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estudos feministas/ études féministes
agosto/dezembro 2005 -août/ décembre 2005

 

La Autobiografía de Victoria Ocampo como brecha genérica

José Amícola

 

Resumen:

El artículo trata de colocar a Victoria Ocampo (1890-1979) y a su tarea autobiográfica bajo una nueva luz, gracias a las últimas perspectivas logradas en la investigación que pone el acento en que el género de la autobiografía clásica estuvo ocupado por las plumas masculinas, seguras de su posición en el mundo. En este sentido, la autobiografía de Victoria Ocampo en seis volúmenes, representa la conciencia del valor de la postura de la mujer en la sociedad, si bien la narradora no puede dejar tampoco de revelar en su escritura las limitaciones conservadoras que la clase superior a la que pertenece le impone a sus pares. Su autobiografía (aparecida póstuma entre 1979 y 1984 en el sello de la casa editorial que ella había fundado) es no sólo una obra literaria, cuyo calidad necesita ser reivindicada, sino también un manifiesto de la nueva postura de la mujer en el mundo.

 

 

Hoy en día, a más de treinta años de los intentos de Philippe Lejeune por llegar a una definición de la autobiografía [A], parece inoperante fijarla ya sobre la identidad de la “persona real”. En contra de esta postura lejeuniana se empezaron a escuchar voces (como la de Michael Sprinker) que sostenían la idea de que, después de los aportes de Nietzsche, el “sujeto” también debía ser considerado una ficción. En este sentido, los campos aparecerían polarizados entre dos puntos extremos que podríamos fijar en los nombres de Lejeune, por un lado, y Sprinker, por el otro (Eakin 1999: 2-4). Para Eakin, entonces, esto radica en el hecho de que no está nunca claro cuánto de lo que un autor dice que ha vivenciado lo ha experimentado realmente, y cuánto de su narración sale de su imaginario personal percibido en su mente como “lo vivido”. Por otra parte, inclusive Lejeune había dejado abierta la puerta para la duda cuando distinguía los elementos de un triángulo que demarcaba “personaje principal”/ “narrador” / “autor” (Eakin 1999: 4).[1]

Existe, en rigor, un punto intermitente que se mueve buscando un equilibrio entre cómo es vivenciado el exterior corpóreo del sujeto por el sujeto mismo y cómo las inscripciones sociales de los cuerpos producen efectos de profundidad en esos mismos cuerpos. En este vaivén también puede aparecer la A como sutura y como revelación. Piénsese en este sentido en el caso de una persona obesa que luego de una cura dietética haya vuelto a tener una figura standard, pero su identidad continúe, sin embargo, apareciendo centrada en la categoría corporal anterior en su actitud frente al mundo, pues “el cerebro no refleja sino que construye” (Eakin citando a G.Edelman 1999: 16). En definitiva, la imagen del propio cuerpo es un aspecto de la identidad conceptual, que Descartes no pudo tomar en cuenta. Por lo tanto, una gran vertiente en la teoría actual que se ocupa de reflexionar sobre la escritura autobiográfica tiene que ver con el análisis de las presuposiciones que animan el relato, dando por descontado que toda experiencia está basada en condicionamientos culturales.

El pensamiento feminista ha venido criticando la manera en que se ha ejercido el poder discursivo dentro de un género de escritura y dentro de la teoría sobre ese mismo género hasta el punto de mostrar que las mujeres podían entrar en él no exclusivamente desde el polo individualista, autónomo y de una narrativa basada en la linearidad, sino marcando lo colectivo y lo relacional; mientras una narración coherente con estos nuevos principios salida de plumas femeninas podría ser también no lineal, es decir con formas discontinuas así como con aspectos no necesariamente basados en lo teleológico (dispuestos hacia una meta fija), que sería uno de los rasgos que parecen caracterizar a las A firmadas por varones. Desde esta perspectiva cada uno de los términos usados en las A más conocidas, a partir de Rousseau, quien funda ante todo el mito de la autonomía masculina, aparecen bajo sospecha, cuando empiezan a ceder las estructuras patriarcales a mitad del siglo XIX (Mendel 1996: 71).

Así caen en la mira feminista no solo la misma palabra “autobiografía”, sino también “identidad”, “narrativa” e “individual”. En rigor, nos dice Eakin (1999: 49-50) si la crítica feminista quieren refundar el género, estableciendo una nueva línea para la A que registre la contribución de las mujeres, su barrido de presupuestos no ha dejado de conmover también a las A escritas por varones. Y esta es una de las intenciones de libros como el de Françoise Lionnet (1989) o el de Susanna Egan (1999), que no dejan de acentuar cuánto hizo la Ilustración para dale al género el humus necesario de crecimiento al apelar a la autonomía del varón, a su racionalidad y a su individualismo con el fin de erigir un mundo nuevo libre de supersticiones y oscurantismos.

Según Ángel G. Loureiro, han sido las investigadoras feministas las que han llegado más lejos en el análisis del género, pues introdujeron la cuestión de las políticas discursivas, entendiendo por tal el hecho de que más importante que una ontología del sujeto lo que había que considerar en el caso de la A era la aproximación a una ética, dado que antes que el Sujeto está el Otro (Loureiro 2000: ix-xi).

En el caso de los deconstruccionistas, sus aportes han tenido que ver con la descentralidad del sujeto, pero, asimismo, la complejidad de este pensamiento ha hecho que autores como Derrida, en lugar de sujeto, hayan sentado la idea de “efectos de subjetividad”. Levinas, más allá (o más acá) de la deconstrucción, –a diferencia de Lacan que ignoraría en su estadio del espejo aspectos de lo humano como la conciencia moral, la amistad, el sacrificio, la generosidad o la responsabilidad– toma como punto de partida de sus reflexiones la singular alteridad del Yo y esto permitiría apreciar la condición no solo cognitiva de la escritura autobiográfica, sino también su dimensión sociopolítica (Loureiro 2000: 11).

El caso de los textos autobiográficos de Victoria Ocampo asume una importancia particular dentro de las letras hispánicas por su extenso desarrollo y complejidad genérica. Si bien desde temprano esta autora se vio llamada a fijar por escrito sus impresiones de viajes y recuerdos de su frecuentación de grandes personalidades de la cultura internacional bajo el título general de Testimonios (de los que existen diez “series”), fue a partir de 1952 cuando decidió escribir textos que luego se editarían bajo la denominación aparentemente ortodoxa de Autobiografía (publicada en forma póstuma según su deseo, a partir de 1979).

No es ocioso decir que quien inicia un salvataje de la figura de Victoria Ocampo para la academia –después de los años de ostracismo a los que la ha condenado la intelectualidad durante la década politizada de los años 70– es justamente Sylvia Molloy. Esta investigadora reconoce en los textos autobiográficos de la antigua directora de la revista Sur una capacidad sustancial para apropiarse de las voces canónicas masculinas (que sus múltiples relaciones internacionales le habían permitido escuchar en los medios culturales más refinados del mundo). Según Nora Catelli, además, Victoria Ocampo, habría recreado una especie de “bucle[2] autobiográfico” que amalgamaría las vertientes de una potente narrativa del Yo combinada con una fuerte conciencia de su condición femenina, así como de su pertenencia a un territorio de posibilidades infinitas, como la Argentina.

Los intereses propios que Victoria Ocampo supo transformar en los intereses de la comunidad interpretativa que ella conglomeró desde 1931, fecha de la fundación de su revista, hasta el momento de su muerte en 1979, pudieron aparecer como una unidad gracias a su unidad de visión que le permitió vincular, a veces caprichosamente, Nación, Infancia, Lenguas Extranjeras, Escritura, Traducción, Feminismo y Conciencia Americana (Catelli 2004: 158-160). Lo importante de esta especial amalgama es que Victoria Ocampo sintió como nadie que se vive en una perpetua situación de traductor, en tanto la vocación hacia la escritura obliga a “traducir” las vivencias personales (que son impresiones sensoriales, en primera instancia, según su opinión) en una puesta por escrito, es decir, en un código diferente.[3]

En todo caso, es evidente que Victoria Ocampo opera una rara combinatoria en los textos de su “veta autobiográfica” (Testimonios) como en su A propiamente dicha, dando a todos un rasgo ensayístico y de literatura de viajes, donde la primera persona potente no duda en pronunciar sus veredictos de gusto o de moral. Con todo, el lenguaje usado en estos textos, aquejado a veces de victoriano pudor, ya anacrónico en la época de su escritura, va a verse desplazado por la crudeza de la expresión en las obras de autores de las nuevas generaciones (tanto varones como mujeres) que harán gala de un efecto de oralidad, que también era el que buscaba la propia Victoria Ocampo.

Por otro lado, según algunas voces críticas, no habría que olvidar en el caso de Victoria Ocampo que se trata de una personalidad perteneciente a la más rancia burguesía criolla y, por lo tanto, que ella se hallaba en tensión por la solidaridad a las tradiciones de su clase, al mismo tiempo que era solicitada por las ideas modernas que había conocido en sus largas permanencias europeas. Esta tensión hace más peculiar el modo en que Victoria Ocampo se enfrenta con las ideas masculinas del medio cultural rioplatense. Así, en 1977 es elegida por sus pares masculinos en la Academia Argentina de Letras. Este hecho, no lo suficientemente conocido, representa un antecedente notable de apertura de una brecha en una zona cerrada a las mujeres (Mizraje 1999: 231).

Las contradicciones, entonces, de Victoria Ocampo entre la fidelidad a los hábitos de su clase (la gran burguesía ganadera) y la ruptura con sus pares en sus posturas feministas hacen que se llegue a la paradoja que en su A la autora hable tanto de genealogía (dominio masculino y elitista) como de menstruación (territorio de lo femenino por antonomasia, además de ser de aquello de lo que no se habla). En este mismo sentido, Victoria Ocampo ambiciona escribir “como una mujer”, sosteniendo con este veredicto que hay una tonalidad que identifica cada texto salido de una pluma femenina y que el sexo, por lo tanto, condiciona el libro que se escribe (Mizraje 1999: 232).

Ahora bien, Victoria Ocampo empieza a escribir su A magna en 1952 –a partir de consejos venidos de Virginia Woolf para que lo hiciera (Ocampo 1954: 20)–, como si tomara la posta de aquella A impropia que era la de Eva Perón y que dejaba la palestra con su muerte súbita en ese mismo año. Lo interesante del gesto de Victoria Ocampo es que si en su obra escrituraria anterior se percibe una sorda lucha de predominio entre las lenguas prestigiosas que conocía, en la A el castellano se impone sin dar batalla, como si triunfara aquí la lengua del paraíso perdido de la infancia, la juventud y la rebelión personal (Mizraje 1999: 236).

Cristina Viñuela, por su parte, enfatiza el hecho de que la A de Victoria Ocampo encierre alternativamente instancias retóricas que van jalonando intereses como autoexplicación, autodescubrimiento, autoclarificación, autorrepresentación y autojustificación (Viñuela 2004: 108) y, por lo tanto, la maquinaria escrituraria que la autora ha puesto en funcionamiento responda a múltiples inquietudes que no solo describen sino que forman al sujeto discursivamente de un modo intenso. Para Victoria Ocampo, al mismo, tiempo ese proceso tan arduo no arrojará necesariamente la excelencia estética de esos textos autobiográficos, aunque ninguna como ella haya dedicado su vida a la difícil búsqueda epifánica en los textos de los otros para los que sirvió de mediadora.

Victoria Ocampo parecería sentirse, en efecto, en una postura difícil en sus escritos autobiográficos, en tanto se la ve aquejada, por una parte, por un intento de una justificación de su vida ante los demás que quiere apoyar con documentos (cartas de otros), pero, por otro lado, es consciente de que nada en el proceso escriturario garantizaría una excelencia literaria del resultado. Por ello, escribe en el primer tomo de su A: “Deseo que este documento se acerque a la buena literatura, porque así comunicará su verdad” (Ocampo 1979: 61; citado por Vinuela 2004: 193).

Por una parte, entonces, Victoria Ocampo cree saber reconocer a los “escritores de raza” (Viñuela 2004: 116) por sus hábitos de lectora exquisita debidos a la educación esmerada que ha recibido y que en su caso es un producto de la clase social a la que se adscribe, pero, por otra parte, duda sobre la calidad de aquello que ella misma redacta. En cuanto a su olfato de reconocedora de las cualidades geniales de los hombres que trató, parece claro que el talón de Aquiles de esta polígrafa haya sido el deslumbramiento por el presunto genio del así llamado Conde de Keyserling, una relación que la colocó en más de una situación embarazosa.

En definitiva, la gran incauta que también era Victoria Ocampo no dejó de caer en las tramas de la seducción masculina (que la llevaron a pasar por acosos no solo de Keyseling, sino también de Rabindranath Tagore o Carl G. Jung) como la más inexperimentada de las costureritas de barrio, para no hablar de sus caídas en trance frente a los donjuanescos embaucadores de las derechas como Drieu La Rochelle o Mussolini. En este mundo dominado por el poder de la palabra masculina, que no vacilaba en hacerse sentir a todo volumen, Victoria Ocampo se desvive desde su perfil de “loca por el arte” para ganarse un lugar (casi imperceptible pero lugar al fin) en compañía de la altisonancia masculina. El resultado es una voz alterada por el esfuerzo de impostación, a la que, sin embargo, pretende darle un tono de autoridad novedosa entre sus pares. De allí sale, por cierto, cierta alteración del discurso que dista años luz de la sublime modestia de una Norah Lange o de la galopante infracción al decoro de los textos de su hermana Silvina.

Es de notar, entonces, que en el primer volumen de su A, titulado Archipiélago, Victoria Ocampo hace encastrar la niñez con el destino de la nación. Es, por ello, que se puede ver en este gesto de clase la misma actitud de los grandes próceres de la Patria, que no ven diferencia en sus propios destinos públicos con los de su vida privada, como ha señalado Francine Masiello (1992). En este sentido, como nos recuerda Cristina Viñuela, hay que tener presente que la propia A de Victoria Ocampo empieza manteniendo una intertextualidad con los textos canónicos y masculinos a ultranza de esos otros “prohombres” ante los que la escritora impone su presencia.

Victoria Ocampo se apropia de un modo contundente del género literario que había sido utilizado por los varones para justificar su posicionamiento político y social en los medios públicos, de un modo que es totalmente novedoso. Ella ya no utiliza el escudo de mostrar solo la infancia, como le había sucedido a Norah Lange (1937), ni de escudarse en la idea de ser la esposa de un gran hombre, como sucedió en la A de Eva Perón (1951). Victoria Ocampo viene a decir en sus voluminosos textos autobiográficos que su vida es interesante, en tanto mujer que participa de la vida cultural y, por lo tanto, pública, y que tiene igual derecho que sus pares masculinos de exhibirla.

 bibliografia:

Catelli, N. (2004) “La veta autobiográfica”, en N. Jitrik (dir.): Historia crítica de

la literatura argentina, Vol. 9, Saítta, S. (ed.) El oficio se afirma, Buenos Aires, Emecé.

-Eakin, P.J. (1999) How Lives Become Stories. Making Selves, Ithaca/Londres, Cornell University  Press.

-Egan, S. (1999) Mirror Talk: Genres of Crisis in Contemporary Autobiography, Chapel Hill/Londres, The University of North Carolina Press.

-Lionnet, F. (1989) Autobiographical Voices: Race, Gender, Self-Portraiture, Ithaca/London, Cornell University Press.

-Loureiro, A.G. (2000) The Ethics of Autobiography. Replacing the Suject in Modern Spain, Nashville, Vanderbilt University Press.

- Mizraje, G. (1999) Argentinas de Rosas a Perón, Buenos Aires, Biblos.

-Ocampo, V. (1979) Autobiografía I. El Archipiélago, Buenos Aires, Sur, 1981.

-Viñuela, C. (2004) Victoria Ocampo. De la búsqueda al conflicto, Mendoza, EDIUNC.

nota biofráfica:

José Amícola nació en Buenos Aires en 1942. Realizó sus estudios en la Unviversidad de la misma ciudad y, luego, se doctoró en Alemania en 1982. Desde 1986 es profesor titular de Introducción a la Literatura en la Universidad Nacional de La Plata. Publicaciones principales: Astrología y fascismo en la obra de Arlt (1984), Manuel Puig y la tela que atrapa al lector (1992), De la forma a la información (1997), Camp y posvanguardia (2000), La batalla de los géneros (2003). Compiló la edición crítica (en 2002) de la novela de Puig El beso de la mujer araña, con los estudios de sus manuscritos.


 

[1] En todo caso, sería de señalar que en el momento en que se hablaba entre los críticos más lúcidos de la “muerte del autor” era justamente la época en la que las A invadían todos los mercados y el público las consumía (y sigue consumiendo) con gran avidez.

[2] La palabra “bucle” parecería responder aquí a la idea de “hebilla” (como metáfora tomada de algunos teóricos de la literatura franceses) más que a su acepción castellana de “rizo de cabello”.

[3] Esta concepción particular de la idea de “traducción”, en sentido lato, que se verá luego mejor articulada en Borges, pertenece a una época de la vida de Victoria Ocampo que coincide con la fundación de la revista Sur. Para un análisis de las dos posturas antagónicas con respecto a la traducción en Victoria Ocampo, pueden verse las investigaciones al respecto de Patricia Willson (2004a: 75-109 y 2004b: 131).

 

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