los casos- y -en el peor- como algo irritante o ridículo. Y así, por ejemplo, a pesar de que en la realidad son las mujeres las que masiva e intensamente se ocupan de criar a los hijos, el tratamiento que da el cine a la maternidad y a la paternidad es sorprendentemente desigual -en detrimento de las madres, por supuesto- (Aguilar, 2004)[4].

Y, por las mismas razones, el trabajo que desarrollan las mujeres se oculta, se desprecia, se distorsiona y se manipula. Según el estudio que realicé para mi libro Mujer, amor y sexo en el cine español de los 90, la ocupación más frecuente de los personajes femeninos (no protagonistas) era prostituta, chica de alterne o similares ¿Dónde están, por ejemplo, las universitarias que en España son mayoría en casi todas las Facultades? ¿Dónde las maestras y profesoras que también son mayoría en la enseñanza?

Por no hablar del trabajo suplementario de cuidado, intendencia y atención familiar que desarrollan las mujeres y que el cine, o no refleja o refleja para despreciarlo. Si un hipotético extraterrestre quisiera hacerse una idea de nuestro mundo a partir de las películas no sospecharía ni por asomo que comemos, vamos limpios y nuestras casas no son un estercolero o que la sanidad pública no se hunde en un brutal déficit gracias al esfuerzo sostenido y exigente que realizan las mujeres -gratuitamente en la mayoría de los casos y, en los demás, mal pagado-.

Pero, por el contrario, en muchas películas dirigidas por hombres estos trabajos, lejos de ser valorados, se ignoran o se connotan negativamente con alusiones despreciativas e incongruentes. Así, por ejemplo, en Barrio (Fernando León de Aranoa, 1998), uno de los chicos protagonistas, Javi, se queja de que su madre es una obsesa de la limpieza y le destroza todas sus camisetas a fuerza de lavarlas. Y, sin embargo, en esta película –pretendidamente realista- cuando se muestra el domicilio de Javi, vemos unos llamativos (por lo exagerados) cercos de suciedad acumulada en torno a los interruptores de la luz. Más que el hogar una señora adicta de la limpieza, parece el de unos guarros vocacionales. Resulta tan inverosímil como lo sería un aficionado al fútbol que no supiera quien es Ronaldo. Pero los hombres no realizan las tareas domésticas así es que ni las conocen, ni les interesan, ni se molestan en reflejarlas sin desatinos. Es decir, o las ignoran o las presentan acompañadas de neurosis e incoherencias. 

La ocultación y el desprecio hacia todo este trabajo que desarrollan las mujeres contribuyen a desvalorarlo socialmente. Su invisibilidad induce este silogismo: si no se ve (hoy, en este  mundo donde todo parece visible) es porque carece del mínimo interés. Son cuestiones marginales, indignas de ocupar el menor rango en el espacio simbólico social.

Sólo las películas dirigidas por mujeres suelen representar el tiempo y la dedicación que exigen las tareas domésticas. Así lo hace, por ejemplo,  Eva Lesmes en su película El palo (2001). Y no porque su argumento gire en torno al tema sino porque la cineasta refleja con naturalidad la presencia fuerte y continúa que esas ocupaciones tienen en las vidas de las mujeres.

Gusto, luego existo

Al ser la mayoría de las películas tan androcéntricas, la participación de los personajes femeninos es vicaria, depende de la relación que tengan con el personajes masculino. Las espectadoras recibimos, pues específicamente, este mensaje: si deseamos aparecer en las historias -sobre todo si deseamos tener un papel positivo- hemos de hacer méritos para complacer al protagonista a fin de ser “su elegida”.

Y, para ser elegida, hay que merecerlo y, después, agradecerlo infinitamente. Lo merecemos con ciertas cualidades: docilidad, entrega y belleza.

Docilidad y entrega ya que, por supuesto, él no nos elige para que vivamos nuestros propios proyectos y aventuras sino para que secundemos los suyos. Y así, un personaje femenino con proyectos y planes propios no tiene futuro narrativo. Los personajes femeninos pueden ser “deliciosamente” volubles y erráticos y, en ese sentido, expresar gustos o exigir acciones que contradigan o dificulten los planes del protagonista, lo exasperen o incluso lo pongan en peligro (caso de esas torpes e inconsecuentes mujeres que acompañan a muchos héroes) pero no pueden tener un proyecto narrativo propio. Es decir: se nos consienten caprichos y necedades, no vida independiente.

Pero, además de dóciles, las mujeres han de ser guapas.

La seducción –que tan importante papel juega en el cine- se fabrica. Y se fabrica de muy distinta manera para ambos géneros. El protagonista masculino nos seduce porque es nuestro alter ego, porque encarna la aventura real o simbólica que el film propone y porque, en último extremo, es el mediador de la mirada de los espectadores. Pero ¿cuántas actrices hay que sin ser bellas seduzcan y conquisten sin cortapisas a los personajes masculinos? ¿Cuántos equivalentes a Gabino Diego, a José Sacristán, a Guillermo Toledo, Luís Tosar y un largo etc.?

Y sí, la seducción se fabrica. Hasta el punto de que, como señalamos anteriormente, el protagonista no tiene que hacer nada especial para lograrla. Basta con que la cámara cree una adecuada proyección/identificación de los espectadores con él.

Como hemos dicho, el protagonista no tiene que ser guapo pero, se le suponen otros méritos: arrojo, inteligencia, fuerza, habilidad, por ejemplo. Woody Allen lanzó un modelo que daba una vuelta de tuerca en lo relativo a la carencia de cualidades físicas y psíquicas. Se hacía amar porque sus neurosis nos resultaban enternecedoras y venían envueltas en un admirado sentido de humor.

Pensemos ahora en  Lucía y el sexo (Julio Médem, 2001). Para empezar, ignoramos por qué la película se llama así. Un título más exacto sería El joven creador poco agraciado y neurótico pero irresistible.

En Lucía y el sexo Lorenzo (Tristán Ulloa), el protagonista, es neurótico y poco atractivo pero, además y al contrario de los personajes de Allen, también carece de cualquier otra virtud. Y, sin embargo, todas las mujeres que se cruzan en su camino quedan prendadas de él.

Se supone que Lucía (Paz Vega) se enamora porque Lorenzo le parece un escritor genial (cosa difícil de creer para los espectadores a tenor de la calidad literaria de los párrafos de sus novelas que oímos). Elena (Najwa Nimre) se prenda porque dice que con él ha echado el polvo de su vida (creámosla aunque tampoco tenemos prueba alguna: los vemos teniendo relaciones en el mar y en una noche de luna pero, en todo caso, lo extraordinario sería el decorado). La adoración de Belén (Elena Anaya) ni siquiera se intenta justificar. Probablemente Medem quiso hacer de su protagonista un personaje fascinante pero, no lo consiguió. De modo que sorprende el escaso nivel de autocrítica y el enorme ego que, en ésta y en otras muchas películas, demuestran los directores, obnubilados por  el convencimiento de que un hombre, por el simple hecho de serlo, goza de un interés y atractivo que jamás una mujer logra sin desplegar amplios merecimientos.

Y así, nadie realizaría un film semejante invirtiendo los papeles de género. Ningún personaje de mujer que fuera una neurótica egoísta sería presentada como un ser positivo y, aunque estuviera adornada de todo tipo de cualidades morales y psicológicas, tampoco seduciría sin tener un fuerte atractivo físico.

Es más, en la mayoría de las películas, al no portar el relato ni el significado, las figuras femeninas sólo seducen por su belleza que es, además, prácticamente la única “cualidad” que se muestra de ellas. Es, por lo tanto, la única que interesa. De modo que, para resultar perfectas, basta con sean guapas y se callen (o se limiten a secundar los planes de los personajes masculinos).

Algunas películas sonrojan por el maniqueísmo y la brutalidad con el que lo plantean. Tal es el caso de Airbag (Juanma Bajo Ulloa, 1997) u Ochocientas balas (Álex de la Iglesia, 2002), por ejemplo. En ambos filmes los personajes femeninos se ordenan en dos bloques desoladoramente simplificadores: las guapas bien “mándas” que les dan placer a los personajes masculinos sin plantearles ningún requerimiento o problemática -grosso modo, las prostitutas- y las insoportables “brujas” (en general más viejas y feas) que intentan imponerles sus propios criterios y exigencias.

Porque hay ciertos hechos que son imperdonables en los personajes femeninos: hacerle reproches al varón, contradecirlo, proponerle planes propios, intentar aleccionarlo o desviarlo de la recta senda.

Ilustremos esto con, por ejemplo, Días contados (Imanol Uribe, 1994). Lourdes (Elvira Mingo), la etarra que acompaña al protagonista, le recrimina que, al intimar con Charo (Ruth Gabriel), esté poniendo en peligro la misión (aunque la misión no le importa, lo dice comida por los celos, como era de esperar). Sea como fuere, se atreve a abroncarlo. Pero ¿por qué fracasa la misión? ¿qué origina la perdición de todos ellos? El olvido del bolso de Lourdes en el coche que hacen estallar. Moraleja: ¿cómo nos atrevemos a hacerles reproches a los varones cuando no hay nada más pernicioso que una mujer?

Veamos lo que ocurre en la película En la ciudad sin límites (Antonio Hernández, 2001). Un conmovedor anciano está grave y sus tres hijos acuden a cuidarlo, acompañados de sus respectivas parejas y ex parejas. Notemos de pasada, que en la vida real suelen ser las mujeres (ya sean hijas, esposas o cuñadas, nueras, madres, tías, primas, vecinas, etc.) las que cuidan a quien lo necesite y, episódicamente, son visitadas por los hombres. Pero ya sabemos y aceptamos que el cine no tiene por qué ser realista. Así es que, el problema no reside tanto ahí, sino en la descripción y adjetivación de todos los personajes femeninos. Las hay, por supuesto, más o menos aceptables. Eileen (Leticia Bredice) es la más estupenda. Tiene buen carácter, no crea problemas, acepta sin pataletas ni broncas lo que su novio decide y además (¡qué feliz casualidad!) es la más joven y guapa. Sin embargo, Pilar (magníficamente interpretada, eso sí, por Adriana Ozores), es histérica hasta la caricatura. Aunque quien se sitúa el extremo de Eileen es el personaje de la madre (Geraldine Chaplin): calculadora, traidora, manipuladora, una auténtica serpiente capaz -por egoísmo posesivo- de enviar a un hombre a la cárcel sin pestañear.

¿Y de dónde nace el drama y la angustia del pobre viejo que no puede morir en paz? Pues de su debilidad ante esa arpía que lo arrastró al pecado (desde Adán para acá siempre lo mismo). Pero, aunque fue cobarde y se dejó manipular, a los ojos del espectador queda redimido por su propia obsesión reparadora y su tierna decrepitud. Y el hijo (atento, generoso, tolerante hasta con los homosexuales) compensará en cierta medida la impotencia del padre mandando a su madre a la “puta mierda. Poco es para lo que se merece tal bruja pero, al menos, es una pequeña alegría para los que vemos el film (Aguilar, 2002b).

De modo que, el mensaje tiene pocos equívocos: las mujeres aceptables -además de bellas- han de ser sumisas. Pues su sometimiento aplaca y contrarresta el miedo del varón ante la dependencia erótica que le genera la belleza femenina.

Otro procedimiento de neutralización de tal peligro cristaliza en la representación fetichista. Y así, mediante una serie de procedimientos del lenguaje cinematográfico (tipos de plano y encuadres, iluminación, ruptura del ritmo narrativo, etc.) las películas convierten a los personajes femeninos en iconos. Por eso es frecuente la mostración fragmentada del cuerpo de las mujeres. Son numerosísimos los filmes que muestran en planos de detalle diversas partes corporales (sobre todo las partes más connotadas como paisaje erótico por la mirada masculina). Recordemos -un ejemplo entre mil- los planos voyeuristas y fetichistas de Maribel Verdú en El Beso del sueño (Rafael Moreno Alba, 1992). Con el pretexto de enseñarnos cómo se desviste y cómo se ducha (cosas que en la película carecen del más mínimo objetivo e interés narrativo o dramático) el film nos lleva de turismo erótico por su cuerpo y hasta nos muestra su mano abriendo en grifo en un movimiento cargado de sugerencia pornográfica…

En estas representaciones, la mujer aparece como una colección de piezas de mecano y sólo posteriori como un todo. Y, aunque a la vista de unos senos, unas nalgas, unas piernas no nos quepa duda de que son partes humanas, la fragmentación las cosifica y el personaje al que pertenecen queda definido esencialmente por ellas. Esa segmentación destruye la individualidad, la esencia de la persona e implica ya de por sí una agresión insoportable. De manera que el modo mismo de visión constituye una violencia contra las mujeres que, no por habitual, resulta menos aceptable.

Estos planos son concesiones al voyeurismo masculino heterosexual. Suponen, además y teniendo en cuenta la superposición de miradas inherente al lenguaje audiovisual -cámara, personaje, espectadores- no sólo que el protagonista es varón, sino que el espectador también lo es. ¿Y qué ocurre con la espectadora? Ah, nosotras debemos acoplarnos a esas concesiones y regalos escopofílicos que se le hacen a la mirada varonil y resignarnos a ser significadas como espectáculo.

Ahora bien, al ser el hombre –dentro de la diégesis, como protagonista y fuera de ella, como espectador- el portador de la mirada y al ser la mujer la cosa mirada, la identidad femenina depende de la mirada evaluadora masculina.

Como dice Jutta Brückner (Brückner 1982), la mirada del hombre sobre la mujer ha determinado y determina real y simbólicamente a ésta. Traza los límites tanto de su vida cotidiana, como de sus proyectos y deseos. Pues se nos educa para que, buscando ser amadas y admiradas del varón, queramos convertirnos en objeto digno de su mirada admirativa y acoplemos nuestro ideal imaginativo a esa representación.

Es decir, se nos educa para que nuestro proyecto vital consista en aproximarnos a un ideal definido en función del placer ajeno, bajo pena de exclusión de la comunidad social y del amor.

Y, en contrapartida, se educa a los varones para que valoren, ante todo, nuestro cuerpo y menosprecien nuestra persona.

Y así, no escasean los protagonistas masculinos que alardean de haber mantenido (o desear mantener) relaciones sexuales con mujeres a las que consideran totalmente insufribles o estúpidas. Un ejemplo entre mil es el del personaje que interpreta Gabino Diego en Los peores años de nuestra vida (Emilio Martínez Lázaro, 1994). Pero, contra lo que racionalmente pudiera pensarse, esos personajes, lejos de sentir preocupación o vergüenza por tal incoherencia, se jactan de ella. La presentan como un plus de virilidad.

Cabría compadecerlos por tamaña esquizofrenia pero la indignación se impone a la piedad. Porque, detrás de ese interés por el cuerpo, subyace un desinterés por la persona, un desprecio manifiesto, un uso y abuso hacia las mujeres. Y no olvidemos que éstas son las bases sobre las que se asienta toda la violencia de género.

La sexualidad como violencia

El androcentrismo manifiesta la convicción de que el deseo de los varones es “el deseo” por antonomasia y de que todos los otros deseos (por llamarlos de alguna manera) están subordinados al suyo.

El cine es un muestrario significativo de ello. Las películas, dependiendo de los géneros, la época, los directores y otras variables, combinan y reflejan esta convicción de diversas maneras.

Y así, por ejemplo, asombra la recurrente liviandad y alegría con la que se alude y muestra la violación.

En el análisis -bastante exhaustivo- que realicé para mi libro Mujer, amor y sexo en el cine español de los 90, encontré numerosísimas alusiones o escenas sobre violación pero sólo tres filmes la presentaban como agresión y violencia: Antártida (Manuel Huerga, 1995),  A solas contigo (Eduardo Campoy, 1990) y El pájaro de la felicidad (Pilar Miró, 1993).

Las otras múltiples y variadas películas que aludían a ella -o la mostraban- la escenificaban como divertidos episodios donde los personajes femeninos se tomaban con pasmosa ligereza el hecho de ser violadas, como ocurre, por ejemplo, en Kika (Almodóvar, 1993) o en Salsa rosa (Gómez Pereira, 1991).

Algunas mujeres se arrojan incluso con entusiasmo a los brazos del violador. Como comenté en otro artículo a propósito de El cianuro... ¿solo o con leche? (Ganga, 1993), la joven que va a ser violada se lanza a los brazos de su futuro violador con tal frenesí que éste “(el apuesto y apetitoso Sazatornil) tiene que decir: "No, no, no. Lo está usted haciendo fatal. Soy yo el que tiene que violarla". Pero aclaremos, por si hubiera dudas, que el grado de belleza de un violador no cambia el espanto. Y, sin embargo, cuando en Matador (Almodóvar, 1987), Antonio Banderas va a comisaría a acusarse de haber violado a una chica, la agente de policía comenta: “Las hay con suerte”.

El mismo jolgorio e intrascendencia se usa para aludir a los casos de abusos con niñas. Por ejemplo, en Todos a la cárcel (Berlanga, 1993), una niña se queja a su abuela de que el viejo que va junto a ella en el asiento de atrás del coche, la está tocando, la abuela dice en tono desenfadado: “Esas manos”. Sin inmutarse, sin ni siquiera volverse.

El personaje que interpreta Arancha del Sol en Pelotazo nacional (Ozores, 1993) dice textualmente: “Cuando yo tenía siete años mi abuelo me violó y me gustó” (Aguilar 2002a).

De modo que no es de extrañar que (como comentaremos más tarde) Almodóvar llegue a mostrar la violación como método terapéutico en Hable con ella.

Es muy ilustrativo comparar cómo el cine trata la violación según se cometa con hombres o con mujeres.

De hecho hay pocas películas que traten la violación masculina. Y, que yo recuerde, ninguna la representa como un divertido e frívolo episodio -tipo Kika-.

Resulta curioso que en Krámpack (Cesc Gay, 2000) Dani, el protagonista, narcotice y viole a una chica en vez de –como sería más lógico- hacer lo propio con su amigo Nico que es a quien desea. Como buena discípula de Celia Amorós, sospecho que si Dani violara a Nico, la escena no podría representarse con tan liviandad e intrascendencia. Es más ¿el violador de un chico puede seguir siendo un amable y tierno protagonista?

Cabe preguntarse por qué Almodóvar -que anunció que cualquier crítica que se hiciera a Hable con ella procedía sin duda del corsé de lo “políticamente correcto”- no se atrevió a hacer una película realmente “incorrecta” donde un enfermero gay, enamorado de otro hombre que lo rechaza, aprovechara el oportuno coma de éste para “beneficiárselo”.

Detrás de todo ello subyace la convicción de que violar a un varón es un horror irrepresentable pero, violar a una mujer no reviste, ni mucho menos, tal gravedad.

El mensaje global del cine sobre la violación de mujeres se resume en “no es para tanto”. Lo llamamos agresión pero, a poco que la mujer se descuide, también acaba gozando mientras la violan. Algunas películas lo explicitan abiertamente.

Así ocurre en Perdita Durango (Alex de la Iglesia, 1997), donde, pasados los primeros estupores, la “víctima” se anima y, de no ser porque los interrumpen, se supone que ella terminaría disfrutando lo suyo y dándole las gracias…

Y es que, contra todo saber anatómico y contra toda experiencia, el imaginario masculino más ramplón da por hecho que a las mujeres basta con introducirnos algo en la vagina para que alcancemos el éxtasis.

La mayoría de las películas escenifican las relaciones sexuales siguiendo tal criterio. Y hay que decir que tales escenas son numerosas. En el análisis que hice para el libro anteriormente citado, sólo encontré seis filmes (sobre cincuenta y cinco) que las obviaran. Otros nueve se limitaban a esbozar o iniciar la acción. Todos los demás incluían escenas más o menos largas y explícitas que podían abarcar desde sólo algunos fotogramas hasta la escenificación completa de principio a fin (es decir, desde el primer beso hasta el orgasmo final).

Pero, como analicé en otro artículo, “lo que de verdad pasma no es tanto la abundancia de sexo como el hecho de que éste quede reducido a un limitado asunto genital. Pasma que la mayoría de las películas evacuen la sensualidad, constriñan tan pobremente el placer erótico, olviden la delectación en el deseo, desdeñen otras posibilidades hedonistas y hagan, pues, una representación monocorde y sesgada. En efecto, “van directas al grano” como diría quien considere que “el grano” es la penetración y que todo lo demás son pérdidas de tiempo o engorrosos preámbulos.

Probablemente la penetración sea el modo más frecuente mediante el cual los hombres alcanzan el orgasmo. Probablemente a muchas mujeres les resulta muy erótico ser penetradas. Puede que, para ambos, la penetración  esté cargada de gran intensidad emocional provocada por esa fusión corporal tan íntima. Puede incluso que para algunas mujeres sea también su opción preferida para llegar al orgasmo... Pero de ahí a considerar que para nosotras la vagina sea una fuente de placer equivalente al pene hay un trecho que sólo negando la evidencia, la anatomía y la sexualidad femenina se puede recorrer.” (Aguilar, 2001: 30).

Y así, aunque la puesta en escena cinematográfica parece realista (jadeos, sudores, primeros planos) la representación resulta fantasiosa dado que es bastante imposible o, al menos extremadamente raro que, después de un par de besos, en uno o dos minutos y sólo con la penetración, ambos alcancen el orgasmo al unísono, tal y como ilustran Intruso (Vicente Aranda, 1993), Días contados (Imanol Uribe, 1994), Historias del Kronen (Montxo Armendáriz, 1995) y un larguísimo etc.

Y ha de preocuparnos que las numerosas representaciones de encuentros sexuales se atengan tan estrictamente a un mismo ritual y que éste sea tan poco sensato. Ha de inquietarnos, como señalé en el artículo anteriormente citado,  “ese persistente y eficaz adoctrinamiento por la imagen que padecemos. Porque nadie es virgen en su primera relación. Hoy, todo el mundo llega con un impresionante archivo de imágenes. Hay muchas probabilidades de que, al ser contrastado con la realidad, cause angustia, desconcierto y neuras variadas. Si la penetración no provoca inmediatamente el éxtasis de ella, si ambos no alcanzan el orgasmo al unísono y en un par de minutos, es decir, si falla la “varita mágica” que ha de enviarlos instantáneamente a los dos al séptimo cielo ¿pensará él que no sabe manejarla, que es un inútil, que “la tiene pequeña”? ¿pensará ella que es una rara, una anormal, “una antigua”?” (Aguilar, 2001: 30).

Este modelo tan falocéntrico, que reduce el placer a los genitales eliminando el resto del cuerpo y de la piel, que evacua el hedonismo, la sensualidad, el juego, el abandono me parece, ante todo, una dura agresión contra el placer sexual femenino porque, si bien creo que con este tipo de relaciones sexuales también los varones pierden, no cabe duda de que para ellos es mucho más fácil alcanzar la eyaculación con una simple penetración. Mientras que, para nosotras, alcanzar el orgasmo en esas condiciones es una proeza.

Prostitución

Quiero aludir también a otra manera de explotar a las mujeres, cosificarlas y subordinarlas al placer masculino despojándolas de su propio placer: la prostitución. Un análisis algo detallado exigiría mucho más espacio del que disponemos pero, dado que -según el estudio que realicé para mi libro anteriormente citado- en las películas analizadas había muchos más personajes femeninos que se dedican a la prostitución o similares que a otra cualquier ocupación, no me queda más remedio que aludir a ella.

Como señalé en otro lugar, la prostitución deriva de las mismas convicciones, actitudes y funcionamientos patriarcales que ya hemos visto: fragmentación y cosificación del cuerpo de la mujer, elisión radical del placer femenino y configuración enfermiza de una sexualidad masculina que puede sentir placer sin que la otra persona experimente el más mínimo atisbo de deseo (aunque la incongruencia del machismo da como para fantasear con la suposición de que la prostituta también disfruta). 

El relato audiovisual, una vez más, escenifica con fruición todo este delirio y hace una acendrada, entusiasta y masiva propaganda de la prostitución. En todo tipo de películas y de muy diversas maneras.

Aunque siempre tienen un denominador común: la prostitución es un oficio como otro cualquiera. Se ejerce sin tener que violentar esquemas psicológicos muy fuertes en todos los humanos (menos en las prostitutas, claro) tales como la intimidad, la inviolabilidad del espacio corporal que psicológicamente necesitamos y que sólo gente muy especial traspasa impunemente[5], la repugnancia a tocar (y no digamos nada a chupar) un cuerpo extraño, etc.

Pero, según el cine, la prostitución se ejerce incluso con frenesí vocacional (como ocurre en la ya mencionada Ochocientas balas de Álex de la Iglesia, por ejemplo) o, ítem  más,  por vicio y lujuria desenfrenados (Pelotazo nacional de Ozores, 1993). Porque la representación cinematográfica lo tiene claro: los hombres promiscuos buscan y eligen mujeres para que les hagan (gratis o pagando) lo que ellos desean. Curiosamente, las mujeres promiscuas quieren lo mismo que los hombres. Y, cuando digo lo mismo, digo lo mismo: hacerles a los hombres (gratis o cobrando) lo que ellos desean.

No es, incluso, extraño que las prostitutas lleguen a enamorarse de los clientes (Airbag de Bajo Ulloa)[6].

Como esas chicas ejercen la prostitución con tanto entusiasmo, trasmiten alegría, ganas de vivir y dinamismo frente al carácter desabrido y al desagrado que manifiestan las mujeres que se dedican a cualquier otro asunto, como demuestran bastantes de las películas citadas anteriormente (Airbag, Ochocientas balas, etc.)

Y, claro está, el ejercicio de tal actividad no conlleva humillación, ni desvalorización, ni asco, ni sufrimiento de ninguna suerte, así es que, para pasar la noche en una acera esperando que cualquiera pida precio por “una mamada”, no hay que recurrir a ningún tipo de estimulante ni droga legal o ilegal.

Y, por supuesto, tal ocupación es elegida con desenvoltura, por chicas que no sólo no tienen ningún problema (ni económico, ni personal) sino que –como muestra Princesas de León de Aranoa, 2005- llevan una vida totalmente pequeño burguesa, incluyendo la ritual comida con mamá, la hermana y el cuñado –profe de instituto-. Y es que, a ver, ¿cómo pagarse el capricho de una operación para agrandarse las mamas? Pues, nada, lo más fácil y lo que menos cuesta en hacerse prostituta.

Y sí, a las prostitutas hay que estarles agradecido pero sin sentimentalismos. De modo que se puede comentar de una -y con ella delante-: “¡Mira que es fea, la joia pero como chupa!” (Torrente 2 de Santiago Segura, 2001).

En fin, que Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto (Díaz Yanes, 1995) es, por su rareza, un caso digno de entrar en los anales del cine español. Esta película nos muestra una mujer degradada, humillada, alcoholizada que ejerce de prostituta en el confín de la autodestrucción. Y nos muestra lo que la prostituta representa de verdad para el cliente: algo menos que una bestia de carga.

El maltrato al que se alude para negarlo

Antes nos referimos a las “simpáticas” y numerosas alusiones que el cine -y concretamente el cine español- hace de la violación.

Ciertamente el humor existe pero resulta cuanto menos sospechoso (sigamos practicando la hermenéutica de la sospecha) que los ataques sexuales contra las mujeres se consideren fuente de comicidad inagotable y recurrente. No se aplica tan desenfrenado humor con otro tipo de violencia ni con otras situaciones de maltrato y agresión. Yo, al menos, no conozco ninguna película que incluya una “simpática” escena donde un etarra agreda a un ciudadano y éste se lo tome, además, con desenfado complaciente. Ni, que yo sepa, circulan múltiples y divertidas anécdotas sobre los atentados de las Torres Gemelas.

Así es que, pienso, como dijimos antes, que detrás de esta actitud desenfadada con respecto a las agresiones que sufren las mujeres, subyace es la idea de que “las mujeres exageramos” o incluso, quizá, “que nos va la marcha”, que, en el fondo, nos gusta pero que “nos hacemos las estrechas”.

De lo que se trata, en suma, es de negar que seamos víctimas de violencia.

Y, de la misma manera, se encara la representación de toda la violencia de género: se oculta (apenas hay películas que la reflejen, siendo como es un fenómeno que afecta a un alto porcentaje de la población), se escenifica como patraña o se pervierte dando a entender que quizá sean las mujeres las que maltratan a los hombres.

Hoy, gracias a la lucha feminista, no se puede afirmar en el espacio público –al menos no tan alegremente como hasta hace poco- que las mujeres que se quejan de maltrato mienten. Poder, se puede, pero quien lo haga corre peligro de ser tachado –y con razón- de bestia. Excepto si lo dice en una película. En este caso, los directores pueden seguir siendo etiquetados como progresistas y pueden seguir recibiendo medallas y parabienes. Véase el caso de Fernando Fernán Gómez y su película Siete mil días juntos (1994) o el de Fernando León de Aranoa y su película Barrio (1998).

El primer film presenta una mujer “oficialmente” maltratada. Como comenté en otro lugar: “Los vecinos la oían por el patio quejarse y suplicar a su marido que no le pegara más, mientras la cámara mostraba lo que de verdad ocurría: él se mantenía en la distancia, sin tocarle ni un pelo.

Esa mujer, a la que los vecinos creen una víctima es, en realidad, tan arpía que -por una simple cuestión de supervivencia- a su pacífico marido no le queda más remedio que matarla. Mensaje: “Cuando una mujer se queja de maltrato ¡vaya usted a saber lo que de verdad pasa! quizá el mártir sea el pobre marido.

Pregunto: ¿seguiría siendo su director un señor tan admirado y laureado si se atreviera a tratar el tema de la violencia etarra como trata el de esta otra violencia?” (Aguilar, 2002a).

Recordemos La pelota vasca (Medem, 2003). Esa película no insinuaba ni por asomo que existiera un desvergonzado, oportunista y vengativo concejal del país vasco que acusara arteramente de tortura a un inocente y pacífico nacionalista. Y sin embargo ¡cuánta indignación provocó en ciertos ámbitos! Bueno, pues es lo que escenifica Fernán Gómez respecto a la violencia de género y nadie le quita las medallas. Hay quien piensa que no son casos iguales. Claro que no. Una diferencia fundamental es ésta: nunca el terrorismo etarra, ni en sus épocas más sanguinarias, torturaba y mataba con tanto frenesí.

Fernando León de Aranoa debe indignarnos más. Es joven, exitoso y aún rodará muchas películas. En León de Aranoa encontramos un prototipo de director “comprometido”. Un ser preocupado por los marginados, los chicos de barrio, los trabajadores en paro, los emigrantes… todos en estricto masculino (no en ese masculino genérico que, según nos cuentan pero cada vez creemos menos, engloba a hombres y mujeres). Su cine plasma la misma preocupación por la humanidad que tenían los ilustrados de las Luces. Aquello de: “Reclamo la dignidad para todos los hombres porque todos somos iguales, (menos las mujeres)” y que magistralmente han analizado algunas filósofas y pensadoras feministas (Amorós, Valcárcel, Cobo…)

Aunque de sus películas habría mucho que comentar, aquí me ciño a una escena de Barrio, aquella en la que Susi (Marieta Orozco) le cuenta a su hermano Javi (Tomás Benito) una historia totalmente imposible (imposible ahora y mucho más imposible entonces): una mujer va a un juzgado denunciando el maltrato de su marido y mostrando como prueba un cardenal. Inmediatamente, toda la maquinaria judicial, policial y médica se pone en marcha a fin de proteger, salvaguardar e incluso mimar (a meterla en la camita y con pastillas) a la denunciante y, al tiempo, machacar y expulsar al marido. Y todo ello al instante, sin juicio previo y con un testigo en contra – la propia hija, para mayor escarnio- que dice que no, que él no ha pegado a la madre. ¿Y quién escucha al pobre hombre que se aferra a la puerta porque no quiere irse de su casa, porque la ha pagado él? (las mujeres, ya se sabe, a vivir de lo que los hombres ganan). Pero, al final, debe marcharse a una pensión, con tres mudas (nótese el enternecedor detalle de las mudas…)

Incluso hoy, después de un cambio legal muy positivo, es imposible que las cosas sucedan como las cuenta ese film.

Pero todo eso fue en 1998. En diciembre de 1997 Ana Orantes había sido quemada viva. En el espacio público ya empezaban a verse las caras y a oírse las palabras de mujeres destrozadas a palos, a navajazos, a patadas. Las cuales, después de su paso por el hospital, debían marchar –a veces con lesiones irreversibles- a algún sitio de acogida, al menos hasta que no se realizara el juicio. Y ya empezaba a comentarse públicamente que cada año eran asesinadas entre cincuenta y cien mujeres.

Nuestro joven y progresista director, al que tanto le conmueven las causas justas, no se enteraba de nada.

Y rodó su film en 1998. Un año más tarde (el 13 de octubre de 1999) y aparentemente en el mismo país, fue asesinada Mar Herrero después de interponer infructuosamente 16 denuncias contra su asesino. Un criminal con antecedentes y en libertad provisional porque anteriormente había disparado contra otra ex-novia. No se tomaron las medidas adecuadas para salvarle la vida. Cinco años más tarde (el 12 de junio de 2003) fue asesinada a martillazos Ana María Fábregas que había interpuesto, durante diez años, 54 denuncias. Y así hasta varios centenares de mujeres.

Él, concienzudo guionista, se documentó durante meses sobre las vidas de los chicos de barrio pero no fue capaz, sin embargo, de pedirle a su meritorio que llamara a un abogado para preguntarle qué pasaba cuando las mujeres denunciaban malos tratos.

León de Aranoa, además, escenifica bien la secuencia en cuestión, poniendo en ella todo su saber de director. Filmándola de manera que nos sumerjamos totalmente en la conmoción de la chica y no podamos poner en duda sus palabras: en plano corto, para que no tengamos ninguna distancia ni despegue emocional que nos permita la reflexión sobre lo que oímos, sin apenas cambios para que no nos distraigamos y con ligero trávelin de acercamiento.

Y así, una película que aparentemente es de corte realista, nos induce, sin embargo, a creer una historia tan imposible como sería la de que un emigrante sin papeles llegara al juzgado, explicara su caso y, acto seguido, las fuerzas del orden lo acompañaran a la fábrica más cercana, echaran al capataz y lo pusieran a él en su puesto.

Y sí, ya sabemos que hay quien dice, por ejemplo, que los pisos de protección oficial son para los emigrantes en detrimento de los indígenas (los indígenas españoles) pero no conozco a ningún director –y los hay reaccionarios- que se atreva a escenificarlo. Poder, podría y si el director fuera bueno –bueno aunque reaccionario-, si hiciera bien su película, nos engatusaría y conseguiría conmovernos con la historia y lograría que llorásemos por el pobre aborigen (de España) desposeído de hogar por culpa de ese aprovechado nativo (nativo de no se sabe dónde).

Porque, como vengo diciendo, el relato audiovisual, interpela ante todo los sentimientos y, si se lo propone y está bien pergeñado, perturba eficazmente el distanciamiento crítico ya que los espectadores somos emocionalmente muy ingenuos, muy crédulos y estamos  muy desprotegidos ante sus mensajes.

Con todo ¿es preciso aclarar que sí, que puede existir una mujer que acuse arteramente a su “compañero sentimental”? Claro que la habrá. Lo mismo que un país africano destrozado por la hambruna puede haber quien muera de indigestión. Pero ni a Fernando León de Aranoa –ni a nadie que no sea de una ideología extremada y extrañamente retorcida- se le ocurre escenificar ese caso porque todo el mundo sabe que el problema de África no son, precisamente, las muertes por empacho.

Pero el patriarcado es aún poderoso. Sobre las mujeres se puede predicar cualquier tropelía sin despertar gran indignación. Se puede escenificar -sin provocar mayores reacciones- una patraña absolutamente imposible y descabellada (tanto, conviene recalcarlo, como si en mitad de ese salón se le apareciera un hada madrina a Susi).

Almodóvar

Al ser Almodóvar el buque insignia del cine español, el más conocido y reconocido internacionalmente, hay que detenerse en él. Máxime teniendo en cuenta su aura de creador de personajes femeninos y director de mujeres.

A lo largo de este artículo ya he hecho un par de menciones críticas a él. No se trata de quitarle méritos. Como ya dije en otro artículo (Aguilar, 2003), sus primeras películas nos dejaron con la boca abierta y no precisamente por sus muchos defectos formales sino porque derrochaban libertad, osadía iconoclasta, audacia... Ridiculizó eficazmente la apestosa mediocridad bienpensante heredada del franquismo. Contribuyó sin duda a la destrucción de aquella moralina opresiva y de aquel engolamiento asfixiante.

Así que no olvidamos la irreverencia corrosiva de “Entre tinieblas” (1983), o el descaro heterodoxo de “Laberinto de pasiones” (1982), por citar sólo dos ejemplos. No conozco a ninguna mujer que no aprecie sobremanera Qué he hecho yo para merecer esto (1984)  y no piense que el personaje que interpreta Carmen Maura refleja situaciones y emociones muy próximas a las historias personales de muchas mujeres de nuestro país. 

Pero rechazamos el mensaje patriarcal de Átame (1989): un hombre irrumpe en la vida de una mujer, la rapta y se le impone por la fuerza. La violenta, “por su bien”, claro. Él es el que sabe lo que de verdad le conviene a esa alocada. Así es que, después del pataleo, ella termina reconociéndolo como salvador y pidiéndole que la ate. Esa es la mayor de la película. La menor es ésta: los dos conviven varios días pero ella no recuerda que se conocían hasta que él la penetra. Resulta, pues, que lo que singulariza a un hombre, lo que lo hace original e intransferible es ese tesoro que tiene entre las piernas... Bueno, hay quien interpreta esta escena como una irreverente parodia de la adoración falócrata que impera en nuestra sociedad...

Los chistes sobre monjas, ancianas y mujeres en general a las que la sola idea de ser violadas las llenaba de alborozo, siempre nos parecieron animaladas y no veo por qué la misma animalada contada por Almodóvar nos ha de hacer gracia... Ya me referí a la frase que, en Matador (1986), dice la agente de policía ante uno que se acusa de haber violado a una chica: “¡Las hay con suerte!”. También aludí a la entretenida violación de Kika  (1993). De hecho, en bastantes de sus películas se muestra la violación como divertido acontecimiento. Así, la escena de Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) en la que Rosy de Palma es violada mientras duerme bajo los efectos de un narcótico y, al despertarse, comenta que, aunque no sabe por qué, su vida ha sufrido una transformación milagrosa.

J. Renoir (Mi vida, mi cine, Madrid, Akal, 1993) explicaba que una película comercial puede arrancarle al público “gritos de terror ante una acumulación de crímenes y accidentes, pero debe evitar plantearle problemas”. Es decir, al público hay que asustarlo, provocarlo, sorprenderlo pero de forma y no de fondo. Con puñetazos, explosiones o persecuciones, si la película es de Schwarzenegger; con monjas que se quedan embarazadas de travestís, si es de Almodóvar (Todo sobre mi madre, 1999). Eso espera el público y para verlo paga.

Pero los tiempos han cambiado. Y mucho. Ahora el listón del escándalo está muy alto: en España las cadenas de televisión rivalizan duramente en la carrera de la algarabía y la exhibición de toda clase de situaciones y personajes anómalos, extravagantes, vulgares, desquiciados...

Almodóvar es un hombre listo, sabe que competir hoy en día en esos terrenos es muy difícil. Por eso quizá se pasó al melodrama. Pero probablemente tampoco quiera ya cuestionar nada (como sí hacía en sus primero filmes). Y por eso, aunque siga siendo ocurrente, no es corrosivo. Con llamar la atención y ganar el Oscar le vale. Claro que, por supuesto, ha de cuidar su imagen de marca. Es decir, sus películas han de asombrar al público con algún “invento”.

En “Hable con ella” (2002) su ocurrencia es que un individuo viole a una mujer en coma. Y se le ocurre, además, hacer de ese personaje un chico enternecedor y enamorado que consigue volverla a la vida.

Pero, como público, nuestra inercia es grande. Nos cuesta dejar de creer –a pesar de todas las barbaridades que he citado (y la cita no es exhaustiva)- en la sintonía, interés y comprensión de Almodóvar con las mujeres. Seguimos considerándolo una especie de un portavoz de lo femenino, un experto en nuestras “peculiaridades”.

Las mujeres estamos, además, acostumbradas a no existir en el cine o a tener roles vicarios. De modo que, cuando un director nos da papeles (aunque sean papelones) quedamos obnubiladas y rendidas.

Y, por otra parte, se necesita un cierto valor para oponerse a un fenómeno mediático del calibre de Almodóvar. Porque, además, sabe bien prever los ataques y se defiende atacando. Presenta sus películas acusando a cualquiera que les ponga reparos de estar guiado por la tenebrosa obsesión de lo políticamente incorrecto. No acusa, pues, de ser pacatas.

Pero, sin embargo, resulta mucho más correcto y admisible presentar la violación como una divertida anécdota que como una insufrible agresión. Y, como expliqué anteriormente, lo realmente incorrecto sería que Almodóvar nos mostrara a un enfermero tierno y enamorado violando a un varón en coma. Si lo hiciera, empezaríamos a creernos la bonita hipótesis de que Almodóvar representa la “deformación grotesca del patriarcado”.

Lo irreverente, lo políticamente incorrecto y duro es cuestionar a Almodóvar. Pero las feministas somos esencialmente insolentes. Estamos acostumbradas a situarnos a la contra. Puede gustarnos Volver (2006) y podemos detestar Hable con ella sin importarnos si nuestros criterios son minoritarios. Trabajamos porque, algún día, sean mayoritarios. Ya lo hemos conseguido en lo relativo a otras cuestiones (divorcio, aborto, homosexualidad…). El cine no será menos.

Cine a contracorriente.

Si el relato  audiovisual es tan poderoso también puede servir para minar el patriarcado.

Hoy son pocos los filmes que lo hacen. Y así, hasta principios de este siglo, eran escasísimos los que se atrevían a hablar de la violencia de género desde una focalización de rechazo. Hay que esperar a Solas (Zambrano, 1999), al corto Amores que matan (Icíar Bollaín, 2000), a Sólo mía (Javier Balaguer, 2001) y a El Bola (Mañas, 2000) para encontrar una perspectiva diferente (que a mí no siempre me complace del todo, pero diferente).

No entraré en el análisis de los relatos que acabo de mencionar porque me llevaría demasiado lejos y porque ya lo hice en otros artículos (a Solas, por ejemplo, le dediqué varias páginas en Aguilar 2004). Sólo comentaré brevemente un film emblemático en el cine español: Te doy mis ojos (Bollaín, 2003).

Estamos ante una magnífica y valiente película, como suelen ser las de Icíar, directora que rehuye siempre lo fácil y los tópicos. El film ha sido reconocido por crítica y público por sus propios merecimientos y no porque en su promoción se invirtiera ni la décima parte de lo se gastó para promocionar Princesas (León de Aranoa, 2005), por ejemplo. Pero así va la industria. El patriarcado actúa a todos los niveles.

Aunque no analizaré en profundidad esta película, evocaré algunos aspectos.

El film de Icíar muestra el terror que sufre la víctima y también muestra la debilidad psicológica y anímica que padece y que suele acompañar la violencia de género pues, como es bien sabido y está abundantemente documentado, el maltratador acompaña y cementa el maltrato físico en la destrucción de la personalidad de su víctima. La película muestra también, por consiguiente, la dificultad de ésta para librarse de aquél. Y, lo que es más interesante, liga su progresiva liberación a varios factores entre los que destaca la inserción de la protagonista en el mundo laboral que la pone en contacto con otras mujeres y otros mundos, que la proporciona autoestima, que la saca de su prisión… Elementos todos ellos que le permiten fortalecerse lo suficiente como para reaccionar y romper los perversos lazos que soportaba.

Icíar Bollaín demuestra su inteligencia y su saber de directora en algunas escenas sobrecogedoras. Yo destacaría especialmente aquélla en la que la protagonista acude a comisaría a denunciar a su marido y se marcha sin haberlo hecho. Icíar no cae en lo fácil: la víctima no se enfrenta a un policía irrespetuoso o grosero que no tome en serio sus palabras, se enfrenta a lo que de verdad la aterroriza, a uno de los núcleos duros que anidan en la violencia de género, se enfrenta a su propia incapacidad para nombrar (y nombrar es el primer paso para liberarse) lo que le parece innombrable: que el hombre que dice amarla y al que ella cree amar, es su torturador.

Lamentablemente y como dije antes, las películas como Te doy mis ojos son una excepción. Raramente la ficción audiovisual muestra con una focalización crítica la violencia existente, esa que tantísimas mujeres sufren. Ni tampoco denuncia las circunstancias y condicionantes reales que la acompañan y espolean. Al mencionar Siete mil días juntos o Barrio, no elegí lo más salvaje que hallé en el cine español y oculté otras variantes que pudieran presentar el maltrato de género con menos cinismo. No. En el estudio bastante exhaustivo realizado para mi libro Mujer, amor y sexo en el cine español de los 90, no encontré otra cosa.

Por el contrario y como hemos venido comentando, el cine mayoritario es extremadamente agresivo con las mujeres -tanto en sus modos de representación como en sus opciones narrativas-.

Desdeña la representación de las nuevas formas de ser y estar en el mundo que ya apuntan y ya han asumido muchos hombres y, sobre todo, mujeres.

Estas distorsiones de la realidad, esta insistencia en modelos reaccionarios, este silencio sobre una parte importante de la realidad son graves: no sólo por la enorme influencia que la ficción audiovisual tiene en la configuración del nuestro universo simbólico y emocional sino porque, como también hemos dicho, los humanos necesitamos relatos que acompañen la trasgresión y los avances sociales y personales. Como dice Amelia Valcárcel: “Conquistar la individualidad es abatir la fuerza de las designaciones” (1991: 157) y, como ya hemos señalado, hoy en día una de las más importantes maquinarias de designación son las narraciones audiovisuales.

No es de recibo, pues, que el cine sólo muestre, avale y jalee lo más reaccionario y patriarcal de nuestra sociedad. Necesitamos relatos que sean favorables a las mujeres, que den cuentan positiva de sus disidencias, de las nuevas formas de ser y vivir que ya tienen y que son fruto de conquistas personales y colectivas duramente peleadas.

Porque, como dijimos anteriormente, carecer de relatos que reflejen y narren los aspectos progresistas de nuestra cultura, los avances que las mujeres hemos logrado, las nuevas realidades que hemos creado, es un grave problema que tiene muchas implicaciones negativas.

En efecto, los varones son constantemente aleccionados por las ficciones para que consideren la pertenencia al género masculino como una excelencia en sí. Las ficciones le dicen una y otra vez que ellos son el centro del mundo, que ellos, simplemente por ser del sexo masculino, tienen poder, saber y prestigio… Y las mujeres son un apéndice suyo. Los educan en el menosprecio de nuestro género cuando no en el machismo más acendrado. Pero, luego, en la realidad cotidiana, se ven confrontados a mujeres que compiten con ellos en conocimientos, en capacidad de resolución, en méritos. Mujeres que cada vez en menor medida aceptan pensarse como complementos del varón. Estas distorsiones entre, por una parte, el imaginario y la educación emocional que reciben y, por otra, las realidades en las deben probarse, causa muchos traumas y desajustes nocivos y es fuente de agresividad y violencia.

Creo que, con la desaparición del patriarcado, también los hombres saldrían ganando porque, como dicen Falconnet y Lefaucheur (1975, p 65): “La virilidad es un mito terrorista. Una presión social constante obliga a los hombres a dar prueba sin cesar de una virilidad de la que no pueden nunca estar seguros: toda vida de hombre está colocada bajo el signo de la puja permanente”.

En definitiva, el derrumbe de la actual construcción genérica conllevaría la pérdida de privilegios para los varones pero, indudablemente, también les generaría ganancias en otros aspectos.

Pero, si bien las mujeres llevan siglos intentando (y en ciertos aspectos consiguiendo) minar el patriarcado, los hombres, ni colectiva ni individualmente, suelen desear un cambio. Como grupo dominante, los varones pueden comprender que las mujeres quieran parecerse a ellos pero rechazan con rotundidad incorporar elementos del modelo femenino no sólo porque suponen la asunción de determinadas cargas y deberes sino porque los consideran inferiores.

Su posición de dominio los obnubila y les impide analizar, no ya sus comportamientos y sus reacciones, sino incluso sus problemas.

Ahora bien ¿puede producirse un cambio importante en uno de los géneros sin que el otro también cambie? ¿Es posible que uno evolucione y otro se quede estancado? Como señala Alicia Miyares: “El feminismo parte de la premisa de que el cambio de papeles de las mujeres en la sociedad debería determinar el cambio de papeles de los varones en al sociedad y de las categorías históricas que se consideran relevantes” (Miyares, 2003: 167).

Las resistencias a esos avances, las conductas anacrónicas, las actitudes pertinaces no encajan ya ni en las necesidades ni en las posibilidades actuales. En este sentido, se plantea una nueva problemática: los hombres no cambian -o bastantes hombres no cambian o no lo hacen a la velocidad requerida- pero, sin embargo, el modelo clásico de masculinidad está en entredicho y, en determinadas condiciones, resulta inviable.

Como señala Miedzian (1995, p. 9): “Hace algún tiempo que los signos están ahí bien evidentes, indicándonos que la tarea es cada vez más urgente: hay que ini­ciar la deconstrucción de la masculinidad tradicional, tal como hace años las feministas iniciamos la de la feminidad tradicio­nal. Hay que mostrar que la forma actual de la masculinidad no es sino una forma histórica, modificable y no necesaria y hay que encontrar los caminos para proceder a esta modificación. Y hay que hacerlo pronto: el desigual ritmo de evolución entre ambos perfiles de género está hoy dificultando nuestras vidas, las de hombres y mujeres, nuestras relaciones, nuestras posibili­dades. Nos está poniendo muy complicada la comprensión mutua, e incluso aquello que llamamos felicidad”.

Y estoy convencida de que la existencia de relatos socialmente compartidos que formularan  y respaldaran nuevas posibilidades de ser y estar en el mundo, contribuiría poderosamente a generar cambios positivos.

No sólo porque darían legitimidad a lo que ya vive parte de la población sino porque ayudarían a superar el miedo, el desasosiego y la inestabilidad que acompañan cualquier cambio. Y porque cualquier trasformación tiene que ir acompañada necesariamente de relatos socialmente compartidos que la legitimen emocional y simbólicamente.

Pues bien, para llevar a cabo los programas narrativos que necesitamos hemos de contar, sobre todo, con otras mujeres. Las directoras en este caso. Ellas nos mostrarán la realidad oculta.

Dice Luis Bonino: “Así como el persa en París de Montesquieu posibilitaba la autocrítica de la sociedad francesa del antiguo régimen, hoy las mujeres son las extranjeras (o para recuperar la imagen de Virginia Woolf, las Extrañas) que los designan e interpelan, a veces desde la ira, otras, las más, desde la calma reflexiva, ofreciéndoles una oportunidad única de observarse desde los ángulos muertos, haciendo visibles los puntos ciegos de esa larga tradición de identidad masculina que hoy ya no es adaptativa. Realizada desde una posición no hegemónica, el nombrar y describir lo masculino no es heterodesignación coercitiva sino invitación a la autocrítica y al cambio social. El futuro de la humanidad pasa por el examen atento y ‑en la medida de lo posible- sin prejuicios de nuestras identidades sexuadas y de nuestra relación con la naturaleza. Todos necesitamos observadores críticos, las culturas y los individuos se enriquecen y se hacen autorreflexivos en contacto con los otros. De esta forma, el acceso de las mujeres a la posición de sujeto del discurso ofrece a los hombres una oportunidad histórica inédita de observarse, por fin, en un espejo no deformante.”[7] (Bonino, 2000: 8).

Por último quisiera resaltar que, cuando hacemos crítica cinematográfica -o crítica de cualquier otro modo de representación- las feministas no estamos reclamando obras que describan a las que las mujeres como seres libres de toda “culpa” (fea palabra).

Sufrimos la dura ley que el patriarcado nos impone con todas sus consecuencias: machismo, maltrato, sumisión, ninguneo, etc. pero no negamos nuestros miedos, nuestras cobardías, nuestro oportunismo ni nuestro pozos negros.

No queremos ficciones que nos conviertan en ángeles: queremos vernos de verdad. Vernos como somos, con nuestras contradicciones y nuestra variedad vital. Necesitamos, como dice Teresa de Lauretis, “la construcción de otro marco de referencia, uno en donde la medida del deseo no sea ya el sujeto masculino” (1992: 19).

Reclamamos y necesitamos representaciones que reflejen la realidad, toda la realidad. No una visión manipulada y parcial que justifica incluso los aspectos más crueles y deprimentes de nuestra opresión.

Las directoras, venciendo los tópicos y venciendo el miedo -que durante milenios hemos interiorizado- lo harán. Ya lo hacen sin edulcorar nuestras debilidades pero destacando nuestros valores y eso es también sumamente necesario ya que, al ser -como somos todas en mayor o menos medida- seres maltratados por el poder patriarcal, necesitamos mejorar nuestra autoestima, al igual que la protagonista de Te doy mis ojos.

Bibliografía

-Aguilar, Pilar, 1998a: Mujer, amor y sexo en el cine español de los 90. Madrid: Fundamentos.

-Aguilar, Pilar, 2001: “Cine y sexualidad (II)”, Andra, 10. 30.

-Aguilar, Pilar, 2002ª. “La violencia contra las mujeres en el relato mediático”, Claves de la Razón Práctica, 126. 75-78.

-Aguilar, Pilar, 2002b. “Miradas apolilladas. Envoltorios modernos”, Andra, 15. 30.

-Aguilar, Pilar, 2003. “No todas somos mudas o estamos en coma”, Andra, 20. 30.

-Aguilar, Pilar, 2004: “Madres de cine: entre la ausencia y la caricatura”. En Ángeles de la Concha y Raquel Osborne (comp.) Las mujeres y los niños primero. Discursos de la maternidad. Madrid: Icaria. 179- 200.

-Amorós, Celia, 1997: Tiempo de feminismo. Madrid: Cátedra.

-Bonino, Luis, 2000: “Varones, género y salud mental: deconstruyendo la «normalidad» masculina”. En Segarra, Marta y Carabí, Àngels (eds.) Nuevas masculinidades. Barcelona: Icaria. 41-64.

-Brückner, Jutta, 1982. « Cinéma, regard, violence ». Les Cahiers du Grif, 25. 84-95

-Falconnet, Georges y Lefaucheur, Nadine, 1975. La fabrication des mâles. Paris : Seuil.

-Kuhn, Annette, 1991. Cine de mujeres, feminismo y cine. Madrid: Cátedra.

-Lauretis, Teresa de, 1992. Alicia ya no. Feminismo, semiótica, cine. Madrid: Cátedra.

-Miedzian, Myriam, 1995. Chicos son, hombres serán ¿Cómo romper los lazos entre masculinidad y violencia? Madrid: Horas y horas.

-Miguel, Ana de.  2003. “El movimiento feminista y la construcción de marcos de interpretación: el caso de la violencia contra las mujeres”, Revista Internacional de Sociología nº 35, Mayo, pp. 127-150.

-Miyares, Alicia, 2003. Democracia feminista. Madrid: Cátedra.

-Valcárcel, Amelia, 1991. Sexo y filosofía. Sobre “mujer” y “poder”. Barcelona: Anthropos.


 

[1] Algunas de las reflexiones y análisis que hago en el presente artículo están incluidos en un trabajo más amplio titulado El cine, una educación para la sumisión y el maltrato de las mujeres, que será publicado en breve por la UNED (Universidad española de educación a distancia)

[2] El protagonista es -hablando con propiedad y como analizaron Greimas y Propp entre otros- una función, un actante. En consecuencia, no tiene por qué encarnarse en un “personaje” humano. Pero esta precisión no invalida mi argumento puesto que, en un altísimo porcentaje de películas, sí lo hace.

[3] Rick, el protagonista de Casablanca, no pierde nuestro admirativo afecto después de tratar de manera chulesca y despreciativa a una chica que, enamorada de él, osa preguntarle sobre el uso de su tiempo.

[4] En el año 97, por ejemplo, se realizaron los siguientes films cuyo argumento gira en torno a la relación  padre/hijo: Carreteras secundarias (Emilio Martínez-Lázaro), Secretos del corazón (Montxo Armendáriz), Martín (Hache) (Adolfo Aristarain) y Éxtasis (Mariano Barroso). Ninguna sobre la relación  madre/hijo o madre/hija.

[5] Todos los estudios psicológicos concuerdan en que el ser humano necesita en torno suyo un espacio y que la trasgresión de ese espacio, se vive como agresión. 

[6] Obsérvese, una vez más, la asombrosa coincidencia de puntos de vista que, en lo tocante a las mujeres, manifiestan directores, por otra parte tan dispares, como son Bajo Ulloa, Ozores, Alex de la Iglesia.

[7] Bonino hace referencia a la conocida frase de Virginia Woolf en Una habitación propia: “Durante todos estos siglos, las mujeres han sido espejos dorados con el mágico y delicioso poder de reflejar una silueta del hombre de tamaño doble del natural”.

Nota biográfica

Investigadora, ensayista y crítica de cine. Sus análisis, basados siempre en el imperativo feminista de “hacer visible lo invisible”, giran en torno a la manipulación machista y patriarcal de la representación cinematográfica. Entre sus obras destacan: Manual del espectador inteligente, Mujer, amor y sexo en el cine español de los 90, ¿Somos todas de cine? Prácticas de análisis fílmico. Así como los artículos La violencia contra las mujeres en el relato mediático y Madres de cine: entre la ausencia y la caricatura.

 

labrys, études féministes/ estudos feministas
juin/ décembre 2006/ junho/ dezembro 2006