labrys, études féministes/ estudos feministas
juillet / décembre 2013  -julho / dezembro 2013

 

Feminicidio y misoginia en México: el hecho y la (violencia de la) palabra

Lucía Melgar

 

 

Resumen. El feminicidio es una de las máximas expresiones de violencia extrema contra las mujeres, por la saña de los asesinos y por la impunidad de esos crímenes. En este ensayo se plantea que el uso extensivo de la palabra ha desgastado el término y que es necesario mostrar las conexiones de esa violencia con la misoginia oficial y recuperar el cuerpo y la voz de las víctimas, aproximación que  la literatura  de Garro y Bolaño permite con particular agudeza y sensibilidad.

 

Palabras clave: Feminicidio, México, misoginia, impunidad, Garro, Bolaño.

 

La violencia contra las mujeres se reconoce hoy como un grave problema social que afecta a millones de personas en el mundo. Según datos de Naciones Unidas, 66 mil mujeres y niñas son asesinadas cada año (Laporta, citado en Adital, 2012). El feminicidio, una de las manifestaciones extremas de esta violencia, ha sido ampliamente denunciado por feministas,  defensores de derechos humanos y mujeres organizadas. Hoy existen convenciones internacionales que consideran obligación de los Estados sancionar y erradicar esta violencia y organismos como el Comité CEDAW que ha recomendado la tipificación del asesinato de la mujer por el hecho de ser mujer, como un delito específico y grave.

América Latina es la región con más altas tasas de feminicidio en el mundo (Laporta, citada en Adital, 2012). México es uno de los países de esta región donde la violencia contra las mujeres ha alcanzado niveles extremos y ha sido reconocida como un grave problema social. Además de una alta tasa de violencia doméstica, de violencia sexual, desde hace dos décadas se ha denunciado lo que hoy llamamos “feminicidio”, cuya persistente impunidad obliga a hablar de violencia institucional y sugiere una profunda “misoginia oficial” (Carcedo).  Así, no obstante avances legales y una mayor conciencia de la gravedad del problema, el feminicidio y la impunidad corroen día a día el sentido del “Estado de derecho”  y la esperanza de justicia para las mexicanas.

La falta de interés real del Estado en la prevención y castigo de asesinatos de mujeres como los de Ciudad Juárez, desde 1993-94, y el clima de violencia generalizada desde 2007, han contribuido a normalizar y trivializar la muerte violenta de mujeres y niñas y a vaciar de sentido el término mismo.  El feminicidio, en efecto,  es hoy un hecho terrible y una palabra cada vez más desgastada, desdibujada. “Feminicidio” designa un conjunto de asesinatos impunes, en la prensa, cualquier asesinato de mujer, y en los códigos un tipo penal. Dice mucho y nada,  forma parte de un nuevo vocabulario que intenta referir una nueva percepción de viejas formas de violencia, o una nueva forma de violencia (según se vea); por desgaste (¿intencional?), va perdiendo el poder de indignar y escandalizar. De ahí la importancia de desmontar sus significados y funcionamiento y la necesidad de ir más allá del término mismo, de mirar al hecho, al acto de matar y a las palabras que lo acompañan y lo preceden cuando quien va a morir es una mujer.

Con el fin de resignificar la palabra y re-actualizar la violencia a la que remite, este ensayo propone un proceso de deconstrucción crítica desde una perspectiva interdisciplinaria que recurre a los estudios de género y a la literatura para mostrar la violencia del discurso social y la complicidad que favorece la impunidad,  y para recuperar el cuerpo del dolor y la voz de la víctima. Se busca contrastar el poder de la palabra literaria con la síntesis sociológica, la jerga jurídica y el discurso mediático, en cuanto la mejor literatura (como el testimonio desde otro ángulo) nos permite acceder a la experiencia, desmontar el discurso misógino  y contrastarlo con las voces que lo develan y denuncian.

A modo de contextualización, situaré  primero el (hecho del) feminicidio en un territorio donde la violencia se ha generalizado a raíz de la “guerra contra el narcotráfico” y donde la violencia contra las mujeres se ha dinamizado a la vez que se ha trivializado como incidente menor.  Tras mostrar la brecha entre la letra de la ley y la violencia de los hechos, y sus efectos,  pasaré a examinar el feminicidio como experiencia individual y social,  a través de dos autores que no usan el término (y probablemente lo desecharían) pero que se acercan a la violencia misógina con una lucidez y una sensibilidad excepcionales. Como se verá, Roberto Bolaño y Elena Garro ponen en escena dinámicas de destrucción del cuerpo y del lenguaje (desde perspectivas distintas) y recuperan con su escritura, en una prosa poética o despojada, la voz y el dolor asfixiados por la violencia. No ofrecen explicaciones, sugieren conexiones y matices que nos invitan a reflexionar y a contrastar su forma de presentar y contar historias terribles con las versiones de la prensa, los medios, el discurso oficial o el lenguaje de las leyes.  

 

1. Estado de impunidad.

   En  México en los últimos veinte años han muerto asesinadas miles de mujeres. Muchas de ellas secuestradas, torturadas, violadas,  tiradas como bultos o basura en la calle, en algún baldío, como sucedió y sucede en Cd. Juárez, como sucede hoy en muchos otros lugares del país, incluyendo ya a la ciudad de México. Otras más, han sido asesinadas por sus parejas, de una  o muchas puñaladas, con saña,  con frialdad, con odio. La gran mayoría han  sido maltratadas y asesinadas con impunidad en un país donde el 99% de los delitos queda sin castigo (González Rodríguez, 2012:59), donde la misoginia impregna el discurso de los políticos, las declaraciones del clero, los anuncios corporativos y los guiones de las telenovelas.

Misoginia, violencia extrema e impunidad, podría decirse, han cristalizado en este fenómeno hoy conocido como “feminicidio”. Juntas, estas palabras sintetizan,  en una triada nefasta, lo que hay detrás de ese conjunto de asesinatos de mujeres por el hecho de ser mujeres, gratuitos, que se llevan a cabo con crueldad las más de las veces y que quedan impunes. Con ellas, sin embargo, no decimos todo. Quedan fuera actores decisivos en la configuración del feminicidio como fenómeno social y político: desde luego los agentes directos (los autores intelectuales y materiales) y sobre todo el Estado, encargado de garantizar los derechos humanos, los derechos de las mujeres y el “Estado de derecho”.

Subrayo la presencia (o ausencia en este caso) del Estado pues por feminicidio entiendo, como punto de partida, no cualquier asesinato de mujer, sino un conjunto de asesinatos dolosos de mujeres por el hecho de ser mujeres, caracterizados por crueldad extrema, que quedan impunes, por acción u omisión del Estado, y que  por ello pueden considerarse “crímenes de Estado” o de “lesa humanidad”.

Con esta definición más restringida que el término “femicide” (acuñado por Russell, 1992), del que Carcedo y Sagot tradujeron como "femicidiof (2000) [1],  me interesa destacar el grado extremo de violencia misógina que suponen los crímenes, así como la impunidad en que quedan pese a su alto impacto social y a las denuncias de la sociedad civil. La impunidad, en efecto, da a estos asesinatos un carácter por demás ominoso  pues supone una “misoginia oficial” [...]que es “expresión agravada de la misoginia social, que niega a las mujeres el derecho inalienable a la vida, la libertad, la autonomía, y que en definitiva justifica la violencia contra las mujeres en sus formas más extremas” (Carcedo, 2010: 43).

Recojo también en este uso las reflexiones de Ana María Martínez de la Escalera sobre la eficacia política de la palabra “feminicidio”: “[...]cuando se la usa para hacer visible un tipo de violencia practicada en nuestra sociedad con efectos necropolíticos, es decir de muerte” (Martínez de la Escalera, 2010: 9 );  así como la proximidad conceptual con  el “genocidio” que, desde la reflexión antropológica, ha planteado y desarrollado Rita Laura Segato en sus reflexiones sobre el femi (geno)cidio (2010).

Me interesa centrarme en ese concepto de “feminicidio”  porque, más allá de la misoginia de la sociedad que trataré más adelante, estos asesinatos impunes remiten a una misoginia institucionalizada que se con-valida en la ausencia de sanción por parte de quienes, en principio, deben aplicar la ley. El hecho de que esta violación de los derechos humanos de las mujeres, que debería ser un problema prioritario para el Estado, se niegue y minimice, sugiere (o demuestra) una profunda degradación de la vida política, donde el Estado no garantiza el ejercicio de esos derechos y, a su vez, los viola.

En este sentido la violencia extrema, impune, que se ha vivido en México en los últimos siete años  y que persiste pese al ocultamiento del actual discurso oficial[2], no puede entenderse plenamente sin el precedente de magna impunidad que representa el feminicidio de Ciudad Juárez y Chihuahua –como paradigma de una violencia exacerbada a la que se respondió con una política de simulación por demás costosa.

Como se sabe, entre 1993-94 y 2003 murieron asesinadas más de 500 mujeres en Ciudad Juárez y Chihuahua. Por lo menos un tercio de ellas fueron secuestradas,  torturadas, vejadas, asesinadas con saña y luego tiradas en baldíos o en la calle como objetos desechables. La crueldad de los asesinatos y la postvictimización que conlleva el maltrato y exhibición del cadaver llamaron desde el principio la atención de las familias e investigadores y periodistas que siguieron los casos. Pese a las demandas de justicia de las madres y familiares de las víctimas, al apoyo de la sociedad civil nacional e internacional y a la atención de feministas, académicas y periodistas, ni la verdad ni la justicia llegaron a esa zona fronteriza.

A veinte años del inicio de esos crímenes, el problema no se ha resuelto.  Por el contrario, continúa, agravado desde 2007 por la mala estrategia ( o falta de estrategia) de la “guerra contra el narcotráfico” cuyos efectos destructivos afectaron con particular intensidad a Cd. Juárez y la franja fronteriza disputada por carteles y fuerzas gubernamentales. Si ya desde los años 90, el feminicidio se extendía a otras regiones del país, repuntó (tras un leve descenso) a partir  de 2007 lo mismo que otras violencias contra las mexicanas. Así, por ejemplo, en 2009 hubo 164 asesinatos de mujeres en Cd. Juárez y en 2010, 306, todos brutales (González Rodríguez, 2012) .

En ese mismo contexto conflictivo, estos crímenes se extendieron a otros estados y regiones como Baja California, Durango y otras zonas de la frontera norte, al sureste por donde cruzan  miles de migrantes, y se han dado también en el centro del país, en particular en el Estado de Mexico donde se han contado casi 900 asesinatos impunes en 6 años (El Colegio de México, 2011).  Según González Rodríguez, el aumento de este tipo de violencia coincide con la guerra contra las drogas y corresponde también, en la frontera norte, con un boom de inseguridad (González Rodríguez, 2012: 75). Es posible que se relacione también con una reconfiguración de las redes de poder en la transición política (2012-2013), en cuanto han aparecido cadáveres de mujeres víctimas de muertes muy violentas,  en vías y espacios públicos de Morelos, el Estado de México y el Distrito Federal, en los primeros meses de 2013.

Como es ya evidente, más allá de circunstancias locales y estatales, el feminicidio es un problema nacional que ameritaría una política de estado integral y efectiva. Sin embargo, fuera de nuevas leyes y de políticas públicas que promueven la igualdad entre hombres y mujeres o buscan (discursivamente al menos) prevenir y “erradicar” la violencia contra éstas, el Estado mexicano ha sido omiso en su obligación de proteger y garantizar el ejercicio de los derechos humanos de las mujeres y poca mella le han hecho las recomendaciones de organismos internacionales.

Así, poco cambió tras la Sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que condenó al Estado mexicano por la ausencia de justicia en el caso de feminicidio colectivo e impune, conocido como “Campo algodonero”. Poco ha cambiado también en los hechos tras la  nueva llamada de atención, esta vez por parte del comité de la CEDAW que en 2012 recomendó, entre otros puntos, la tipificación homogénea del delito de feminicidio en todo el país, con el fin de evitar definiciones ambiguas o imposibles de aplicar en los hechos (Las Recomendaciones del Comité CEDAW, traducidas al español, pueden consultarse en www.pueg.unam.mx.

Dejando de lado la discusión acerca de la pertinencia de tipificar un delito específico para enfrentar un agudo problema de violencia misógina, es indudable que la justicia en México atraviesa por una crisis profunda  y que ya no se puede hablar de “falta de voluntad política” ni echar mano de explicaciones circunstanciales. Más bien es preciso reconocer la “institucionalización” del propio fenómeno a lo largo de las décadas como sugiere en su ensayo más reciente, The Femicide Machine (2012), el escritor y periodista Sergio González Rodríguez.  A partir de sus investigaciones acerca del feminicidio y desde una perspectiva geopolítica, el autor de Huesos en el desierto (2003)  explica que de Ciudad Juárez, donde “un poder territorial normalizó la barbarie”, ha surgido una “máquina” o “maquinaria femicida”, definida como “un aparato que no sólo creó las condiciones para el asesinato de docenas de mujeres y niñas, sino también desarrolló las instituciones que garantizaran la impunidad de esos crímenes e incluso los legalizaran. Una ciudad sin ley con el patrocinio de un Estado en crisis” (González Rodríguez, 2012: 7).

La virtud de esta explicación,  en el marco de los estudios acerca del feminicidio y del caso de México en particular, es que enuncia claramente  los efectos de la colusión del Estado, no como “accidente” ni sólo como “ausencia de justicia”, sino como práctica sistemática que corrompe a las propias instituciones y las transforma en ejecutoras de injusticia. Esta explicación refuerza la teoría de la “misoginia oficial” de Carcedo, en cuanto también considera al Estado como copartícipe de la misoginia social, y la amplía al considerar a las instituciones como agentes –impunes a su vez- de violencia. En efecto, cuando más adelante comenta la supuesta  “incapacidad del Estado” para contener o sancionar el feminicidio, González Rodríguez  precisa que ésta se debe en realidad a la eficacia de la maquinaria femicida, que ha ido evolucionando y ha incorporado a los sistemas judicial y político, de tal forma que las autoridades mexicanas han desviado o bloqueado las investigaciones (González Rodríguez, 2012: 73).

A la luz de  esta explicación, no es de extrañar la indiferencia gubernamental ante la Sentencia de la CoIDH acerca del caso del “Campo algodonero” (2009), ni su falta de celeridad para cumplir con las recomendaciones del comité CEDAW (2012) o su ineficacia para enfrentar de manera integral el grave problema de las violencias en México. Al parecer, González Rodríguez acierta al sugerir que en más de un sentido el Estado mexicano ha optado por “administrar” los problemas en vez de resolverlos, mediante “actos substitutivos”, con lo cual “en nombre de la ley se vulnera el orden legal y se obstruye la justicia. [Se crea] Un orden paralelo” (González Rodríguez, 2012:78)

La gravedad del problema se agudiza, si posible, cuando se observan los efectos de la violencia impune en la sociedad: al cabo de 20 años de feminicidio y más de 6 años de intensos enfrentamientos armados en amplias zonas del país, se han ido normalizando y trivializando tanto la violencia extrema como la violencia contra las mujeres. En particular, desde 2007, el escenario de violencia generalizada y la ampliación de zonas dominadas por una dinámica bélica (así fuera informal) han favorecido el ocultamiento y minimización de la violencia sexual y del feminicidio tanto en los medios como en la sociedad.

Esta normalización de la violencia es un efecto directo de la generalización de ésta en cuanto, como explicara el sociólogo Ignacio Martín-Baró (1986) en el marco de la guerra civil en El Salvador, un contexto violento favorece la intensificación y reproducción de la violencia y la tolerancia hacia ella. Pero es también resultado del funcionamiento de la “maquinaria femicida” en cuanto ésta contribuyó a normalizar una violencia extrema misógina (la de Cd. Juárez), que se convirtió en precedente de la normalización de una violencia extrema más general (en esa región primero y luego en otras más). Como he explicado en otro artículo, en un país donde zonas enteras están dominadas por mafias que imponen explotación, violencia y muerte,  y donde desde hace dos décadas se ha oído hablar de asesinatos de mujeres que quedan impunes, la violencia misógina y la violencia extrema parecen haberse vuelto parte del paisaje y las imágenes más terribles han perdido su capacidad de horrorizar (Melgar, 2011). 

Así, por más que, en lo individual, la gente se escandalice o asuste por el número de asesinatos de hombres y mujeres, la sociedad mexicana no ha reaccionado con la fuerza de la indignación que, idealmente, cabría esperar esperar ante más de 100 mil homicidios dolosos en los últimos seis años o casi 35 mil mujeres asesinadas entre 1985 y 2009 (El Colegio de México, 2011) y miles más en los últimos 3 años.

Si bien en 2011 el Movimiento encabezado por el poeta Javier Sicilia tras el brutal asesinato de su hijo, pareció capaz de aglutinar a grupos y personas que se oponían a la guerra y a la violencia que dominaba amplias zonas del país, esa esperanza pronto se difuminó.  El Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad alcanzó su punto culminante en una gran marcha que reunió a miles de ciudadanos provenientes de distintos sectores sociales, y en dos caravanas al norte y sur del país. No obstante la necesidad de acción conjunta de la sociedad, el MPJD perdió fuerza en unos meses, en gran medida por su acercamiento al gobierno y su incapacidad de reconocer y reunir a otras voces de la sociedad civil, en particular a mujeres y jóvenes. Es importante destacar el contraste entre la gran atención mediática que recibió este Movimiento – sobre todo en sus “Encuentros” con el poder – y la marginación creciente de los grupos de madres y familiares que denuncian el asesinato o la desaparición de sus hijas desde hace dos décadas.

Sin duda resultó significativo que ni los medios ni el propio MPJD  reconocieran como precedentes imprescindibles de esa movilización social y de las demandas de paz y justicia a las decenas de grupos y miles de personas que mediante marchas  (mucho más pequeñas), plantones, caminatas, y otras manfestaciones públicas habían denunciado y protestado por los asesinatos de mujeres desde los años 90. Ni siquiera se explicitó en ese entonces la importancia de la indignación general que causó el asesinato a fines de 2010 de Maricela Escobedo – baleada delante del palacio de gobierno de Chihuahua cuando estaba en huelga de hambre exigiendo justicia  por el asesinato de su hija a manos de su pareja. Ese terrible asesinato y la persistente criminalización  de mujeres y jóvenes víctimas de homicidios dolosos lograron ir  congregando a personas que antes no se habían movilizado en las calles[3].

Por ello, resultó y resulta tanto más contraproducente y desmovilizadora la versión patriarcal que se difundió entonces de la resistencia de la sociedad mexicana:  centrada en el MPJD, como “hechura” de un grupo de hombres, de clase media y católicos. Esta interpretación que invisibiliza de nuevo a las mujeres – no centrales y de recursos limitados –   corrobora en más de un sentido la misoginia social  y el clasismo de la sociedad mexicana, incapaz (en ese momento al menos) de mirarse a sí misma y recuperar la historia de la protesta social, con sus fortalezas y debilidades. Me he detenido en este contraste porque  pasar por alto los precedentes de la protesta encabezada, y luego desarticulada, por Sicilia es olvidar y ocultar  que el feminicidio no pasó a primer plano en los medio por  (inexistentes) afanes justicieros de las autoridades sino por las exigencias de verdad y justicia de  las madres de desaparecidas. Sus voces de protesta eran además voces de alerta, como lo sugirió la politóloga Denise Dresser en un artículo de 2004, “Mujeres de negro”, cuyo título vincula a las madres de Ciudad Juárez con las de tantas otras regiones agraviadas del mundo:

“¿Y si su hija o su madre o su hermana desapareciera un día cualquiera? ¿Y si pasaran semanas y meses sin saber de ellas? ¿Y si colocara fotos, descripciones y peticiones de ayuda -"delgada de pelo largo"- en lugares públicos? ¿Y si después encontraran su cuerpo tirado en un lote baldío?”…. (Dresser, 2004)

Por ello es necesario insistir en que el feminicidio no es sólo un problema de mujeres, como da a entender el discurso oficial acerca de la violencia misógina.  Tampoco es  sólo un problema de leyes y de Estado de derecho, aunque sí es un problema que el Estado tendría la obligación de resolver, con la fuerza del derecho y el poder de la justicia – si éstos de alguna manera pudieran recuperarse.  Para la sociedad, en tanto manifestación de violencia extrema que se ha tolerado y trivializado, el feminicidio es, cabe repetir,  un componente central en la actual percepción y normalización de la violencia. En tanto asesinato de mujer por el hecho de ser mujer, es el summum de la llamada “violencia feminicida” o “violencia misógina”. Y en tanto asesinato impune es también la más clara prueba de “misoginia oficial” y “violencia institucional”. Misoginia y violencia que “agravan” y retroalimentan la misoginia social y que favorecen  y toleran la violación de los derechos humanos de las mujeres.   

 De esa misoginia social, del imaginario que la alimenta o del que se alimenta y de las palabras y acciones individuales que configuran el asesinato de una mujer como violencia específica contra las mujeres y con efectos también específicos, corrosivos, en el lenguaje y en la sociedad, nos hablan (si queremos oírlos) las obras del narrador chileno Roberto Bolaño  y de la escritora mexicana Elena Garro. Como expondré a continuación, novelas como Estrella distante o 2666 de aquél y dramas como “El rastro” o “Los perros” de ésta dejan oír  la voz de quien narra su  propia vida, su tragedia, o de quienes dan voz a otras, y rompen  así con la inercia de los discursos impersonales, la propaganda mentirosa y los silencios cómplices que evidencian y acompañan la des-sensibilización ante el feminicidio. Al enunciar o dejar escuchar lo que el ruido ha acallado,  la literatura sugiere conexiones significativas entre violencia, sociedad y palabra;  entre feminicidio y misoginia social; entre voz y testimonio; entre voz de mujer, joven o indigena y juicios orales.

 

2. ¿Cómo quebrar los silencios y nombrar el dolor?

El narrador Roberto Bolaño ofrece un acercamiento a la violencia feminicida desde una aguda visión crítica de la sociedad que atraviesa fronteras y capta con particular sensibilidad el sentido y la dinámica del mal en el mundo contemporáneo.

En Estrella distante, novela ubicada en Chile, que delinea la figura y sigue las huellas de un enigmático personaje que pretende “revolucionar la poesía”, el autor sitúa en el centro del relato una doble exhibición del mal.  Ruiz-Tagle/Wieder, supuesto poeta autodidacta antes del golpe de Estado de 1973 que resulta ser piloto militar bajo la dictadura, lleva a la práctica , de manera literal, lo que considera una revolución poética que resultará letal para las mujeres  y para cualquier ética o solidaridad.

Tras una serie de “acciones poéticas” en diversos puntos del país, lleva a cabo lo que debería ser una magna exhibición  en los cielos de Santiago.  La tormenta opaca su hazaña pero la voz narrativa no pierde detalle de lo que puede leerse como manifiesto del mal y se devela después como manifiesto misógino.  En su exhibición aérea entre nubes de tormenta, Wieder escribe versos que exaltan la muerte y dejan adivinar una historia de horror y traición:  “La muerte es amistad/La muerte es Chile/La muerte es amor/La muerte es mi corazón/Toma mi corazón/La muerte es resurrección. (Bolaño, 2003:89-91).

A esta “acción poética”,  ejecutada en medio de una tormenta y cuyo significado último queda en suspenso para la mayoría del público militar congregado en un aeródromo,  sigue una exposición fotográfica que su autor ha preparado con gran misterio, a  modo de happening. En el departamento de un amigo, el militar-poeta y fotógrafo amateur invita  a los asistentes a entrar uno por uno al cuarto donde ha montado su obra.  La primera que entra, la única mujer de la fiesta, sale aterrada, vomitando. Los siguientes espectadores no reaccionan de manera tan visceral mas el estupor y la inquietud (más que la indignación) ponen pronto fin al espectáculo y al ambiente festivo. En efecto las fotografías documentan el horror de la tortura y de la desaparición, en ellas:

“La mayoría eran mujeres. El escenario de las fotos casi no variaba de una a otra por lo que se deduce que es el mismo lugar. Las mujeres parecen maniquíes, en unos casos maniquíes desmembrados, destrozados, aunque Muñoz Cota [quien ha referido la escena] no descarta  que en un  treinta por ciento de los casos estuvieran vivas en el momento de hacerles la instantánea. [ …] El orden en que están expuestas no es casual [… ], las que están pegadas en el cielo raso son semejantes al infierno, pero un infierno vacío. Las que están pegadas (con chinchetas) en las cuatro esquinas semejan una epifanía. Una epifanía de la locura” (Bolaño, 2003: 97)

Inscrita en el marco de la dictadura militar en Chile, la historia del militar-poeta-fotógrafo-torturador y asesino remite a una doble destrucción: la del lenguaje cotidiano y la del lenguaje poético,  por un lado;  la de la comunidad, mediante la desaparición y el asesinato de sus integrantes, por otro. 

La centralidad del asesinato de mujeres, en particular dos de ellas poetas destacadas, nos obliga a reflexionar acerca de la especificidad de esta violencia. Si bien la dictadura desaparece a hombres, mujeres y niños, el asesinato de mujeres  (conocidas suyas) que lleva a cabo Wieder, es una violencia específica, que destruye cuerpos femeninos y lo hace mediante un proceso de cosificación, de transformación de la vida autónoma en materia sometida, objetivada.

El doble congelamiento de la figura femenina mediante la tortura mortífera y la fotografía que capta tanto la muerte como el proceso de dar muerte puede leerse como un doble asesinato: físico y moral. Pero éste último no es sólo destrucción de la reputación sino, de manera más drástica, aniquilamiento de la persona humana mediante la exhibición indecente del cadáver. La desacralización de la muerte y la exhibición del proceso destructivo  se leen en el contexto de la “fiesta” como excesos: Wieder, sugiere la reacción de los asistentes “demudados”, ha rebasado los límites. Bolaño muestra sin embargo algo aun más inquietante: una sensación de fraternidad embarga a los pocos militares que permanecen en la reunión, como si esa visión atroz de la violencia los uniera. Sin mayor discusión, establecen un  pacto de silencio, enunciado como pacto de caballeros, en nombre del honor y la discreción.  A  éste se añade  la recomendación de olvidar que enuncian agentes de la inteligencia militar tras interrogar a Wieder y confiscar las fotografías.  El pacto de silencio se extiende así a todo el cuerpo militar en una complicidad que no incluye el perdón para quien transgredió las reglas pero que tampoco sanciona. La carrera militar de Wieder se termina pero el sistema propiamente no lo castiga.

La posterior trayectoria del personaje como seguidor de los llamados “poetas bárbaros” y como camarógrafo de películas porno-hardcore, a quien se reconoce en su mirada y su estilo violento y “serio”, subraya la conexión entre manipulación del lenguaje  y destrucción de los cuerpos femeninos, que interesa a Bolaño en esta obra. No es casual que Wieder pretenda hacer una revolución en el arte y, literalmente, transforme la poesía en expresión de muerte, ni que recurra a la fotografía para exhibir la destrucción de mujeres torturadas y cosificadas, varias de ellas poetas. El arte al servicio de la violencia puede asociarse al fascismo, como es el caso aquí, pero en un sentido más amplio la dinámica del mal mina el sentido del arte, de la amistad, el sentido mismo de la vida y de la palabra.

Aunque por ubicarse en el contexto de la dictadura chilena, la trama de Estrella distante parecería remitir a  la barbarie del fascismo latinoamericano, el mal no conoce fronteras ni sabe de exclusividades. Bolaño, en efecto, capta la magnitud destructiva del feminicidio en Ciudad Juárez y le otorga una categoría de metáfora existencial  - actual y actualizada en el mundo del capitalismo neoliberal. En 2666, su novela póstuma, la violencia de la guerra, la barbarie del exterminio se entrelazan con la expulsión y destrucción de lo femenino, con  la imposibilidad de comunidad en el norte de México. Por las dimensiones  y complejidad  de esta novela-río, sólo destacaré aquí el poder de la palabra literaria y la lucidez de la mirada de su autor ante la serie de asesinatos que se van dando en Sta. Teresa, locus ficcional de Cd. Juárez.

Basándose en Huesos en el desierto y reportajes de Sergio González Rodríguez (a quien transforma en personaje ficticio), Bolaño apunta sus baterías críticas hacia la politica de simulación que elude lo que “todo mundo sabe” y nadie quiere  investigar, y que fabrica culpables como Klaus Haas, personaje calcado de Latif Shariff, un ingeniero egipcio acusado de asesinatos seriales de los que se le culpó incluso cuando ya estaba preso en la cárcel. Pero además, el novelista da un lugar central a la reconstrucción de la cronología de los crímenes, en  “ La parte de los crímenes”.  En esa extraordinaria sección de la novela, se narran una a una historias individuales de las mujeres y niñas asesinadas en Cd. Juárez. Sin establecer una contraposición explícita, la narración de cada muerte violenta repara el daño que el discurso oficial,  los medios, y hasta cierto activismo han hecho a las niñas y mujeres asesinadas.

Si la violencia de la retórica oficial y social (todavía un tema por explorar) puede rastrearse desde la expresión “las muertas de Juárez”, que por años eludió la causa de esas muertes, hasta la falta de acuerdo para la inscripción de los nombres de las mujeres asesinadas en el memorial cuya construcción recomendó la CoIDH en 2009, la novela despliega un discurso reparador. Con ternura y cuidado, con seriedad y respeto, sin solemnidad ni clichés, sin idealización ni sentimentalismo, la voz narrativa reconstruye la vida y la muerte de cada niña y mujer, le da nombre, edad, cuerpo, vida.

Aunque también se refiera a cada chica asesinada como “muerta”,  o informe de  meses en que no aparecieron “muertas”, el narrador restaura en lo posible el contexto, recupera la mirada, la voz, los indicios de la vida de las mujeres en relatos  breves que incluyen también referencias a los posibles asesinos, pistas que la policía pasa por alto, detalles en que nadie se fija. La dignidad de los retratos se debe al estilo y tono de autor, así como al contraste con la violencia discursiva  que se ha ido imponiendo sobre las “víctimas” del feminicidio, y de la que sin duda Bolaño está consciente.  (véanse, por ejemplo los relatos en pp. 443-444). 

Si Estrella distante inicia un develamiento del feminicidio como núcleo de una violencia que destruye cuerpo, espíritu y arte; en más de un sentido, 2666  se despliega como escritura excepcional y  como documento de cultura ante la ferocidad del mal en el siglo XXI.

3. La construcción de la enemiga

En 2666 Bolaño apunta al miedo y a la falta de organización, a la parálisis  social que, junto con la desidia estatal, favorece la impunidad;  deja oír también voces que manifiestan un hondo y violento desprecio por lo femenino y las mujeres. Antes y desde otro contexto, quien muestra y desmonta con particular lucidez el mecanismo o proceso que lleva de la repugnancia a la violencia, de la palabra al acto destructivo, es sin duda Elena Garro.  En dos obras de teatro publicadas a principios de los años sesenta, El rastro y Los perros,  la narradora y dramaturga desmonta y sitúa en primer plano actos de violencia compleja violencia contra mujeres y niñas,  y saca a la luz la conexión entre la acción individual y un contexto social que permite, tolera, favorece el proceso destructivo. 

En su obra de teatro en un acto, El rastro, Garro pone en  escena a un hombre cuyo delirio va revelando una admiración desmedida y culposa por su madre muerta y una animadversión cada vez más intensa hacia su mujer, a quien culpa por el abandono en que él dejó a su madre y a quien va transformando en objeto de odio. Si este contraste nos recuerda el capítulo “Los hijos de la Malinche” de El laberinto de la soledad o la dualidad femenina primordial del imaginario mexicano, no es casual. Garro dialoga aquí con la interpretación del “mexicano” que hace Octavio Paz, expone los abismos y cimas que pueden alcanzar las pasiones que alimentan  y se retroalimentan en los estereotipos mexicanos en torno a la mujer, despliega con una prosa poética magistral la fuerza terrible del discurso misógino y desmonta, como veremos, su dinámica y sus efectos.

En un páramo desolado, Adrián Barajas se pasea de noche, aullando de miedo y dolor. Se imagina mirado y juzgado por todos, se siente culpable de la  muerte de su madre a la que equipara con una santa inmaculada, y poco a poco, va construyendo una fuerte dualidad entre la figura celestial de ésta y la figura cada vez más monstruosa de su mujer, quien lo espera en la choza hacia donde él se dirige.  A medida que avanza, unos hombres anónimos que primero  fungen como testigos y comentaristas, lo van azuzando, hasta el momento en que llega  a la puerta de su casa y le dicen:

Hombre II.- Entra a tu casa. Acuérdate desgraciado, de que tienes mujer y la conoces. A oscuras te espera, como la maligna, sentada junto al comal, velando las cenizas y tus ingratos pasos. Está juntando las flores de carbón para coronarte de pecados. No la espantes con tus gritos.

Adrián (blandiendo el cuchillo).-¡Ay, qué dolencia la del desgraciado!     

Hombre I.- ¡Chist! ya no hables, tu mujer te está oyendo deliberar contigo mismo. Déjate venir quedito...

Hombre II. – Grita la dolencia del desapartado. Entra a tu casa, entra a buscar consuelo en el desconsuelo.

Adrián: El mal ha entrado en mi pecho, me está ganando la vida en este rastro en el que tropiezo con calaveras. ¡Adiós los tiempos en que me paseaba cantando con mis amigos y buscando la ventura! ¡Adiós a los días en los que no sabía que conocer mujer era irse por la boca del murciélago!... Ya nada queda de Adrián Barajas. ¡Quién había de decirlo! Que iba a acabar chupado por la hembra… ¡Arriba Barajas! De sangre sucia no quiere Adrián Barajas que le llenen su copa. ¡Salgan a pelear con el hijo de Teófila Vargas, que en paz descanse y a quien Dios guarde en su Santa Gloria! ¡Salgan, para ver quién va primero al encuentro de su madre, la que nunca se revolcó junto a ningún hombre! (Garro, 1983:257-58)

Ya ante la puerta de su casa, Barajas le grita  a Delfina, su mujer:

        - ¿Me oyes? El mundo es grande para pasear antes de hallar la pelea. Por jardines mejores he caminado y mejores veredas me  han recibido. Cuando ya no te vea, éntraré al huerto de los placeres, allí me espera Teófila Vargas, a la que nunca quisiste. ¡Abre, engañosa! ¡Abre, enemiga de mi madre! Allí estás enroscada, esperando mi machete. De chiquito me enseñaron a cazar víboras, no lo he olvidado. No te calientes junto a las cenizas, animal de sangre fría. Esa noche tu ojo fijo no me va a hacer caer como a cualquier pajarito. Yo soy un pájaro real, que vuela más alto que tu mirada, y te vas a largar del rastro en que me aprisionas (260).

Para no verle los ojos, la cara, Barajas apaga la luz del fogón y explicitamente se refiere  a la obscuridad en que apuñala a la mujer y a la que quiere a enviarla.  Por su parte, Delfina apela a su condición de futura madre para intentar salvar su vida, y le recuerda al hombre el bien que ella le hizo, el amor que le ha tenido. Todo en balde, pues él está decidido a deshacerse de ella para borrar sus culpas, liberarse y según dice, irse  a cantar con sus amigos. Delfina muere apuñalada en una escena a obscuras que no ven los espectadores pero que la repetición de un “nunca más” (una vela, una luz, etc) en boca de Barajas permite imaginar terrible.

Tras este asesinato, el discurso ensoberbecido del hombre resulta vano pues Barajas se duele de su soledad  a tal punto que harta a los testigos cómplices, quienes lo matan “para que aprenda aunque sea tarde” (Garro, 1983: 270).   La complicidad del discurso social y la tolerancia de la violencia contra la mujer, la colusión pasiva en el femicidio culminan así en un segundo homicidio que no castiga el primero sino la falta de hombría fría y dura. Barajas muere por quejarse, por ponerse  a llorar “como mujer” después de haber matado; por no “ser hombre” o en términos de Paz, por “rajarse”.

Lo que sugiere esta obra es doblemente aterrador: la evidente complicidad de los testigos con el asesino, al grado de azuzarlo contra su mujer y de no intervenir aunque saben lo que está por suceder, y el peso de la cultura del machismo en la in-corporación y reproducción de la violencia.  Hablo de  cultura del machismo porque aquí Garro nos remite a todo un imaginario social, a unas prácticas y valores socialmente convalidados, a un discurso social permeado de misoginia que configura una masculinidad violenta. La autora desde luego critica los efectos del machismo también en los hombres, pues quien es sensible (quien “se raja”) es condenado, en este caso a muerte también.

En  estas reflexiones acerca de feminicidio y misoginia, cabe subrayar la red de imágenes y aspiraciones que pueblan el imaginario social y sus referentes: la idealización de la madre transformada en virgen que en el mundo cotidiano es maltratada por un padre autoritario; la beatificación de la madre propia y el asesinato de la mujer embarazada: el desprecio hacia la madre de carne y hueso. El delirio alcohólico y paranoide de Barajas que acalla el discurso racional y amoroso de Delfina tampoco resulta excepcional. Las alusiones a las películas de los años 40, la idealización de la homo-sociabilidad, normalizan los deseos y aspiraciones de quien representa a un hombre más. Su muerte a manos de los testigos sugiere, no el triunfo de la justicia, sino la reafirmación de un machismo exacerbado, intolerante que incita al asesinato y lo ejerce – y que la autora condena.

Este machismo es también el que en Los perros, otra obra en un acto situada también en un campo miserable, se devela como fuente social y justificación ideológica de la violencia sexual, usada no sólo como forma de apropiación del cuerpo femenino, sino como instrumento de dominación.

Aquí Garro pone en primer plano el drama del rapto y la violación como fatal destino de mujeres miserables y solas – a modo de metáfora de una condición femenina desdichada.  En una choza aislada,  Manuela y su hija Úrsula se aprestan para ir a la fiesta de San Miguel. Se les ha hecho tarde pero no pueden irse sin “la venta”, las tortillas que la madre hace a lo largo de la obra. Úrsula se resiste planchar el vestido rosa que debe estrenar en la fiesta, a la que no quiere ir, porque ha percibido la mirada amenazante de un hombre que, pese a su corta edad, la desea. Mientras se acerca la noche, aparece su primo Javier, quien supuestamente  viene a advertirle que se vaya pronto a la fiesta pues Jerónimo quiere raptarla. Úrsula no acaba de entender lo que quiere este hombre pero el miedo la va paralizando a medida que Javier le sugiere, con imágenes terribles, que le espera una violencia escalofriante. A pregunta ya asustada de Úrsula, Javier le explica que Jerónimo quiere:

“Dejarte en carne viva, para que luego cualquier brisa te lastime, para que dejes tu rastro de sangre por donde pases para que todos te señalen como la sin piel, la desgraciada, la que no puede acercarse al agua ni a la lumbre, ni dormir en paz con ningún hombre “ (Garro, 1983: 134)

Y explicita enseguida después que lo que busca el violador es impedir que la niña llegue a ser "mujer lucida y temida de los hombres" y transformarla, en cambio en  "la mujer desgraciada"(135) , condenada a la marginalidad, la abyección y la soledad.

Si bien predomina en esta pieza un ambiente fatalista y su estructura circular sugiere la repetición inevitable de la (mala) suerte de las mujeres, la autora da voz a la madre para recuperar el cuerpo del dolor y afirmar, contra la misoginia social, la solidaridad de las mujeres. En efecto, tras haber callado durante años su pasado infeliz, Manuela decide contarle a su hija cómo ella misma fue raptada y violada por quien fuera luego el padre de Úrsula.  Aunque aterradora, esta revelación significa el quiebre de un pesado silencio impuesto; significa también la transmisión de madre a hija de una experiencia y un saber indispensables para sobrevivir. En efecto, con su narración autobiográfica Manuela no rompe el círculo nefasto,  no impide el rapto de su hija, pero sí logra comunicarle una versión femenina crítica del sufrimiento que imponen la violencia sexual y el abuso. Le transmite también la certeza de que ella la buscará, con lo que afirma la resistencia de los lazos femeninos contra la hostilidad y la dominación de los hombres. Desde esta perspectiva, Garro se adelanta a la teoría feminista que ve en la violación una forma de dominación social y a la vez le otorga a la mujer una voz que le permite enunciar su propia versión de la historia. 

A medio de siglo de distancia, este drama mantiene su vigencia en cuanto metáfora de la configuración de un machismo extremo que construye a la mujer como enemiga y le niega identidad y voz, un machismo que usa la violencia sexual para reproducir y perpetuar la desigualdad. Podemos cambiar de paisaje y situarnos en un entorno urbano, mudarnos a otra clase social, el lenguaje poético mantendrá su intensidad y la acción, su brutalidad.

 

4. Los usos de la palabra

El uso de la palabra, como sabemos, no es neutral ni inocente. El discurso conforma el mundo a la vez que lo refleja o representa.  El discurso del odio,  el discurso de la violencia estigmatizan, hieren. Son también discursos que descalifican, cosifican, degradan, al punto de borrar al Otro, a la Otra; de quitarle identidad y cara, de volverlos abyectos, marginados, invisibles y mudos… nulos y por tanto descartables.  

El discurso misógino alimenta y se alimenta de la violencia social porque pone en movimiento estereotipos duales que des-humanizan a las mujeres, dinamiza prejuicios y temores que se revierten contra ellas en acusaciones y denuestos, de tal manera que lo femenino pasa  a representar  lo monstruoso, lo peligroso o lo deleznable. Este discurso no sólo acompaña el acto físico de la degradación o la destrucción; por el contrario, es productivo en sí, arranca  cualidades e impone vicios, borra identidades e injerta rasgos odiosos, acalla la voz propia y amplía o legitima expresiones sociales homogeneizadas o vacias.  La palabra misógina , racista o clasista (siguiendo a Butler, inspirada en Levinas en su libro Precarious Life) borra la cara del otro o de la otra, en tanto le impone una careta sin rasgos o con rasgos monstruosos. La palabra racista, clasista o sexista,  destruye y permite aniquilar, en cuanto reduce a “la Otra” a objeto, animal, ser grotesco o monstruo. 

En una sociedad autoritaria, jerárquica y discriminatoria como la mexicana, los discursos del odio individuales y sociales se retroalimentan entre sí y se refuerzan en un imaginario poblado de prejuicios, de imágenes negativas de quien es diferente, en particular de las mujeres. Si a esto añadimos, como plantée al principio, un discurso oficial mentiroso, autoritario y permeado de misoginia y unas instituciones minadas (desde dentro) que producen y reproducen desigualdad e impunidad, cuando no ejercen violencia ellas mismas, tenemos sin duda un conjunto de factores explosivos, una ominosa conjunción de violencias.

La situación actual en muchas zonas del país, en términos de asesinatos de mujeres, hombres y niños, la ausencia de investigaciones, la ausencia de un Estado que garantice los derechos humanos y en particular los derechos de las mujeres es desesperanzadora.  Resulta indignante que a 20 años del inicio del feminicidio en Cd. Juárez no se haya hecho justicia y que la creación de leyes se lea como solución del problema, cuando las leyes ni siquiera se aplican. Por ello cabe al menos cuestionar recomendaciones como la tipificación del feminicidio, que tiene sentido jurídico pero poca o  nula viabilidad social en cuanto se inscribe como un tipo penal más en un sistema de justicia en crisis, que es hostil a las mujeres  y a toda persona desprovista de poder. 

¿Qué hacer, cabría preguntar, ante el fetichismo de la ley, ante un estado omiso, ante medios misóginos y calles y ciudades hostiles a las mujeres?  Más allá de buscar caminos institucionales, recursos a la ley, demandas al Estado (poblado de funcionarios que deben o deberían rendirnos cuentas), o a la justicia  de Cortes internacionales – en gran medida simbólica–  importa, me parece, examinar nuestro propio lugar como testigos y como agentes de la narrativa social.

Si como los personajes anónimos de El rastro miramos sin intervenir, azuzamos a la violencia o reproducimos el discurso del prejuicio, el odio, el delirio de grandeza, seremos agentes y cómplices de esa violencia social que observamos y que, se supone, rechazamos. Si, como los policías e investigadores de la Sta. Teresa de Bolaño, le arrancamos nombre, voz e identidad a las víctimas, si las cosificamos a ellas y sus familias o las idealizamos o degradamos, seremos cómplices de los discursos del odio y de las instituciones que fabrican culpables y víctimas pasivas.

 Más allá de estas consideraciones que sólo esbozo aquí desde una preocupación ética, lo que la literatura – en particular las obras que he revisado– sugiere es que la voz narrativa, la identidad de quien narra, la perspectiva desde donde se cuenta una historia, modifica el sentido del relato. Por eso he destacado  “La parte de los crímenes” en 2666, porque Bolaño intencionalmente narra de otra manera, desde otro lugar, con otro tono y otros fines.  Paralelamente, él y Garro nos muestran cómo se manipula el lenguaje, cómo se le revoluciona para la violencia,  y cómo se le desmonta y pueden minarse los mecanismos automáticos del discurso social.

 Desde ahí,  nos queda preguntarnos por la calidad del discurso social, jurídico y académico acerca del feminicidio. En particular hace falta preguntarle al sistema de justicia y al derecho mismo a quien le hablan,  a quien dejan hablar,  a quien escuchan. En el análisis del feminicidio y  en la búsqueda de un acceso efectivo de las mujeres a la justicia, ésta es una cuestión urgente.

 

Bibliografía consultada

Bolaño, Roberto. 2004. 2666. Barcelona:Anagrama.

---. 2003. Estrella distante.Barcelona: Anagrama.

Butler, Judith. 2004. Precarious Life: the Powers of Mourning and Violence. London&New York: Verso

Carcedo, Ana. (Coord.). 2010.  No olvidamos ni aceptamos: femicidio en Centroamérica 2000-2006. San José, Costa Rica: CEFEMINA.

Corte  Interamericana de  Derechos Humanos. 2009. “Sentencia caso González y otras (“Campo algodonero”) vs. México. Sentencia16 de noviembre de 2009”. Consultada 20 de octubre 2010 en http://www.corteidh.or.cr/docs/casos/articulos/seriec_205_esp.pdf

Dresser, Denise. 2004. “Mujeres de negro” en Vivir y morir en Ciudad Juárez. México:PUEG-UNAM/PIEM-El Colegio de México (folleto sin pie de imprenta).

Garro, Elena. Un hogar sólido y otras piezas de teatro en un acto. 1983. Xalapa: Universidad Veracruzana.

González Rodríguez, Sergio. 2002. Huesos en el desierto. Barcelona: Anagrama.

---. 2012. The Femicide Machine. Boston: Semiotext(e), intervention series 11.

Martín-Baró, Ignacio. 1983. Acción e ideología. Psicología social desde Centroamérica. San Salvador: UCA Ediciones.

Martínez de la Escalera, Ana María (coord.) (2010), Feminicidio: actas de denuncia y controversia, México: PUEG-UNAM/UNIFEM.

Melgar, Lucía. 2011. “ Tolerancia de la violencia, feminicidio e impunidad : algunas reflexiones” en  La bifurcación del caos, reflexiones interdisciplinarias sobre la violencia falocéntrica, Guadalupe Huacuz, coord., México: UAM-X/ Itaca:127-151.

El Colegio de México, Naciones Unidas-ONU Mujeres, Inmujeres, LXI Legislatura 2011. Feminicidio en México. Aproximación, tendencias y cambios, 1985-2009. México:Publicación de Naciones Unidas-ONU Mujeres, Inmujeres, LXI Legislatura.

Segato, Rita Laura. 2007. “¿Qué es un feminicidio? Notas para un debate emergente”. Belausteguigoitia & Melgar (2007). Fronteras, violencia, justicia. Nuevos discursos. México: PUEG-UNAM/UNIFEM: 35-48.

--- 2010. “Femi-geno-cidio como crimen en el fuero internacional de los Derechos Humanos: el derecho a nombrar el sufrimiento en el derecho” en Fregoso, Rosa-Linda  y Cynthia Bejarano: Una cartografía del feminicidio en las Américas. México, DF: UNAM-CIIECH/Red de Investigadoras por la Vida y la Libertad de las Mujeres

Vericat, Isabel. 2004.  “De Ciudad Juárez al cielo”. México: La Jornada Semanal, 473, 28.III.

Portales:

 Adital. 2012.‘16 días de activismo contra la violencia de género’ moviliza a organizaciones para luchar por los derechos de las mujeres”. 23-11. www.16dayscwgl.rutgers.edu.

NOTA:

Lucía Melgar es crítica cultural y profesora de literatura y estudios de género. Doctora en literatura por la U. de Chicago, ha hecho investigación acerca del feminicidio y la violencia contra las mujeres  en México desde 2003.


 

[1] Los términos “feminicidio” y “femicidio” no son necesariamente equivalentes. En Centroamérica, "femicide" se tradujo como “femicidio". En México se usa más “feminicidio”, acuñado por Lagarde  a partir del concepto femicide (Radford &Russell, 1992) para realzar su sentido politico y acentuar el cuerpo de mujer que, como planteara Isabel Vericat, conlleva “peligro de muerte”.  González Rodríguez a quien cito más adelante, usa “femicidio” en vez de “feminicidio” aunque le da el mismo sentido. En la prensa y los medios “feminicidio”en general denota cualquier asesinato de mujer, aun cuando desde 2010 al menos se ha ido tipificando como delito específico. 

[2] Mientras que entre 2006 y 2012 el Ejecutivo recurrió  a un gran despliegue mediático para dar la impresión de que la “guerra contra el narcotráfico” era muy efectiva, el gobierno del PRI cuyo ejecutivo tomó posesión el 1ero. de diciembre de 2012, ha optado por la “discreción” en torno al tema de la violencia, aun cuando la “estrategia” ( o falta de ella) contra el narco y la política respecto a la violencia ha cambiado poco o nada. Pareciera creerse que no hablar del problema puede restarle importancia o borrarlo de la realidad (o de la preocupación ciudadana, en todo caso). 

[3] Me baso en reportes de prensa en cuanto a los hechos y en observación personal en cuanto a la presencia de personas de grupos distintos (en particular de clase media y no pertenecientes a ONGs) en las protestas de fines de 2010 e inicios de 2011.

 

labrys, études féministes/ estudos feministas
juillet / décembre 2013  -julho / dezembro 2013