labrys, études
féministes/ estudos feministas
Construcción y deconstrucción de identidades: Algunas observaciones entorno a la violencia [1]
María Luisa Femenías
Resumo Los actuales movimientos sociales, contrariamente a las denominadas políticas de justicia distributiva, se centran en la noción de identidad y en las políticas de reconocimiento. Tal como lo ha señalado Nancy Fraser, apelar a la identidad constituye un desplazamiento de las tradicionales políticas de justicia distributiva. La/os teórica/os han apelado a redes conceptuales entorno a la noción de identidad que van desde concepciones esencialistas a construcciones y deconstrucciones más o menos voluntaristas. Con todo, no vamos a centrarnos aquí en la diversidad de modos en que se entiende “identidad” (tema de otro trabajo) sino, más bien, en lo que vamos a denominar las condiciones de emergencia de una “identidad” normativizada. Oponemos, entonces, la noción de “identidad normal” a “identidad anormal”, en términos de cumplimiento (o no) de los mandatos sociales implícitos y explícitos sobre qué y cómo deben ser las personas respecto de cuestiones tales como el sexo-género, la etnia, la estética corporal, los usos y costumbres, etc. Palabras-clave: identidad, normal, anormal, mandatos sociales, sexo-gênero
Se puede entender estos mandatos sociales como un aspecto importante (si no el más importante) de lo que Cornelius Castoriadis denominó imaginario. Cito: Imaginario porque la historia de la humanidad es la historia del imaginario humano y de sus obras. Historia y obras del imaginario social instituyente que crea la institución en general (la forma institución) y las instituciones particulares de la sociedad, considerada imaginación radical del ser humano singular. (Castoriadis,2006:93)[2] Destaco al imaginario social como instituyente de –valga la redundancia- la institución en general; es decir, de las instituciones. Y voy a entender “instituciones” en el sentido foucaultiano. Es decir, como instancias de orden, en términos de estructuras semi-jurídicas, vinculadas al poder real, que al lado de los poderes constituidos, juzgan, deciden y ejecutan. (Foucault, 1986:328)[3] Foucault incluye dentro de las instituciones la escuela, la prisión, el hospital, la familia, etc., cada una –sabemos- con sus propios mandatos implícitos, sus reglas, sus estereotipos, entendidos como conformadores de lo normal, etc., que Foucault contrapone a lo anormal. Por un lado, lo normal como lo que se inscribe dentro de las normas. Por otro, lo anormal (o la anomalía) como aquello que –también en términos de Foucault- se vincula a lo monstruoso (como lugar jurídico-biológico), el individuo a corregir (como el lugar de las instituciones) y el masturbador (como el lugar del cuarto o del secreto)(Foucault, 2000:61).[4] Ahora bien, nos interesa fundamentalmente subrayar el segundo sentido o del individuo a corregir cuyo espacio institucional se mezcla con el de inscripción normativa y aflora cuando –en un primer momento- ésta falla o es insuficiente. Es decir, el individuo de conducta desviada de la norma -identificado como anormal por no reconocerla o seguirla- debe ser corregido por instituciones expresamente instituidas para ello (correccional, prisión, hospital psiquiátrico, iglesia, etc.). Estas instituciones correctoras (o correctivas) son, en consecuencia, generadoras o re-generadoras de normalidad. Desde luego, la identidad, tanto la normal -o menor dicho la “normativizada”– como la anormal –en tanto desviada de la norma- presuponen niveles diversos de violencia. Incluso, ya la inscripción misma del sujeto en la trama (entretejida con el imaginario) de emergencia de la subjetividad presupone, como veremos, un primera violencia primaria. Centrémonos por un momento en la noción de violencia. Es sabido que “violencia” en un primer sentido significa “forzamiento” o “intimidación”.[5] Sin embargo, esto no debe hacernos creer que toda forma de violencia es de por sí negativa. Como lo ha estudiado Piera Aulagnier, en el encuentro, el discurso materno -en tanto se anticipa a todo posible entendimiento del niño- habla por él, instituyéndole significado a sus llantos.[6] De ese modo le permite el acceso al orden de lo humano, invistiendo su cuerpo de sentido: es la puesta en historia de su vida somática. Gracias a ello el niño/a se convierte en sujeto y transforma en significativas sus sensaciones somáticas. En ese momento, lo que el infans necesita es -en sentido estricto- lo que la madre desea que él necesite. La madre es así su portavoz primario y, en consecuencia, la organizadora primaria de su psique en tanto portadora de las significaciones del mundo exterior. De ese modo, al mismo tiempo que disciplina el deseo del infans, la madre ejerce lo que Aulagnie describe como una violencia positiva necesaria y subjetivadora, que denomina primaria. Ahora, si más allá de esa primera fase, la madre continuara postulándose como la única capaz de significar el mundo para el hijo y la única capaz de darle amor, ejercería sobre ese niño/a una violencia secundaria, que ya es negativa. Porque la violencia secundaria es la imposibilidad de la madre de abandonar el saber que posee sobre su hijo/a, no pudiendo además aceptar los pensamientos del niño/a como propios de un ser autónomo. De esta simplificación -más que esquemática- de algunos aspectos psicoanalíticos, en los que no puedo detenerme, me interesa que retengamos que un modo de ejercer violencia es no aceptar los propios pensamientos del otro. Se puede concluir, al menos provisoriamente, que la descalificación constante, la imposición de opinión o el silenciamiento, la interrupción, la banalización, la falta de reconocimiento, la invisibilización de los intereses y de las necesidades del otro/a etc., son modos de ejercicio de violencia secundaria a nivel simbólico, que puede luego derivar en físico (muchas veces en términos correctivo). Incluso, en términos de introyección de la desconfirmación de sí, que se manifiesta en descuido, desatención, postergación, etc. con claras consecuencias para la salud y la calidad de vida de las personas, paradigmáticamente de las mujeres.( Femenias,2005:123-143. )[7] Si originariamente la violencia se vinculó a la fuerza física, Pierre Bourdieu enriqueció el concepto identificando la violencia simbólica. El poder simbólico literalmente “construye un mundo” imponiendo orden a la realidad. Cuando la violencia simbólica impone unas formas (o categorizaciones) como condición de posibilidad de pensar el mundo, de entenderlo, de significarlo,etc., se trata de una violencia necesaria y positiva. Sin embargo, cuando se imponen unas categorías que impliquen un deber ser único, legítimo, adecuado o pertienente, borrándose toda huella de alternativas posibles, la violencia que se ejerce clausura los procesos mismos del pensamiento, la imaginación, la comprensión, la creación, etc., cristalizando un estereotipo y un pensamiento único autoinstituido como normal. Ese tipo de clausura se yergue sobre complejos procesos de invisiblización de las alternativas, por lo general, bajo el mecanismo de la naturalización. Incluso de reconocerse alternativas, se las suele presentar como inaceptables o inferiores, por cuestiones ético-morales o de orden estético, vinculadas al gusto. De ese modo, la violencia simbólica se ejerce directamente sobre la totalidad del sistema de creencias de los individuos o, al menos, sobre algunos aspectos localizados. Sea como fuere, en términos de Castoriadis, se actúa directamente sobre el imaginario. En tales casos, su forma básica es ideológica, e imprime un sesgo determinado a los sistemas de creecias de los individuos, y se lo denomina racismo, sexismo, xenofobia, etc. Si vinculamos lo que acabamos de decir al conocimiento, sus consecuencias son claras. De igual modo, si lo vinculamos a la construcción de subjetividades en términos de identidades normalizadas. Se sigue en estos casos la normalidad de la rigidez y el cierre de alternativas a los estereotipos; es decir, una mengua de la libertad de los individuos. Pero existen aún otros niveles de violencia simbólica. El primero, en sentido butleriano, supone los modos en que se disciplina el deseo en términos de desear lo deseable.[8] En otras palabras, desear el deseo de cumplimiento de los mandatos de las normas. Es decir, que (mayoritariamente) los individuos construyen su identidad entono de al deseo de la norma o deseo de ley como posibilidad fáctica y política de reconocimiento. En términos de Butler, se identifican con los modelos de los mandatos, generando identiddes fuertes, rígidas, muchas veces cerradas al cambio, lo novedoso, las alternativas. Por lo general, estas identidades son entendidas como “naturales”, forcluyéndose los mecanismos por los que se las ha conformado. Simplificando, la eficacia de este disciplinamiento del deseo es que los individuos desean el mandato y, en consecuencia, contribuyen performativamente a su cumplimiento, (auto)imponiéndose su cumplimiento como lo deseado sin más. Sabemos que todo sistema de dominación –y la de sexo-género no es ajena a ello- implica como vimos violencia simbólica. Esto es así, descalificando, negando, invisibilizando, fragmentalizando o utilizando arbitrariamente el poder simbólico. Además implica violencia física auto inflingida o sobre los otro/as. Desde luego, la creación de estereotipos de generalización excesiva –funcionales al sistema- que no dan lugar a la manifestación de los caracteres individuales se entiende como una forma de violencia simbólica. Invirtiendo –como advirtió Foucault- la fórmula platónica, los estereotipos funcionan a la manera de “camisas de fuerza” sobre los individuos donde los ideales del alma son la prisión del cuerpo.[9] Y ese conjunto de ideales, mandatos, normas, etc., expresados ya en el lenguaje legitiman luego modos más específicos de violencia, incluida la física. Es decir que, el lenguaje es el primer lugar desde el que se ejerce la violencia simbólica. Y, aunque no desconocemos sus efectos nocivos, no nos referimos a expresiones más o menos triviales y acotadas. Por el contrario, nos interesan expresiones que, al categorizar, instituyen norma y distinguen “lo normal” de “lo anormal”. Porque, en un sentido wittgensteniano, el lenguaje no sólo instala una forma de ver el mundo sino al mundo mismo. En ese mundo, los estereotipos remiten a sistemas de creencias y de valores –en buena medida encubiertos y fuertemente emocionales- cuyos supuestos no examinados se naturalizan por hipercodificación, instituyendo “lo obvio”. Donde, lo obvio –sean estereotipos sexuales, raciales, religiosos, etc.- no se cuestiona; por el contrario, se acepta sin más. Así, acríticamente se acepta lo que Amparo Moreno Sardá denominó: el arquetipo viril protagonista de la historia.(Sardá. 1989) [10] Un ejemplo de violencia casi invisibilizada es la que se ejerce estéticamente de modo directo sobre el cuerpo de la/os jóvenes de manera altamente eficaz. Fundamentalmente se ejerce sobre la representación del propio cuerpo, en tanto mandato estético por lo general en las mujeres pero, más recientemente, también sobre los varones. La exaltación del cuerpo esbelto y joven desemboca, por un lado, en problemas alimenticios donde la bulimia y la anorexia juegan un papel sumamente importante (aunque no es el único). De igual modo, los ejercicios físicos excesivos, el fisicoculturismo, etc. Por el otro, en mecanismo de negación del envejecimiento, sobre todo por cirujía estética. En el primer caso, por trivial que parezca, es necesario recordar que son enfermedades que matan o llevan a depresiones extremas: violencia sutil y poderosa, que desde los medios de comunicación, moldea los cuerpos de la mayoría de las adolescentes y su mirada sobre sí mismas en términos de autoestima. En el segundo caso, crea el mito de la eterna juventud, de la adolescente, de la competencia intergeneracional, dejando sin referentes de envejecimiento a los más jóvenes. Disciplinamientos del cuerpo basados en tramas de poder simbólico que sirven de anclaje para otros disciplinamientos en la medida en que construyen y potencian la dependencia respecto de la “mirada” aprobatoria de los otros en términos de deseo de aprobación. En el sentido butleriano, su deseo de aprobación se disciplina entorno a esos ideales estéticos, salvo anormalidad. Pero, sobre todo, alrededor de los mandatos ineludibles de la mujer = madre. La inscripción de las mujeres dentro del campo semántico de la naturaleza (como opuesto al de la cultura) y sus metáforas refuerzan su carácter nutricio. En consecuencia, la maternidad sigue vigente como mandato último y deseo de realización de las mujeres –salvo anormalidad- a pesar de las deconstrucciones que se han estado llevando a cabo desde el famoso Sexual Politics de Kate Millett. Se apela al amor (de madre, de esposa, de hija) como modo de sellar relaciones disciplinadas, donde la opresión psicológica se enmascarada, invisibilizada o elude, reforzándose la gratificación por cumplimiento con el “ideal” con tramas aprobatorias: “madre” única, irremplazable, ideal, abnegada, etc. Desde las primeras décadas del siglo XVIII, el amor romántico hace las veces de disciplinador del modelo natural de familia donde la mujer es la reina del hogar. Dentro de ese mismo campo semántico, se la define como “fértil” o “yerma”; tiene “frutos” de su vientre o es “estéril”; siendo incluso campo propicio de experimentación científica en términos de inseminación asistida a los efectos de cumplir con el mandato natural de la maternidad, recogido y elaborado por los discursos religiosos, políticos, científicos, etc. Lo más efectivo sigue siendo que ese modelo prescribe un rasero normativo de tutela a la irracionalidad emotiva de las mujeres. En otras palabras, a sus (sanas) muestras de desajuste al sistema normalizador que las constriñe. Aunque sepamos que el lenguaje nunca determina por completo, los ejemplos que acabamos de mencionar, han acabado con nuestras ilusiones de un lenguaje sexualmente neutro. Y eso es así, porque el lenguaje, en tanto portador de significados, también importa valores que operan como disciplinadores del deseo en los sentidos que mencionamos anteriormente. Si en una primera instancia, el lenguaje es confromador de identidad, interviene además como instituyente de sentido, mandatos, violencias: Porque te quiero te aporreo puede ser una clara síntesis cuya contracara es me pega pero me ama. En este doble juego, los roles de víctima y de victimario deben desmontarse con cuidado, justamente porque la violencia simbólica resuelve su eficacia en violencia física. Y la complicidad involuntaria de las partes se produce porque los individuos actuan dramáticamente un imaginario -un orden simbólico- previo, del que se apropian resignificativamente en términos de conductas más o menos discriminatorias, más o menos tolerantes, más o menos violentas. Este mismo mecanismo explica la relación orden estético-disciplinamiento voluntario del cuerpo. Y es voluntario porque previamente se disciplinó el deseo por un cuerpo esbelto, eternamente joven, por sobre todo madre amorosa. Si, como acabamos de ver, aún la lengua neutra conlleva niveles hipercodificados de exclusión, esto es tanto más así cuando se construyen discursos ad hoc; es decir, intencionadamente. En general, la eficacia de tales discursos depende de la valorización, de la credibilidad y del poder que tengan las instituciones de las que provienen. También su eficacia depende, en parte, del modo en que un cierto capital simbólico se ancla en una realidad social nueva, para dar cuenta de las espectativas y de los deseos de algún grupo emergente. De modo que, si nombrar es hacer existir, también es imposición de sentido. De ese modo, los discursos operan como disciplinadores sociales, e imponen –por fuerza y por persuasión- ciertas prácticas en los sujetos. Para que esto sea así, se favorecen –muchas veces por comodidad- las asociaciones causales forzosas y las naturalizaciones, ambas difíciles de desmontar. Consideremos otro ejemplo. Un transeunte oye a sus espaldas Eh, tú, negro y se da vuelta. Debemos a Louis Althusser(1970) este ejemplo que nos hace reparar en la capacidad interpelativa del lenguaje y su poder performativo.[11] En efecto, la respuesta del transeunte se produjo gracias a una apelación previa a la autoridad -que Althusser entiende en términos de autoridad del Estado- donde la respuesta presupone no sólo la inculcación del Tu, negro en ese individuo, sino también una operación normativizadora, reguladora y generadora de identidad. Una identidad tal que se reconoce en el modo en que se lo interpela. Hasta aquí el ejemplo de Althousser. Cuando históricamente las apelaciones a las mujeres han sido del tipo Eh, tu, fregona / tonta / diosa / frívola /inconsciente / vulnerable / bruja / incapaz / quejosa / loca / puta, etc., es de suponer que –análogamente al caso de racismo examinado por Althousser- tiene lugar también la eficacia apelativa y performativa. Es decir, que las mujeres se reconocen y conforman su identidad según esas descripciones. Además, esas designaciones le dan un lugar en los discursos que es jerárquicamente inferior y descalificante. Como incluso no son los únicos machacados hasta el hartazgo en ese sentido (la ciencia y la religión hacen también su parte), es oportuno concluir que aquí también se ha producido una operación normativizadora, reguladora y generadora de identidad. A esta forma de violencia simbólica la vamos a denominar poder heterodesignativo del lenguaje y constituye una forma violenta de contrucción de identidad. Esta violencia simbólica -si no directa, sí al menos indirectamente- justifica o legitima la violencia física. Es decir, antes de que la violencia física se convierta en agresión violenta contra un cuerpo otro, muy probablemente haya habido episodios de violencia secundaria y de desconfirmación naturalizada. Muy probablemente también, no fueron reconocidos como “violencia” porque constituyen la norma según la que se construyen muchas relaciones normales, bien constituidas, donde la desigualdad y la asimetría marcan los vínculos. En esos casos, la discriminación cotidiana que sufren muchas personas es sólo el ejemplo emergente de una trama relacionada a lo que acabamos de identificar como “imaginario”, tanto más sofisticada cuanto naturalizada y difícil de desmontar. Desde las formas más habituales de violencia denominada doméstica hasta las invisibilizaciones mas complacientes, los modos en que se ha tejido históricamente el entramado ideológico de la desiguladad, la opresión, la violencia física y el silencio -como un producto estructural- han sido interpretados y legitimados de diversas maneras. Por eso, más que un problema entre uno o varios individuos (mujeres y / o varones; blancos y / o negros; heterosexuales y / u homosexuales, etc.), es necesario tomar en cuenta los modos sistemáticos en que se produce y articula la violencia y, sobre todo, el modo en que se forcluyen (invisibilizan) los mecanismos que la generan. Ahora bien, esos constructos sistemáticos –en el marco del megarrelato de legitimación patriarcal- han fundado y legitimado relaciones jerárquicas y de desigualdad, en principio, entre varones y mujeres, pero también entre los distintos modos de ejercer el sexo-género, entendido como la identidad biológica natural de cada individuo y caen en esta categoría no sólo las opciones de las denominadfas minorías sexuales, sino también los estilos heterosexuales que no responden al modelo de familia patriarcal monogámica naturalizada. Nos encontramos, pues, ante un entrecruzamiento que nos acerca a otro modo de violencia: la construcción de identidades de modelo único entendidas como naturales. Para desmontar o desnaturalizar este constructo y mostrar el carácter histórico de los estereotipos que sostienen la distinción normalidad / anormalidad es necesario apelar a diversas estrategias. Por lo general, si las filosofías al uso legitiman un estereotipo, también muestran caminos alternativos para desactivarlos y exhibir los presupuestos en general discriminatorios que (y sexistas en particular) que lo sostienen. Con todo, recortar los campos de violencia simbólica y de la física es difícil cuando no imposible o absurdo porque, si hemos podido seguir el camino recorrido, hemos comprendido que la violencia física es el emergente por exceso de una violencia estructural más profunda que, en parte, se invisibiliza en el uso mismo del lenguaje y en parte por los discursos culturales, políticos, religiosos, científicos, etc. Sea como fuere, la gran mayoría de las víctimas de violencia simbólica y material son o bien mujeres o bien sujetos en posición mujer; es decir, aquellos ubicados en situación de minorías, donde la noción de “minoría” no es numérica sino que depende de la cuota de poder que el grupo ostente. Es decir se trata de situaciones de debilidad. En síntesis, involucra a aquellos que se apartan de la norma: esto es, lo/as anormales. En todos los casos, la violencia tiende a reforzar el esquema de autoridad patriarcal, y supone ante el fracaso del disciplinamiento normativo de los discursos un cierto grado de tolerancia, rebasado el cual, la acción física es la respuesta disicplinadora (correctiva) más inmediata. Dentro de ese marco, se considera violencia sexual [...] todo acto de índole sexual ejercido por una persona –generalmente un varón- en contra del deseo y de la voluntad de otra persona –generalmente una mujer o una niña- que se manifiesta como amenaza, intrusión, intimidación y/o ataque, y que puede ser expresada en forma física, verbal o emocional.(Velasquez,2003:70)[12] Implica una práctica de dominación que se ejerce en términos de ataque y/o daño material que, cuando está tipificado por la Ley, constituye delito. Acorde con lo anterior, se denomina geografía del miedo a las limitaciones que se auto-imponen las mujeres (o los sujetos en posición mujer) de circular por el espacio público, los horarios, la vestimenta, etc. Esto constituye un efectos de autocensura psicológica y luego física que los obliga a auto-limitarse en el ejercicio de las libertades formales como sujetos de derechos. En su papel de reproductora de cuerpos y de roles sociales, la familia tradicional como institución normalizada, educa mayoritariamente a sus hijas en términos identitarios primarios de esposa-madre y, solo mucho más tarde, fortalece las identidades secundarias, vinculadas a la noción de “persona de derechos” y de “ciudadana”. Precisamente, para muchas mujeres, exigir derechos y garantías personales en el seno de sus propias familias sigue siendo un reclamo problemático que viven con temor. Fundamentalmente, este temor que se desplaza al varón, es en primer medida a la pérdida de su propia identidad, rígidamente construida entorno del estereotipo naturalizado de la mujer-madre. Hacerlo, significa también desafiar el marco internalizado de la autoridad patriarcal y la construcción de un orden del mundo, entendido como el único posible. Por tanto, en el sentido que estamos revisando, sólo muy recientemente se ha echado luz sobre la violencia simbólica que se ejerce sobre las mujeres y que redunda en violencia física, donde el abuso, la violación, el maltrato en el seno de las familias implica la ruptura de tácitos pactos de silencio. No obstante, ha habido importantes avances en la comprensión más profunda del problema. Desmontar teóricamente los niveles en los que puede entenderse la violencia y cómo incluso construye identidad, marca un avance sostenido en su reconocimiento y los modos de control y de limitación que ejerce sobre los individuos y sus libertades. En ese sentido, queremos alentar un moderado optimismo y esperar que, en aras de la expansión de los modos democráticos de vida, la igualdad, las relaciones recíprocas y simétricas (es decir, no jerárquicas ni jerarquizantes) promuevan el respeto mutuo erradicando los prejuicios y los imaginarios que conducen a la violencia.
María Luisa Femenías, Doctora en Filosofía. Profesora del Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional de La Plata y ex-directora de la Carrera de Filosofía en esa Universidad. Investigadora, dirige y participa de proyecto nacionales e internacionales. Tiene numerosas publicaciones en cuestiones de filosofía clásica y en filosofía de género. Sobre esta área, ha publicado: Inferioridad y Exclusión (1996), Sobre sujeto y género (2000), Judith Butler: una introducción a su lectura (2003) y su versión abreviada, Judith Butler (1956), Madrid, del Orto. 2003. Ha compilado, en colaboración, Mujeres y Filosofía (1994 dos volúmenes). Actualmente está editando Perfiles del Pensamiento Iberoamericano, del que ya ha publicado los vol. I (2002) y II (2005), encontrándose en preparación el vol. III. Tradujo al castellano El contrato sexual de Carole Pateman (1996) y numerosos artículos. Entre los años 2001-2005 ha sido editora responsable de la Revista de Filosofía y Teoría Política de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad Nacional de La Plata. Es co-editoria de la revista Mora de la Universidad de Buenos Aires desde su fundación.
[1] comunicação apresentada no VIIº Encontro Internacional Fazendo Gênero,Universidade Federal de Santa Catarina, Florianópolis -Agosto, 28-30 de 2006 [2] Castoriadis, C. “Imaginario e imaginación en la encrucijada” en Figuras de lo pensable, Buenos Aires, Paidós, 2006, pp. 93. [3] Foucault, M. Historia de la Locura en la Epoca Clásica, México, FCE, 1986, vol. 1, pp. 82-83; Vigilar y Castigar, Buenos Aires, Siglo XXI, p. 328. [4] Foucault, M. Los anormales, Buenos Aires, FCE, 2000, pp. 61 ss. También, Vida de los hombres Infames, Cap. 5 “Los anormales”; Enfermedad mental y personalidad, Cap. 1 § Lo normal y lo patológico, Cap. VI § “La inercia de la patología”, y Conclusiones. Nótese de paso el fuerte falogocentrismo del texto foucaultinao. [5] La palabra “violencia” deriva del latín “vis”, “vir” que significa tanto “fuerza” o “poder” como “viril”. En castellano aparece en el siglo XIII, vinculada a la imposición por la fuerza física del varón. [6] Aulagnier, P. La violencia de la interpretación, Buenos Aires, Amorrortu, pp. 30 ss; 187 ss. [7] Femenías, M.L. & Vidiella, G. “El derecho de las mujeres a la salud” en Perspectivas Bioéticas, 10, 18, 2005, pp.123-143. [8] Me extiendo sobre este tema en mi libro, Judith Butler: una introducción a su lectura, Buenos Aires, Catálogos, 2003, pp. 60-65. [9] Recordemos que Platón en Fedón afirma que el cuerpo es la cárcel/tumba del alma, Fedón, 63e-67e. [10] Moreno Sarda, A. El arquetipo viril, Madrid, Hoaras y horas, 1989. [11] Althusser, L. Ideología y aparatos ideológicos del Estado, Buenos Aires: Nueva Visión, 1970. [12] Velázquez, S. Violencias cotidianas, violencias de género, Buenos Aires, Paidós, 2003, p. 70.
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